Por tsver00@gmail.com
Mi
piel se sentía ya aterciopelada, a pesar de no tener ni el más mínimo rastro de
vello corporal del cuello para abajo. Llevaba ya al menos tres semanas sin usar
ropa. Había tomado el sol placenteramente en la piscina al menos cuatro horas
por día, y había recibido masajes y cremas cada mañana y cada tarde durante ese
tiempo. En todas partes de la inmensa mansión del servicio de “vacaciones” que
había contratado había cámaras que grababan todos mis movimientos, desde una
inocente caminata por los jardines, hasta esas ocasiones en las que no soportaba
más mis emociones y terminaba masturbándome lentamente frente a un espejo, o
detrás de un arbusto, en la bañera… y también lo hacían en esos momentos en que
las otras “chicas” que habían pagado mucho dinero por esta experiencia, y yo,
explorábamos la femineidad que se nos había inculcado, y jugábamos a las
lesbianas, a veces con recato, y otras con un desenfreno que seguramente haría
las delicias de quien quiera que sea el o la que opera esas mismas cámaras.
Durante
la noche se nos permitía cobijarnos con sábanas de seda pura, en camas de los
más costosos y finos tejidos. Ni siquiera las toallas de baño o de piscina eran
lo suficientemente grandes como para envolvernos en ellas cual mágicos vestidos
blancos sobre nuestras pieles en morenadas por el sol. En general, nuestro
único vestido era el delicioso aroma de las finas fragancias de las que
disponíamos, obviamente todas las más femeninas y costosas del mercado.
Llegamos a las instalaciones siendo hombres, casados, algunos ya incluso tienen
hijos, y todos con esposas hermosas y esculturales… pero todos con el deseo de
dejar atrás absolutamente lo que éramos, y convertirnos en las ninfas que tres
semanas más tarde ya empezábamos a ser.
Nuestra
dieta, cuidada al más mínimo detalle, ejercicios y rutinas, todas estaban
orientadas a mejorarnos física y emocionalmente, y sabíamos que nuestra última
prueba de feminización sería la que realmente nos convertiría en las mujercitas
sumisas que regresarían a casa a complacer en todo a nuestras mujeres, después
de todo, estas “vacaciones” eran una decisión familiar. De hecho fueron ellas
las primeras en enterarse de este servicio de “Resort” que resolvería todas las
diferencias maritales, al disolver la hombría de los maridos y al elevar el
deseo lésbico de las mujeres. “Una vida de placer y belleza” era el eslogan del
prestigioso hotel, y a estas alturas era todo lo que las inquilinas deseábamos.
El
primer día nos quitaron la ropa y nos prepararon psicológicamente. Bellas
jovencitas nos depilaron mientras jugaban y tentaban con sus cuerpos en
vestidos de baño, pero sin permitirnos nada más. Se reían de nosotros de vez en
cuando y a veces hasta hacían comentarios hirientes. En mi caso mientras me
realizaban la depilación anal, de golpe la nena, con su sonrisa angelical y ojos
de inocencia, de golpe me metió dos dedos hasta los nudillos para demostrarme
que si me estaban depilando el ano, era porque soy una mariquita. Eso no fue lo
que me convenció de ese hecho, sino el grito de chiquilla que solté y las
gruesas gotas del semen que salió disparado de mi pene flácido, sin siquiera
haberlo tocado, sin tener una erección… mi primer orgasmo como la nueva
hembrita de mi esposa que era. Lo que en ese momento para las otras inquilinas
fue motivo de burla y protesta, ahora, tres semanas más tarde, era motivo de
envidia para algunas. Aun había chicas que no podían venirse sin una paja a
toda regla, cuando la mayoría éramos dueñas de nuestros orgasmos. Las prácticas
diarias con consoladores, dirigidas por la instructora Paty, una mujer madura
de unos 45 años pero con el cuerpo de una trapecista rumana de 25. Paty
nos enseñó a montar a un macho con nuestras nalgas, usando nuestro ano como una
herramienta de placer, y las técnicas para venirnos en el momento en que lo decidiéramos,
como un homenaje a quien nos hacía el honor de rompernos el culo con su verga.
A veces era imprescindible venirnos en el primer minuto de penetración, por si deseábamos
parecer muy ansiosas, y a veces teníamos que esperar hasta media hora de meter
y sacar antes de dejarnos ir en un grito. No miento al comentar que varias
veces me desmayé con el orgasmo y desperté al día siguiente entre mis sábanas
de seda. Todo esto por supuesto sin tocarnos, como sendas señoritas calentonas,
cachondas, que se vienen porque necesitan probar que son las hembras de sus
maridos.
Y
luego de los entrenamientos todo era manicure, pedicure, depilación, masajes,
baños de sol, charlas entre chicas, beber vino y otras bebidas exóticas y a
veces simplemente no soportar lo bellas que nos habíamos puesto y terminar tocándonos,
besándonos y acariciando nuestras bronceadas pieles, ya olvidadas de la ropa,
lamiéndonos todo, disfrutando de ser hembritas y de estar bonitas, delicadas,
con las uñitas pintadas y nuestras tetitas sensibles por el sol. Todo menos
penetrarnos. Se nos había enseñado que penetrar es algo que hacen los hombres,
y que nosotras éramos mujeres, bueno, seríamos luego de conocer a nuestros
profesores finales, los que nos graduarían de ser mujer, pero esa historia se
las contaré más adelante.
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