Sunday, May 26, 2019

Así comenzó todo




Por Nachito47

Año 91, yo tenía 13, ya me atraían los hombres, pero no tenía ninguna experiencia ni había tenido ninguna relación, yo actuaba como niño normal, para que nadie notara que yo era joto, pues en ese entonces aún todo eso era un tabú, un día llego a casa un tío a visitarnos, ese tío era mayor que yo 5 años, y mi madre lo acomodó en mi cuarto, ya no lo podía dejar en el cuarto de mi hermanita, pues la primera noche qué durmió junto a mí, desperté a media noche y vi que él se estaba masturbando, yo me da la vuelta y fingí seguir dormido pues me puse muy nervioso, y así pasaron varias noches y se masturbaba todas las noches, una noche estábamos ya el mi cuarto para dormir, y el andaba un poco tomado, ya estando yo acostado, me dijo; yo sé que tú eres putito, yo sé que eres una niña y que te gusta la verga, y yo le respondí que no era verdad, que estaba mintiendo, y el entonces él me dijo, yo te he visto como me mira la verga cuando me la jalo, y ahorita me la vas a chupara o le voy a decir a tu papá que eres puto, yo no supe que hacer no que decir, pensé en miles de escenarios de cómo podría yo negarlo y no me creerían, le darían la razón a él y a mí una buena putiza, me quede estático un momento, y él se desnudó y se me acercó, tomo mi mano y la puso sobre su verga ya bien parada, dura, grande y hermosa, yo sostuve su verga en mis manos, y el empezó a decirme que hacer y cómo hacerlo, te chupaba la varga la verga de arriba hacia abajo, y los huevos también, yo temblaba de miedo, pero me gustaba mucho, después me recostó en la cama y se acomodó de manera que el me la chupaba a mí y a él ( el 69) y eso causó que yo me viniera rapidísimo, fue la primera vez que sentí algo así, después me indicó que me pusiera de perrito y me entonces él se comía mi añito virgen, y fue tan delicioso, que volví a chorrearme, estaba ya muy relajado y me dijo, ahora si vas a sentir ser niña de verdad, y sentí cuando me penetro, yo mordí la almohada y grite de dolor, pero el me sostuvo para no salirse de mí, y me dijo, te dolerá solo un momento, y continuo penetrándome, y poco a poco el dolor se fue disipando, y el placer tomó su lugar, esa noche fui suyo por completo, jamás lo olvidaré, de ahí en adelante éramos inseparables, tuvimos mucho sexo por varios años.
Continuará

Tuesday, May 21, 2019

EL MILAGRO DEL AMOR (1) Por El Barquida




Marta, a su treinta y ocho años, más o menos cumplidos, era una mujer que, con toda razón, bien podía considerarse de bandera; alta, metro setenta y casi cinco, unas formas de mujer de descarada femineidad, remarcada en sus senos, altos y firmes, antes grandes que pequeños, aunque sin pasarse, ese tamaño justo para que cada uno quepa, sin faltar ni sobrar nada, en una mano masculina; en sus caderas, femenilmente redondeadas; en su culo o, mejor dicho, culazo, con ese par de hemisferios, poderosos, redonditos…o en sus muslos, enseñados desde casi un palmo por encima de las rodillas merced a sus habituales minifaldas, prolongados en ese par de piernas largas, larguísimas, bellamente torneadas, rematando tamaña esculturalidad unos pies que, a gritos, pregonaban lo de “Comedme”, enfundados en zapatos de alto tacón…o “tacos”, como suelen decir las/os nacidas/os allende el “charco”
No era especialmente bella, pues su rostro, sin dejar de ser más que menos agradable, tampoco era para lanzar cohetes, aunque sin dejar de embellecerlo una tez más oscura que clara, recordatorio más que notorio de esa raza surgida del crisol de genes agarenos, hebreos y cristianos, entrecruzados a lo largo del Medievo del Al Ándalus hispano Y esos sus ojos, grandes, inmensos, negrísimos, en los que, al mirarse en ellos, a uno le parecía sumergirse en insondable abismo de zaína negrura… O su cabello, intensísimamente azabachado cual ala de cuervo, descendiendo en melena, fifty-fifty, lisa y ondulada, hasta pelín más allá de los hombros.
En fin, que, como no podía ser de otra forma, no había macho o machito en aquella oficina que alguna vez no hubiera intentado llegar a algo con ella, aunque con sempiterno y estrepitoso fracaso, pues ella, de natural amigable hasta ser afectuosa con todo el mundo, frenaba en seco tales intentos de íntima proximidad, pero con la sonrisa en los labios, sin ningún mal gesto, lo que tampoco mermaba en un ápice su decidida contundencia en desanimar al Don Juan de turno… O a la fémina compañera de trabajo que, sin segundas intenciones, que conste, tratara de establecer una mínimamente personal amistad con ella
Porque Marta podía ser atenta y amable con todo el mundo, sin escamotearse un pelo si algún compañero-compañera, precisara ayuda en el trabajo, pero también era distante, celosa de su intimidad, que defendía frente a todos, frente a todas, como loba a sus crías, aunque sin estridencias malsonantes. En fin, que a la hora de la verdad, Marta era una mujer solitaria, sin amistades, lo mismo masculinas como femeninas. Amén de unos visos de afectiva frialdad que podía tirar de espaldas al más animoso D. Juan que sobre el globo terráqueo pueda existir
Yo la conocí cuando, más o menos, un año antes del comienzo de esta historia entré a trabajar en esa oficina con mucho más veinticuatro que veinticinco años y ella treinta y siete/treinta y ocho Y qué queréis, sino que me fijé en ella como todo quisque, hasta “colarme” por ella cosa fina filipina, a pesar de la diferencia de edad, a pesar de todos los pesares. Pero nunca se me ocurrió lanzarme a la “piscina”, tratando de “ligármela”, como cuantos machos, cincuentones y cuarentones, con esposa e hijos, y machitos veinteañeros como yo, solteritos y más de uno, más de dos, con novia… ¿Por qué ese como acomplejarme ante ella? Sencillo, era algo así como la “decana” de la oficina, tras los veinticuatro años, si es que no veinticinco, que por entonces llevaba en la empresa, con lo que, de alguna manera, funcionaba como oficiosa jefa, con un empaque, en añadidura, de muchísimo cuidado; y yo, de natural un tanto tímido, me sentía muy por debajo de ella para intentar lo que me traía más que loco  
Pero es que, además, se daba otra circunstancia, para mí, totalmente inexplicable; como antes dijera, ella era de natural más que amigable para con todo el mundo… Menos para conmigo… Tampoco podía decirse que me tratara a cara  de perro, pues no era así, pero se mostraba hacia mí bastante más distante y fría que para con nadie; es más, podría decirse que en más de una ocasión, más de dos y hasta más de tres, su forma de dirigirse a mí era cortante, hasta francamente ominosa, despreciativa, incluso, no pocas veces
Y eso me traía frito, casi descompuesto, con lo que una mañana, cuando ella bajaba hacia el archivo del sótano, yo me levanté y salí tras ella. La atrapé más que otra cosa ya en el sótano, en el pasillo precedente al archivo en sí; la tomé por un brazo y la arrinconé contra la pared, imponiéndome a ella, a su altura y envergadura, pues yo no soy, precisamente, bajo, con mi metro y ochenta y nada de estatura, ni tampoco un alfeñique, manque diste de ser un “musculitos” prefabricado en gimnasio, espetándole
¿Puede saberse qué es lo que tienes conmigo, para que me trates como me tratas?... ¿Qué te he hecho yo, vamos a ver, para que conmigo te gastes las formas que te gastas?
No sé a qué te refieres; y déjame, insolente… ¿Qué es lo que pretendes?; ¿una excusa para violarme…“valiente”? O te crees que no sé cómo babeas por mí, como toda esa panda de cerdos que puebla la oficina, Que bien que me doy cuenta de cómo me miras; como lobo hambriento… Hambriento de sexo, ¿verdad cerdito?... ¡Venga “valiente”; déjate de subterfugios para justificarte e inténtalo…”machote”!... Inténtalo, y verás lo que te pasa, cerdito…
Me la quedé mirando con bastante más desprecio que cólera ante lo que acababa de decirme; y la solté, para decirle mientras la liberaba de mi presa
No tienes tú suficiente categoría para que yo me ensucie con semejante bajeza…
Le di la espalda, enfilando la escalera que me devolvería al piso superior, pero me detuve, girándome de nuevo hacia ella
Que conste, que lo único que buscaba era una explicación a lo que encontraba inexplicable, pero ya no la necesito. Te creía más decente de lo que veo que eres, luego no merece la pena explicación alguna viniendo de ti, ser falso por antonomasia, con tu sonrisa siempre a punto y pensando como piensas de tus compañeros…
Hice un gesto de asco hacia ella y, decidido, subí las escaleras, volviendo a mi sitio, en mi mesa. Desde entonces, ni me molestaba en mirarla y menos aún en hablarla. Así fueron pasando unos días, cuatro o cinco, hasta que un día, al salir de trabajar, sentí un coche acercándose a mí a toda velocidad, por mi espalda, y al momento un frenazo en seco que detenía un auto a no tantos metros delante de mí; de inmediato reconocí en el auto al Volkswagen “Escarabajo” de Marta… Y vi cómo la portezuela del copiloto se abría cuando llegué a su altura, en tanto su voz me decía, imperiosa, autoritaria
¡Sube!
Yo dudé un instante, pero me subí al coche, cerrando tras de mí la portezuela, mientras ella arrancaba, conduciendo de nuevo a más velocidad de lo prudencial por ciudad, preguntándole a mi vez
¿Dónde vamos?
Ella, sin mirarme, respondió
A mi casa, a follar como locos toda la tarde Porque, ¿sabes Mario?; tú también me gustas; y un “guevo”, además, pero no quería “liarme” contigo. Bueno, ni contigo, ni con ningún otro tío; sois todos unos cerdos, para quienes las tías no somos más que chochitos, coñitos, ambulante; no tenéis corazón ni moral para mirar de otra manera a una mujer. Pero ya te digo, me gustas, me “pones”, y me dije: “Si para él no soy más que un chichito andante, por qué él no puede ser, para mí, más una polla móvil”
¡Menuda boquita que te gastas, nena! No te conocía yo bajo este aspecto
Pues ya ves tío; sorpresas te da la vida, la vida te da sorpresas.
No respondí a su desgarro; para qué. ¡Menuda zorra que estaba hecha la que yo creía mujer más que digna y respetable! Sentí asco de ella, y deseé bajarme, apartarme de tal mujer
Para zorrita; prefiero bajarme…
¡ja, ja, ja! ¡No me digas que no deseas follarme, follarte mi coñito! Bueno, mi coñazo, mi chochazo Pero ¿sabes?; yo sí quiero follarme tu polla, así que ni sueñes que vaya a dejar que te bajes. Quiero que follemos y follaremos. ¿Quieres que, mientras llegamos a casa, te motive “meneándotela”? Como entenderás, conduciendo no puedo mamártela, pero meneártela sí ¿Te apetece que te lo haga, “tío macho”?
Pues, ¿sabes putita? Bueno; putita no, putón desorejao, más bien. No; no me apetece que me la “menees”, como tú dices. Yo, qué quieres que te diga, pero resulta que, en mi casa, me enseñaron que, aunque hoy día las tías tengáis un vocabulario que haría enrojecer a un carretero de los de antes, los hombres debemos ser caballeros. Y un caballero no usa semejantes “palabros” ante una dama; ni siquiera ante una puta como tú
Vaya, conque ahora me sales con ínfulas anacrónicas, decimonónicas casi Conque ahora resulta que eres un caballero a la antigua usanza. ¿No te parece un tanto trasnochado ya eso?
Pues sí; creo que un tanto a la antigua sí que soy; consecuencias de mi educación paterno-materna, qué quieres que te diga, más que yo soy así, no puedo remediarlo. Pero, de acuerdo, mi muy querido “putón verbenero”: Iremos a tu casa y te follaré hasta que la leche te salga por las narices, por las orejas. Y es que, ¿sabes?; serás más puta que las gallinas, pero estás de un “buenorro” que tira de espaldas.
¡Ja, ja, ja! Ya sabía yo que no te ibas a resistir; que lo de no follarme lo decías con la boquita chica Que estás que babeas por “tirarte” a esta puta, como tú me llamas…
Llegamos a su casa y del tirón fuimos al dormitorio, con su camita individual, más bien estrechita con sus 90 cm, pero para lo que íbamos a hacer, qué más se necesitaba. Tan pronto entramos, me desprendí de la camisa pues, aunque no era más que el 3 de Junio, la temperatura en Madrid, y desde mediados de Mayo, aconsejaba ya la manga corta como vestimenta habitual, al menos hasta la noche, las nueve o las diez
Ella, a su vez, tan pronto entramos se sacó el vestido por la cabeza, mandándolo a hacer puñetas por el suelo, y, seguidamente, el sujetador, con el mismo humilde destino, quedando ante mí en toda su espléndida desnudez, tan sólo cubierta por la mínima braguita, un tanga minúsculo, de esos que, por detrás, son sólo una cintita, comúnmente, insertada en la rajita del culete, en brillantísimo tono blanco con encajes, a juego con el sujetador recién quitado
¡Y Dios qué escultural que resultaba así! Yo siempre había sospechado que lo alto y firme de sus senos se debía, realmente, al “andamiaje” del sujetador, pero qué equivocado estaba, pues sus senos, aunque entonces algo caídos por su tamaño y la fuerza de la gravedad, eran altos, firmes, túrgidos; y qué decir de aquellos pezones, gordezuelos, de delicioso aspecto que parecían decir: “¡Comedme!”,”¡Degustadme!” ¡Qué hermosura de anatomía, Dios mío! Mucho mejor de lo que yo creía y esperaba.
Y no pude sustraerme al deseo de degustar esa maravilla, ese manjar de dioses, esa dulce ambrosía; me acerqué a ella, la tomé por la cintura pegándomela bien pegadita a mí mismo, a aquella “cosa” que, entre mis piernas, se encabritaba que era una vida mía; y de ella también, sin duda alguna, dados los “botones de muestra” que sacó a relucir. Le acaricié esos senos que más semejaban cántaras colmadas de dulcísima hidromiel, y al instante noté cómo su cuerpo empezaba a temblar, a tensarse según la acariciaba, lo que achaqué al enervamiento de su libido, activada por mis caricias
Pero seguidamente, en ella se obró una reacción enteramente inesperada, absolutamente atípica para el momento de alta, altísima, pasión que ambos vivíamos. O, eso creía yo; fue cuando mi boca buscó la suya, buscando abrirla a mi sedienta lengua, pero ella, entonces, se tensó impresionantemente mientras una serie de violentos temblores empezaron a sacudirla, e, instantáneamente, intentó cerrarme el paso al interior de su bucal oquedad, apretando, tenaz, los labios mientras enclavijaban las mandíbulas.
Pero yo me empeñé en forzar aquella especie de muralla defensiva logrando que, al fin, mi lengua se abriera paso hasta invadir esa boca que me traía loco, loco perdido; pero entonces a ella le sobrevinieron unas tremendas arcadas al tiempo que, de un soberano empellón, me repelía, huyendo de mí al instante, rompiendo más que a llorar, a sollozar, mientras me decía
¡Perdóname, mi amor, mi vida, pero no puedo! ¡No puedo hacerlo, cariño; te lo juro; te lo juro que no puedo, amor mío! Sí, amor mío, porque te quiero; te quiero, sí, te quiero con toda mi alma Y lo deseo, te deseo, cariño mío…quiero hacerlo…quiero, deseo con todas las fibras de mi ser, “hacerlo” contigo, corazón mío. Pero no puedo, amor, no puedo; es superior a mí, a mis fuerzas, a mi voluntad. No puedo evitarlo, querido mío; no puedo, te lo juro. Creía que podría, estaba segura de que contigo lograría superarlo… Mi rechazo, mi asco hacia los hombres en general. Pero me equivocaba ¡Perdóname, por Dios, cariño mío, amorcito mío
Yo alucinaba en colorines; y no porque ella me hubiera rechazado a la hora de la verdad, porque, sin paliativo que valga, me había dejado tirado. No; eso, realmente, y en ese momento, era lo de menos; lo grande, lo que me dejaba perplejo, alucinado, era lo otro, lo de “Mi amor, mi vida”, “te quiero, mi amor, te quiero” No daba crédito a lo que oía, no podía ser verdad. No; eso tan bello, tan divino, que ella, esa diosa del Olimpo de Amor,  Eros, Afrodita, Venus, Astarté correspondiera mi locura por ella, mi enamoramiento casi pernicioso, no podía ser cierto; tanta dicha no podía ser verdad, porque eso sólo pasa en los cuentos de hadas, en las historias románticas, pero no en la realidad, en la vida real. Ahí los milagros no se dan, no suceden. Y eso, que ella me quisiera era un milagro; el mayor de los milagros. Quise acercarme a ella, limpiamente, sin sexuales intenciones, pero ella, al yo acercarme, volvió a recular 
Tranquila Marta, tranquila, mi amor; sí, cariño, mi amor, pues yo también te quiero. Loquito, sí, loquito me tienes, mi amor, mi vida, mi…mi…mi… ¡TOODOOO! No temas, amor; no te voy a hacer nada, ni siquiera tocarte. No quiero hacerte nada, nada, que pueda dañarte, que tú no desees, que tú rechaces.
Seguí acercándome a ella, que ya no se retiró, ya no me rechazó. Llegué hasta ella y empecé a acariciarla en pelo y mejillas; hasta me permití besarle la frente, las mejillas, y ella aceptó, hasta complacida, esas caricias, esos besos por entero castos, absolutamente hueros de sensualidad, pero plenos de cariño, de sincero afecto, de puro amor…
Tranquila Marta; no te preocupes. Dime, ¿qué te ha pasado?, ¿qué te pasó? Te violaron, ¿verdad?
Marta ya no lloraba; ni siquiera gimoteaba. También había dejado de temblar, derrumbada ya su tremenda tensión corporal, de modo que, sencillamente, se secaba las lágrimas, muy, pero que muy tranquilizada ya; y, para colmo de mis venturas, se acurrucaba en mi pecho, como buscando protección en él
Sí… Cuando tenía once años, en el mismo año que cumplí los doce, pero antes de hacerlos Fue un… Un hijo de puta, muy, muy cercano a mí…
¿Tu padre?
No; ni mucho menos; mi padre era un buen hombre, muy cariñoso conmigo; quien únicamente me ha querido, porque mi madre… El pobre murió unos dos años antes; un accidente, le coceó una mula y le reventó… Fue…fue mi abuelo, el padre de mi padre; un animal, una bestia salvaje…
Calló ella y yo también callé, ocupado solo en seguir acariciándola, buscando afianzar más y más su confianza; en sí misma antes que nada, luego, también en mí. La verdad es que la situación era de lo más absurda que pueda darse, con la cabeza de Marta descansando en mi pecho y abrazándome cruzando mi pecho con ambos brazos hasta poner sus manos en mi espalda y yo ciñéndola por la cintura, atrayéndola hacia mí, mientras nos besábamos suave, amorosamente, en las mejillas, y yo, de vez en vez, en la frente; y, a todo eso, mi pecho desnudo y ella casi integralmente desnuda, con sólo su braguita por todo atuendo. Entonces, inopinadamente, Marta se me quedó mirando para, a continuación, decir
¿Qué me decías? ¿Qué me quieres?
Sí, Marta sí. ¡Te quiero, te quiero, te quiero! ¡Te adoro mi amor; te adoro, te idolatro! Te quiero, te quiero, te quiero. Nunca, ¿me oyes?, nunca me cansaré de decírtelo, porque nunca me cansaré de amarte, de adorarte, de idolatrarte …
¡Dios mío! ¡Me quieres! Pero… ¡Si soy una vieja! Tú tienes, ¿cuántos? Veinticinco, veintiséis años... Yo treinta y ocho ¿Cómo puedes quererme?
Y, ¿cómo puedes quererme tú? ¿Lo sabes? Pues yo tampoco sé por qué te quiero; sólo sé que te amo con toda mi alma. Y, que conste; en absoluto eres vieja, sino una mujer de bandera Y, además, adorable ¡Divina, Marta; divina es lo que eres!
¡Ay, Señor! ¡Sí; me quieres! ¡Me quieres! ¡Me quieres! No me lo puedo creer, pero sí, es cierto, mi amor, mi cielo, mi vida Mi todo, mi todo, mi todo ¡Me quieres! ¡Señor, Señor, y qué feliz que soy! Me parece increíble
Pues créetelo…
Marta estaba de alucine; con los ojos brillantes por el gozo, y una sonrisa que se le salía, se le asomaba, por esos ojos. Inenarrable, limpia, candorosa. Era la inocencia hecha sonrisa, parecía una niña. A sus, casi, cuarenta años, parecía no superar los quince, dieciséis…diecisiete como mucho. Sí; casi, casi, una niña…una niña con zapatos nuevos es lo que parecía. Y yo allí, frente a ella, con sus brazos rodeando mi cuello, abrazada a mí, y besándome Sí, en los labios, pero no eran besos pasionales, con lengua y toda la pesca; no, de ninguna manera eran de esos sus besos, pero no por ello menos embriagadores…
¿Digo no menos? Pues nada de eso, porque eran arrebatadores. ¡Dios mío, y qué carga de cariño, de amor puro, sincero, que había en sus besos. No me devoraba, no me “comía” la boca, loca de pasión sexual, pero me entregaba, me regalaba, todo su cariño, el tremendo, gran amor que, desde luego, me tenía. Y a mí me llevaba al Cielo, a la Gloria de los Bienaventurados. Por fin pude reaccionar mínimamente de aquella especie de Limbo de los Justos en que la embriagadora Marta me había recluido, y me vi con el sujetador de ella en la mano y yo allí como un pasmarote, sin hacer nada. Así que me levanté, diciéndole    
Marta, creo que lo mejor será que te acerque la ropa y te vistas…
Espera, espera cariño… Te calenté antes mucho, ¿verdad?
Sonreí casi condescendiente
Bueno… Un poco, sí
Un poco no amor…
Y me señaló…“eso”… Digamos, mis partes pudendas, dándome en tal momento cuenta de que “lo” tenía en plan “tienda de campaña”, aunque, seamos francos, más bien a medio izar 
Todavía te dura, amor; al menos algo Podemos intentarlo... Yo…yo estoy muy tranquila, y muy a gusto así, entre tus brazos. Creo, creo que ahora no te dejaré tirado.
¡Dios qué momento; qué situación! Con ella ofreciéndome lo que más podía yo ansiar, no entonces, sino de bastante atrás, y mi razón, mi conciencia, diciendo que no. ¡Dios, Dios! Las pasaba canutas, entre lo que mi instinto, mi deseo, me demandaba y lo que mi conciencia me dictaba que lo ético era no aprovecharme de sus facilidades. Finalmente se impuso lo decente respondiéndole mientras me acercaba de nuevo a ella
No mi amor. Ya te lo he dicho antes; en absoluto deseo forzarte. Ya habrá tiempo cuando, de verdad, estés preparada, superado ya, por completo, ese trauma que ser violada te causó Te ayudaré a superarlo, con mi amor, mi devoción por ti, lo lograremos, mi vida, lo lograremos. Anda; no seas tonta y ve vistiéndote
No, amor, todavía no. No quiero, ¿sabes?, no quiero; todavía no Tenemos que “hacerlo”; no quiero dejarte como estás. Y no te preocupes, ya verás como no habrá problema alguno, mi amor. Te quiero, ¿sabes?, y por eso podré superarlo todo. Sí mi amor; te quiero y deseo hacerte feliz, dichoso, toda la vida… Y desde hoy.
Mi adorada se volvió hacia la cama, gateando en ella hasta quedar tumbada, con la cabeza descansando en la almohada y vuelta de lado hacia mí, de pie ante ella
Ven Mario, mi amor… Tiéndete aquí… A mi lado…
Me quedé mirándola, embobado, con la boca abierta No es que babeara por ella, ni muchísimo menos; era, simplemente, que me tenía hechizado, embrujado, tamaña belleza que mi dulce amor era entonces, en ese momento. Mirándola, al instante me vino a la memoria el cuadro de Velázquez “La Venus del Espejo”, un tremendo desnudo de mujer, o la pintura de Dominique Ingres, “La Gran Odalisca”. Ambas obras presentan un desnudo de mujer de lo más sugerente, presentando ambas obras a la mujer de espaldas; esto, en la obra de Velázquez, es enteramente ostensible, dando integralmente la espalda al espectador, en tanto que la “Odalisca” no  es tan así, pues Ingres la pintó con la cara vuelta hacia quien mira el cuadro Pero de inmediato a mi mente vinieron, también, la pintura de Giorgione, “Venus Dormida” y la “Venus de Urbino”, de Tiziano, ambas siglo XVI, la primera de muy principios 1508/1510,la segunda de casi  mediados, 1538.
Todo esto, que narrado así parece ocupar muchos minutos, realmente transcurrió en segundos, pues las imágenes acudieron a mi mente, transmitidas por mi memoria, como flashes, que en un segundo se reponían unas a otras referenciadas en la imagen de Marta, vívida, real, ante mí… Por finales, aquél cuerpo de ensueño obró en mí como el imán sobre el hierro, atrayéndome irremisiblemente. Me fui a ella y, como la dueña de todo mi ser me reclamaba, me tumbé a su lado; quise hacerlo recostado frente a ella, dándole el frente como Marta me lo daba a mí, pero mi amada me empujó suavemente haciendo que quedara tendido boca arriba… Y mi reina y señora se refugió en mí, arrimándoseme, buscando acomodo a su cabeza, a su rostro, en mi pecho… Me besó, nos besamos de la misma manera que antes, besitos y más besitos en los labios, llenos de amor, de cariño, pero enteramente negados de sensualidad. Dejamos las caricias y mi amor se rebulló en mí. Parecerá mentira, pero en esos momentos no me motivaban deseos egoístamente sexuales.
Mario amor mío, ¿sabes? Estos momentos, desde que estoy contigo, desde que somos novios… (Se quedó parada, callada, un momento) ¡Porque, tú y yo somos novios; novios dese ya, desde esta tarde! ¿Me oyes, amor? Novios mi amor, novios. ¡Dios mío, tengo novio, tengo novio! ¡Y soy novia! ¡Novia de un hombre, un hombre al que amo, al que quiero con locura!...
Marta era así: Impredecible. Empezaba a hablarte de cualquier cosa, en tono normal, coloquial, y de repente, sin venir a cuento, cambia de tema y tono de voz. Sí; así era Marta, como una chiquilla, una cría, una niña grande, y lo más tierno y cariñoso que pueda existir Volvió a tranquilizarse, acurrucada en mi pecho, acariciándome y besándome ese pecho, pero también mis hombros, mi rostro Y, de nuevo tranquila, tras ese reciente conato de vehemencia, siguió hablándome entre caricias y expresiones cariñosas  
Perdóname, mi amor; ya sabes cómo soy a veces; me olvido de lo que hablo y “la lío” Lo siento, cariño; lo siento…
Y, colocándose como antes, pues hasta habíase erguido ante mí, para hablarme con más énfasis de nuestro noviazgo, volvió a ser la mujer más tierna, más dulce, que jamás a mi lado pudiera tener. Nos dimos nuevos “piquitos” en los labios, esos besitos tiernos, dulces, asexuados. En uno de ellos, Marta agarró mi rostro entre sus dos manos y el “piquito” se hizo largo, largo, para acabar abriéndome su boca Yo me quedé de una pieza, confundido, indeciso, ante tal reacción, en absoluto por mí esperada; quieto, sin hacer nada, como un pasmarote, sin reaccionar hasta tanto no sentí cómo su lengua acariciaba mis labios, pero sin entrar en mi boca…
Entonces, por fin, respondí a su caricia. O, cuando menos, quise hacerlo, uniendo mi lengua a la suya, pero ella me lo impidió al momento, echándose para atrás, con lo que el contacto labio a labio se rompió haciendo imposible la cariñosa unión de nuestras lenguas. La reacción que entonces en Marta se obró para mí fue alucinante por aterradora: Su cuerpo comenzó a temblar, agitándose hasta con violencia, como hoja batida por el viento; la boca, más que cerrada, enclavijada, por unas mandíbulas apretadas a cal y canto, y una mirada de todo punto patética. Parecía, ni más ni menos, como si, toda atribulada, me pidiera perdón, al tiempo que luchaba desesperadamente, a brazo partido, con las náuseas, las arcadas, que amenazaban con hacerla vomitar hasta la primera papilla que en su casi todavía lactancia tomara
Yo estaba descompuesto, presa del más atroz de los suplicios al ver sufrir así a quien para mí lo era todo en la vida, pues ésta, la vida misma, sin ella, sin mi Marta, ya no tendría sentido. Los minutos fueron pasando interminables, pues yo no sabía ni qué hacer, ya que ni a abrazarla, ni a acariciarla para consolarla, ayudarla a salir de semejante trance, me atrevía. Era horrendo. De verdad que el rato aquél fue de lo más amargo que, hasta entonces, pasara en mi vida…
Poco a poco, minuto a minuto, como quien dice, Marta se iba recomponiendo, rehaciéndose Las boqueadas fueron cediendo y el tremor de su cuerpo se fue aligerando hasta quedar su ser casi, casi, que en estado natural. Entonces, cuando empecé a tranquilizarme, estallé en poco menos que ira
Pero… Pero… ¿Puede saberse qué locura te ha entrado? ¡Dios, y el rato que me has hecho pasar! Y no digamos el que has pasado tú… ¿Y todo por qué? ¡Por una tontería; una locura! ¡Sí; una locura! ¿No habíamos quedado en que todo llegaría por sus propios pasos? Que nuestro amor lo obraría todo, suavemente, sin forzamientos inútiles y desagradables…
Corazón mío eso es lo que tú propones, pero yo no soy de esa opinión; en primer lugar, no creo que eso, superar mi rechazo al sexo, llegue así, bonitamente, y si la flauta llegara a sonar, Dios sepa cuándo sería, lo más seguro que demasiado tarde…para mí, desde luego. Mario, cariño mío; yo para joven, precisamente, ya no voy, y me queda poco tiempo para mantenerme atractiva, apetecible para ti, mi amor, y por eso tengo prisa, pues no puedo esperar, que si espero, lo más seguro es que te pierda, cansado de no tenerme. Así, que debemos forzar la máquina, provocar nosotros el milagro
Marta calló un momento, tomando aliento. Hablando se había ido alterando y para entonces estaba toda encendida, con las mejillas más grana que rojas y, a todas luces, ardiéndole; los ojos muy abiertos brillándole como ascuas encendidas al rojo. Descansó así unos momentos, recuperando resuello, y prosiguió
Mira amor; lo mío no es físico, sino psíquico. Todo está en mi mente, en mi cerebro, porque, amor mío, también sucede que mi cuerpo, en verdad, te desea. Si tocaras mi chochito lo notarías encharcado, más que lubricado, listo, preparado, para acogerte dentro. Pero el cerebro gobierna los músculos y éste les ordena cerrarse, rechazar hasta el simple contacto; es el “regalo” que me legó mi “abuelito querido” Porque no fue una sola vez, no, sino como año y medio de violarme a diario. Ah, y con el concurso de mi “queridísima” mamá; porque ella era consentidora, ayuntadora, al servicio del abuelo Me decía: “Relájate, y disfruta, Martita”; y todo por el plato de comida, tres veces al día, que el abuelo nos daba… Y, además, escaso, pues el viejo era más usurero que tacaño. Aunque, más bien, mi mami a lo que aspiraba era a los buenos cuartos, billete sobre billete de mil “pelas”, que el viejo avaro guardaba en casa, bajo un ladrillo, como suele decirse, pues no se fiaba de los bancos, y la zorra de mi madre esperaba heredar todo ello, más casa, campos y granja al “diñarla” el vejete
Nuevo descanso para volver a recuperar las gastadas energías al hablar, aunque ya tampoco estaba tan exaltada cono al comienzo; parecía como si el recuerdo de su terrible suplicio hubiera amainado la primigenia exaltación. Se me acercó, acostados como estábamos, pegándoseme más y más, estrellando sus desnudos senos contra mi pecho, también a pelo. La sensación que disfrutaba era inenarrable, con aquellos pezoncitos acariciando, suavemente, mi piel. Marta empezó a acariciarme con suma dulzura, con esos besitos de piquito que tanto me encantaban. Y volvió a hablarme
Mi amor, ¿sabes?, las fobias, los miedos de origen psicológico, no se superan por sí mismos; es preciso enfrentarles con denuedo, con decisión y férrea voluntad, asumirlos, plegarse a lo que el cerebro rechaza… Mi propósito es ese precisamente, superar mi fobia al sexo haciéndolo contigo hasta que me guste, hasta vencer la fobia mediante el placer que, antes o después, me darás “haciéndomelo”
Pero mi amor eso, eso… ¡No; no podré hacerlo! Sería forzarte, como si volvieran a violarte, y yo precisamente! ¡Qué horror, Dios mío; qué horror!...
No mi amor; no; sería muy distinto, porque es lo que quiero que hagas, que hagamos los dos
Entonces, por sorpresa, sin esperármelo, ella, en uno de esos besitos de “piquito”, volvió a abrirme sus labios, su lengua avanzó, decidida, y procedió a lamer mis labios y empujar, empujar en ellos hasta que yo accedí entreabriéndole la mía, colándose ella, cual serpiente, por tal resquicio, acariciándome, lamiéndome, mi propia lengua,  para después lamer, acariciar mi dentadura, mis encías, pegándome luego un “repaso” por todo mi interior bucal, que para  mí, y para ella, se quedó. Y yo, ante aquello, qué puñetas iba a hacer sino unirme a la “fiesta”, respondiendo debidamente a su “morreo”. La verdad, es que en principio, aquella reacción tan inesperada, hasta me asustó, incluso, en un sí es, no es, me aterrorizó, temeroso de la contra reacción que su locura llegara a obrar en ella, pero al ver que lo tan temido no se producía, pues qué “quirís”, queriditas, queriditos, que me dije eso tan aragonés, tan cesaraugustano de “¡Zaragoza es nuestro!”(Cesaraugustano=zaragozano, por “Caesar Augusta”, nombre romano de la actual ciudad de Zaragoza), y me apliqué con sumo fervora a la tarea de corresponderla en grado sumo, acariciando, lamiendo, a mi vez, su lengua, sus dientes, sus encías, su interior bucal, acariciándole, al alimón, sus senos, con sus pezoncitos de ensueño, más que con las manos, con las yemas de los dedos, rozando más que otra cosa esos senos, esos pezones que mes sacaban de quicio…
Y entones, cual bíblica maldición, los involuntarios tremores de su divino cuerpo se repitieron, así como los amagos de nauseas, arcadas, pero Marta no cejó en su empeño; no me retiró su lengua, sino que la mantuvo, recreándose en unirla a la mía, en acariciar y ser acariciada, y así, poco a poco, temblores, náuseas, arcadas, fueron bajando de intensidad; el temblequeo de su cuerpo no cedió por completo, pero las náuseas y arcadas sí que acabaron por ceder de plano, rendida su boca a las mutuas caricias…
Lo ves mi amor, tengo razón; me empeñé en vencer el rechazo a unir mi lengua a la tuya y triunfé sobre ese “yu-yu”. Lo lograremos, mi amor, haremos que el milagro se produzca, el milagro del amor, de nuestro mutuo amor
Y sin más, toda decidida, se lanzó sobre mí; me soltó la hebilla del cinturón y el botón que ceñía los pantalones a la cintura, para, seguidamente, arrear sendos tirones hacia abajo con ambas manos, llevándose por delante pantalones y calzoncillo, todo en uno, hasta que ambas prendas acabaron esparcidas por el suelo y yo, en porreta picada. Se tendió entonces boca arriba en la cama, pidiéndome
Venga amor; quítame tú la braguita
Y allá fui yo, casi como autómata, a hacer lo que mi dueña y señora me demandaba. Me coloqué frente a ella, de rodillas, y en forma que sus piernas, las dos, quedaron entre las mías. Le bajé la braguita, el tanga, hasta sacárselo por sus pequeñitos y divinos pies, yendo entonces la prenda a hacer compañía a todas las que yacían, esparcidas por aquél santo suelo. Al quedar libre del tanga, Marta me abrió sus muslos cuanto de sí podían dar, con lo que entonces fui yo quien quedó, arrodillado, en medio de aquel arco más que preñado de promesas de divinas, maravillosas, dulzuras. El pubis no lo tenía arreglado, con lo que apareció ante mí como una maraña de vello pubiano, espléndido, sedoso, de profunda negrura en intenso azabache, en total concordancia con su mata de pelo; y claro, el Sancta Sanctorum de su genuinamente femenina intimidad se adivinaba entre aquella maraña más que se divisaba. Marta, en tal momento, me miró sonriente, con esa mirada que esa tarde vi por vez primera, pero que luego tan a menudo se repetiría, esos ojos en los que bailoteaba una más que fascinante diablesa, que incluso parecía agitar al aire, alegre, su rojo tridente
 Sabes cariño. Me has visto desnuda, pero no del todo, pues el chochito todavía no me lo has visto. Ven mi amor; acércate más… Míralo.
Marta se había llevado ambas manos a su “tesorito”, abriendo los labios mayores y menores “ad líbitum”, con lo que ante mí surgió la flor de su feminidad en toda su enjundiosa magnificencia. Era una rosa, pues sonrosadita era la flor, intensamente brillante en virtud de lo mojada que estaba. En verdad que Marta no había mentido ni exagerado un pelo al decir que el “tesorito” lo tenía encharcado por sus íntimos fluidos de mujer excitada. Y en mis oídos sonó a música celestial su aterciopelada voz cuando, un tanto enronquecida, entrecortada, casi balbuciente, me dijo.
Métemela, mi amor; clávamela en mi chochito, cariño mío. Anda vidita, hazme feliz, dichosa, y disfruta tú de tu novia. Vamos, mi amor; no pierdas más tiempo, no me hagas esperar más… Hazme tuya, bien mío, hazme mujer, tu mujer 
Y yo volví a ser un autómata, haciendo lo que se me pedía, sólo que muerto de ansias por disfrutar ese tan deseado manjar de dioses, sólo digno de un Zeus-Júpiter, dueño y señor del Olimpo griego o del Panteón romano.

Continuará.


Friday, May 17, 2019

Huitzilin y Xóchitl (3) Por Larry G. Álvarez



Huitzilin alejado de Xóchitl


Huitzilin sigue de viaje y Xóchitl lo espera ansiosamente, cada día que pasa en su ausencia. Ambos se comunican y se expresan su sentir. La separación los desespera al no sentirse físicamente, pero tienen el consuelo de que cada noche sus esencias, sus almas,  hacen de la suya teniendo como testigo la oscuridad de la noche. 




HUITZILIN: Siempre me queda reflejada en mi mente tu sonrisa, el sabor de cada beso, de respirar el olor de tu piel. Tu lluvia en cada entrega cae sobre mi cuerpo y humedece mi intimidad. Tú, Xóchitl, eres la flor que crece en mí, cada segundo que vivo en ti.
XÓCHITL: Siempre me quedo gozando de ti, mis labios se quedan temblando y mis muslos y caderas cosquilleando, gimiendo sobre nuestra almohada. Cada mañana despierto oliendo a ti. Cada vez que te escucho, pienso en tenerte, cada vez que recuerdo nuestros encuentros, tengo que tomar mis cabellos fuertemente para poder descargarme en ti, en tu esencia, sin poder evitar un escurrimiento al sentir tu lengua en mí y al mismo tiempo tomándote para que explotes dentro de mí, como siempre lo he querido, deseado e idealizado. Deseo ser tuya por todos los rincones donde pueda ser penetrada por mi hombre llamado Huitzilin.
HUITZILIN: Cuando llego a ti en esencia, admiro la belleza de tu alma, y tu espíritu lleno de luz. Tus labios son mis labios. Tu lengua es mi lengua. Tu pasión es mi pasión. Somos la fusión de dos cuerpos en uno solo. Quiero amarte toda la vida, porque te quiero, porque mis besos no existen si no son en tus labios. Sin tus besos no hay amor.
XÓCHITL: Aún siento tus manos en mi cuerpo, tus labios en mi cuello, recorriendo cada espacio de mi cuerpo, puedo sentir tu lengua, deseosa, ansiosa queriendo visitar mi sexo que ardiendo está por ti. Ven a mí, coloca tu lengua en la puerta de mi intimidad y escucha mis gemidos, cuenta los latidos de mi corazón y siente lo acelerado de mi respiración.
HUITZILIN: ¡Oh, Bella Xóchitl! Escribo para que pronto vengas a mí mujer divina. Ven a mí, para que las sombras de la noche se disipen y aparezcas de la nada a ahuyentar esta soledad maldita que consume mi alma. Un alma como la tuya. Recostado en mi cama te pienso, te sueño, te espero. Imagino que estás ahí, justo afuera de mi alcoba. Cierro mis ojos y sé que estás mirándome. Entras sigilosamente. Quizás no sepas que te veo, quizás solamente simules no saberlo. Me gusta que me mires, me excita. Estoy desnudo sobre la cama, el roce de las sábanas limpias y prolijas me hace pensar en que me ayudes a desordenarlas. Mi piel se eriza pensando en tus caricias y en tus besos. Mis manos tienen vida propia. Se deslizan despacio por mi cara, mi cuello. Mis manos son tus manos y me dejo llevar por su calor. Mis dedos dibujan corazones sobre tu intimidad.
XÓCHITL: Eres mi anclar marítimo, sin reservas. Te amo hermoso Huitzilin. Tus palabras retumban en mi mente: "...entre el rumor de suspiros, gemidos, caricias, metiste tu lengua hasta mi garganta dejando el espacio justo para que la mía jugara con la tuya...", Amado mío, de verdad me sorprende que digas con palabras exactas, lo que a solas te  digo y grito al oído al hacerte el amor: ‘tener tú lengua hasta mi garganta y al mismo tiempo acariciándotela con la mía en el espacio que quede libre’.
HUITZILIN: Ya no puedo esperar. Quiero sentirme dentro de ti. Te abrazo y te rodeo con mis piernas, mientras siento que te montas y cabalgas sobre mí; te penetro despacio. Nada tiene sentido más allá de nosotros, no hay mundo, no hay otra manera de vivir que no sea fundidos como uno solo. Sentir tu movimiento, tu roce en cada rincón de mi intimidad en lo profundo de tu cueva erótica que exige que la llene de mi néctar. Solamente eso me mantiene vivo, solamente por eso vale la pena vivir.
XÓCHITL: Te digo a gritos: ¡me vuelves loca de lujuria, de deseo y de pasión! Tus palabras me dejan sin aliento, me has devuelto la vida en besos. Me has hecho sentir viva de nuevo. Siempre deseándote. Siempre tuya.  


Huitzilin y Xóchitl (2) Por Larry G. Álvarez


La ausencia




HUITZILIN: ¡Amada mía,  cuan bella Flor eres! Cuan bello es el sentimiento que tengo y la tristeza que abunda cuando estás ausente. En mi dormir imagino tu mano sobre mi mano, paseando miradas y caminando placeres, rindiéndome ante tus pasiones, sucumbiendo sin resistirme a tus sabores.
XÓCHITL: ¡Oh, Amado mío,  mi cantor, mi poesía! Recuerdo cuando tus dedos impacientes jugaban con los botones de mi pecho, provocando un estallido de humedad en ese lugar cálido y ardiente de mi intimidad. Y cuando las palomas de tus manos inquietas descendían a mi cueva del deseo, tu boca bebía la miel de mi panal donde se perdían tus labios y tu lengua inquieta hasta ahogar la fuerza de tu interior, naufragando en oleadas de placer y gemidos de pasión.
HUITZILIN: Cuanto tiempo caminé solo en esta vida. Cuanto tiempo estuve sin saber a dónde ir. Pero un día llegaste a mi vida. Y desde entonces sin ti ya no sé vivir.
XÓCHITL: En la madrugada, hiciste con la llama de tu esencia que resbalara mi ropa por mi cuerpo quemando la blancura de mis sentimientos y entre el rumor de suspiros, gemidos, caricias, metiste tu lengua hasta mi garganta dejando el espacio justo para que la mía jugara con la tuya. ¡Te amo Huitzilin! ¡Oh eres mi Canto de Amor!
HUITZILIN: Mi cuerpo al tuyo se aferra cada vez que dices ‘te amo’, siento tus labios besándome a distancias.
XÓCHITL: Tengo mi respiración agitada contigo al terminar de amarte con mis cinco sentidos de pies a cabeza. Cada vez que tu esencia está conmigo quiero que me arrastres a tu placer, que muerdas mis ansias, estalla en mí para una fusión completa.
HUITZILIN: Cada madrugada el néctar de tu flor estalla en la humedad de mi cuerpo.
Espero un instante tus besos donde germina el arrebol en tu rostro reflejo de tu dulce encanto. Espero con ansiedad tocar tus senos jugosos y terminar en el panal inagotable de tu miel.
XÓCHITL: Deleitas con caricias todo mi cuerpo, lascivamente con tu lengua me saboreas por completo, imaginarme el éxtasis que recorre todo mi ser, pegadita a tu piel se contonea mi intimidad. Me alucina imaginarte en completa desnudez haciendo juego con mi inquieta y lúcida timidez hacerte mío es mi delirio extenuante y amarte sin límite acurrucada muy dentro de ti.
HUITZILIN: En mi dormir tú intimidad me alimenta de placer, tus caricias me cobijan en un eterno amanecer dejándome envolver en tu aroma que se queda junto a mí y me embriaga sintiendo mi intimidad activada.
XÓCHITL: Estoy entre tus piernas recostada en tu pecho. Sobre mi costado izquierdo, mientras me acaricias la espalda y mi cabello, mi cadera está sobando con movimientos circulares, lentos, discretos, tu total intimidad. 
HUITZILIN: ¡Oh, Xóchitl, XÓCHITL de mi vida! Eres la culpable de mis húmedos desvelos. Me seduce tu esencia al extasiar con mis manos tu desnudez. Siempre estoy contigo, con tu alma, con tu aliento, con la textura de tu pelo, con el aroma de tus senos. Cada madrugada mi alma me sorprende recorriendo el sonido del silencio cuando tú estás durmiendo y en tus sueños vivir un tiempo eterno.
XÓCHITL: Tu sexo me alimenta de placer. Tus caricias me cobijan en un eterno amanecer. Envuelta entre tus brazos me encuentro dormida. Al abrir mis ojos estoy confundida y asombrada, pienso: ¿Qué será de mi cuando no te vuelva a ver?
HUITZILIN: Te espero amor, me quedo con ansias de enlodarme en el néctar de tu panal. Mi vía láctea está latente, guardándome hasta cuando seas MIA para estallar en millones de estrellas fugaces en tu intimidad.


Xóchitl y Huitzilin (1) Por Larry G. Álvarez


Presentación

Esta es una hermosa historia de un amor entre Xóchitl y Huitzilin. Inspirada en el poema mexica In Xóchitl in Cuicatl, en el libro universal de Cantar de Cantares y de la leyenda mística de Xóchitl y Huitzilin cuando ambos subían a la montaña para llevarle flores a Tonatiuh, el Dios del Sol y, en cada ofrenda los enamorados se juraban amor eterno, más allá de la distancia, el tiempo y la muerte.
Xóchitl y Huitzilin es una mezcla de relatos cortos, llenos de poesía, metáfora y erotismo. El personaje de Xóchitl realmente existe en la vida real y Huitzilin representa al que fue su último esposo, cuyo matrimonio no fructificó, pero vivieron un amor intenso el cual es relatado en el libro Erotismo en Relato y Poesía y, en este blog se publican sus primeros tres capítulos.
El escritor Larry G. Álvarez, de forma erótica nos relata la vida de los dos personajes, su amor intenso, su entrega y su tormento son los elementos que llevaron a escribir estos relatos que cuentan su relación con sus altas y sus bajas realmente de un amor imposible y eterno.

Ediciones Flor y Canto
edicionesflorycanto@gmail.com




Tus pétalos floridos

HUITZILIN.- ¡Cuán bella eres, amada mía! ¡Cuán bella eres mi Xóchitl. Vivo un nuevo amanecer en mi vida, he vuelto a nacer recostado en el húmedo néctar de tus pétalos floridos.
XÓCHITL.- ¡Cuán hermoso eres mi Huitzilin, amado mío! ¡Eres un encanto! Mi cuerpo será siempre el refugio de tus encantos para que derrames tu intima fragancia sobre mi ser.
HUITZILIN.- Cada noche al no saber de ti, le pido a Dios que me muestre tu rostro, que me deje oír tu voz, me haga recordar siempre tu hermoso semblante. Y cuando mi esencia te visite en tu lecho cada madrugada, te lances sobre mí cayendo desfallecida en mis brazos.
XÓCHITL.- Una vez en tus brazos, despierto como princesa al momento de un beso profundo que me transforme trasladándome hasta el infinito para después acurrucarme en tu corazón.
HUITZILIN.- Una vez refugiada en mi corazón, te despojo de lo que esta ceñido a tu cuerpo y arranco con mis dientes las prendas de tu intimidad para oler su aroma en flor.
XÓCHITL.- Grata es también tu fragancia. Me estremezco con el canto de tus palabras, conoces todas mis esquinas. Me abrigo entre tus piernas para hacer el amor contigo por las mañanas y por las noches. ¡Hazme del todo tuya! ¡Date prisa mi desnudez te pertenece! ¡Llévame a tu alcoba, oh amado Huitzilin!
HUITZILIN.- Te pienso siempre desnuda para que te fundas en mi cuerpo y al pensarte así me alegro y me estremezco al pensar que lo haces para mí. Mis manos sudan de llanto de la tinta escrita de poemas y pensamientos dedicados a ti. Mi Xóchitl, cada día mis labios buscan tus tibios besos para probar tu dulce calor de abrigo.
XÓCHITL.- Me lanzo sin paracaídas a tus brazos, a mi lado tendrás tu asiento. He de soltarme el cabello que deseo me arranques hasta derramar tu intención con la mía.
HUITZILIN.- Amada mía, tus palabras me tienen hechizado. Desde que te miré la primera vez, con la mirada de tus ojos cautivaste mi corazón. Cuando derrame mi intención con la tuya, tu intimidad destilará miel y al mezclarse con mi néctar romperemos juntos las burbujas de la espuma que se derrame sobre nuestras piernas, nuestras manos, nuestros labios, estrechándonos, fundidos en una sola alma, una sola carne, dos en uno, uno en dos, unidos para siempre.



Despertando

XÓCHITL: Yo dormía, pero mi corazón velaba. ¡Y oí una voz, la de mi amado Huitzilin! ¡Mi amado está a la puerta!
HUITZILIN: Amada mía; preciosa Flor de mi vida, ¡déjame entrar! Mi cabeza está empapada de rocío; la humedad de la noche corre por mi pelo.
XÓCHITL: Ya me he quitado la ropa; ¡cómo volver a vestirme! Ya me he lavado mi intimidad; ¡cómo escurrirme de nuevo! Mi amado Huitzilin toca la puerta. Se me estremecen mis entrañas al sentirlo cercas de mí. Me levanto y le abro la puerta. Se lanza sobre mí. Me encanta que me bese y me abrace, me de ternura.
HUITZILIN: ¡Mmmmmmm! Que bella eres, amor mío, ¡la última vez que nos vimos, cuán encantadoras fueron tus delicias! ¡Tus pechos son racimos de palmera de los cuales hoy me adueñaré. 
XÓCHITL: ¿Qué te gusta hacer en mí?
HUITZILIN: Satisfacerte amada mía.
XÓCHITL: ¿Y qué es lo que más te excita de mi amado mío?
HUITZILIN: Tus senos, tu cabello, tu boca, tus piernas ¿Y a ti?
XÓCHITL: Quiero que toques mis senos y te prendas en ellos.
HUITZILIN: ¡Mmmmmmm! Me gusta beber sus néctares y que se derramen en mis labios.
XÓCHITL: Me gusta sentir tus manos en mi cuerpo, acariciándolo ansiosamente, dibujando en él tu deseo ardiente.
HUITZILIN: Yo poder escribir con mis dedos nuestra pasión sobre tu piel. Que cabalgues sobre mi intimidad y que cada estoque te haga gemir de placer hasta que te fundas en mí.
XÓCHITL: Tu visita a mi casa me hunde más en el deseo ardiente que hace que la Xóchitl y la fauna enciendan en mi interior la chispa ardiente de la pasión.
HUITZILIN: Quiero que mis manos se deslicen sobre tu cuerpo y mis caricias te quemen por dentro, cada beso lo sientas como flamas de cerillo que quemen tu piel. Quiero estar entre tus piernas, probar tu licor, hasta embriagarme de lujuria por su exquisito sabor.
XÓCHITL: Grábame como un sello sobre tu corazón; llévame como una marca sobre tu brazo. Fuerte es el amor, como la muerte, y tenaz la pasión, como el sepulcro. Como llama divina es el fuego ardiente del amor. Ni las muchas aguas pueden apagarlo, ni los ríos pueden extinguirlo. Sentir tu cuerpo fundido al mío y tener esa deliciosa sensación de llegar al vacío. En donde solamente hay placer y eternos gemidos. Pasiones misteriosas que embriagan mis sentidos.
HUITZILIN: Yo deseo que me tomes, me derrame en tus senos, quemándote con el ardor de mi lácteo licor. Probar tu miel hasta empalagarme escuchando los gemidos de tu intimidad.
XÓCHITL: Mis pezones están duros, me los estoy tocando, están calientes, despiertan la lujuria con tus palabras que son un dulce aroma, de sensación ardiente que quema y solamente tus labios pueden dominar. Quiero sentir tu licor lactante en mi ser gimiendo por ti. Una muralla soy yo, y mis pechos, sus dos torres. Por eso a los ojos de ti amado, soy como quien ha hallado la paz.
HUITZILIN: Y al escurrir mis lácteos sobre tus pechos, y tu piel sobre tu cueva de placer poder compartir sus sabores en nuestro paladar.
XÓCHITL: Mis piernas temblorosas rodean tu cintura, quiero sentir tu fuente hirviendo, Un eterno placer que no termine. Llegar a lo profundo y morir con tanta angustia. La vida no es vida si no te tengo dentro de mí.
HUITZILIN: Siento que te penetro con toda mi esencia, deseando nunca salir de tu cueva húmeda. Siento eyacular mi vía láctea en tu intimidad, luego en tu espalda, en tu boca, en tus pechos…
XÓCHITL: ¡Sí! Poder sentir tus lácteos dentro de mi boca. Saborearla. Pasear mi lengua por tu fuente, saborearla hasta derretirla en mi boca.
HUITZILIN: La flacidez de mi intimidad te pertenece y al derramar mis lácteos, te quemen con su espuma ardiente.
XÓCHITL: Me encanta sentir tu mano traviesa subiendo por mis piernas. Arrodillarme y poner mi rostro entre tus piernas, tu tierna piel invita a preparar un helado de vainilla y depositarlo en tu ombligo para que se derrame hasta tu fuente de placer.
HUITZILIN: Tomo con mi boca un cubo de hielo y recorro todo su cuerpo. Abriendo paso con mis manos sobre tus piernas sintiendo espasmos en tu vientre.
XÓCHITL: Te sientas en una silla y yo frente de ti. Hazme tuya.
HUITZILIN: Tu sudor me embriaga por el aroma de tus senos y el respirar de tu pasión.

XÓCHITL: Me pongo de pie y coloco mi intimidad en tu rostro, tus labios saborean mi humedad, lo crecido de tu barba eriza mi piel, hasta que derramo mi miel sobre tu rostro.
HUITZILIN: Tus manos y tus labios activan el mecanismo de mi vitalidad, te deslizas sobre él gimiendo de placer, acuso el roce en la primera embestida, cabalgas hasta que te convulsionas, sintiendo tu néctar ardiente entre mis piernas. Acaricio tu cuerpo con mis manos y con mis labios.
XÓCHITL: ¡Sí! Saboreo cada caricia tuya. Gimo de placer. Hasta quedar exhausta, me quedo dormida. Despierto.  Acaba de salir el Sol o será que mi amado Huitzilin me ha sonreído.
HUITZILIN: Te veo sonriente como una Luna llena. Mi vía láctea te pertenece y de tu miel nocturnal me he empalagado.



Tuesday, May 14, 2019

CAPÍTULO 1º: EL REENCUENTRO Por El Barquida




Acudí tarde al entierro. Supuse que una multitud de gente abarrotaría el cementerio, que llegando al final de la ceremonia poca gente se fijaría en mí. No quería que se fijaran en mí.
Por la misma razón no había asistido al sepelio en la iglesia.
En realidad, sólo quería pasar desapercibido para la familia. O sea, para ella. Para mi hermana.
Mi plan no surtió efecto. Un reducido grupo de asistentes, no más de una docena, era todo lo que me encontré.
Ya no recordaba que no teníamos familiares. Sólo amistades. Y muy pocas.
Mi llegada intempestiva hizo volver las cabezas a las pocas personas que se encontraban. Entre ellas, la de mi hermana, Sandra.
Su mirada, incluso de soslayo, incidió en mi cara con tal intensidad que me vi obligado a agachar la cabeza. Por miedo o por vergüenza, no sé, tomé asiento lejos del grupo, interponiendo dos filas de sillas vacías entre ellos y yo.
Maldije mi suerte. Mi hermana seguía siendo una mujer bella. Tras tantos años. Incluso vestida de negro.
El sacerdote intercaló un suspiro de molestia en su discurso. Como si llegar tarde fuese una afrenta para su trabajo. Quizá, influido por el tiempo, su ánimo estaba nublado y oscuro, al igual que las densas nubes que se arremolinaban en el cielo encima de nosotros. Nubes cargadas de negrura, tiñendo todo alrededor nuestro de un barniz siniestro, sucio. El aire se humedeció con rapidez, convirtiéndose en bochornoso. Las palabras del sacerdote se fueron volviendo pesadas y empalagosas. Difíciles de entender, lentas de digerir. Se hacía difícil respirar sin poder desabrocharse el botón superior del vestido, agitar un abanico o aflojarse la corbata.
Cuando, por fin, el cura terminó su panegírico, los pocos asistentes se colocaron en fila para depositar una flor sobre el ataúd. Yo había acudido con las manos vacías así que evité levantarme.
Fue un error quedarme sentado; cuando los demás volvían a sus asientos, sus miradas me taladraron de frente. Sólo me importaba una de ellas, la de Sandra. Y fue la única de la que tuve que esconder la mirada.
Terminada la ceremonia, caminé hasta el coche de alquiler. Buscaba evitar preguntas incómodas. Estaba aparcado convenientemente cerca, listo para la huida.
Pero no tan cerca como quise. Sandra me alcanzó a la vez que sacaba del bolsillo las llaves del coche, junto a la puerta.
¿Ya te vas?
Asentí con la cabeza. Cualquiera palabra se me habría atragantado en la garganta.
¿Ni siquiera vas a saludar a mi marido? ¿Ni a conocer a tus sobrinos?
La noticia de que mi hermana estaba casada y era madre me sacudió las tripas. Pero soporté el golpe mejor de lo que esperaba. Al menos, no la había mirado a la cara.
Tengo... tengo prisa —respondí. Quería huir. Lo más lejos posible.
¿Tienes prisa? Ni me saludas y lo único que dices es que tienes prisa.
Quise abrir la puerta pero Sandra apoyó una mano en el cristal de la puerta. La miré a través del reflejo. La imagen deformada del cristal no pudo deshacer la belleza de su rostro contraído por la ira.
Mírame de frente, joder.
No pude. No podía mirarla. No debía mirarla. Mi alma estaba tan asustada y sucia que no soportaría que la viese.
Tras unos segundos de silenciosa espera, comprendiendo que yo no hablaría, retomó ella el habla. Retiró la mano del cristal.
—Aguarda un momento, Daniel. Ni se te ocurra marcharte o te juro por la memoria de nuestros difuntos padres que te olvido para siempre.
La vi alejarse en dirección a un hombre y un par de niños que esperaban a una distancia prudente. Él era alto y delgado. Vestía un traje negro, hecho a medida. Los niños eran rubios, con sendos trajes también oscuros. El hombre cogía las manos de ambos con firmeza. Mi hermana se reunió con ellos y habló con su marido. Él me dirigió varias miradas y luego asintió otras tantas veces. Luego Sandra se agachó y repartió sendos besos en la frente de sus hijos. Caminó de vuelta hacia mí.
Bajé la mirada de nuevo. Mi alma estaba sucia, podrida.
—Voy contigo —dijo antes de abrir la puerta del acompañante.
—Voy al aeropuerto...
—Pues te acompaño.
Su tono de voz no admitía réplica. Era seco, carente de tonalidad. Nunca oí a Sandra hablar así.
Me demoré unos instantes en arrancar el vehículo mientras me colocaba el cinturón de seguridad. Me aseguré, mirando sólo su cierre, que Sandra hubiese hecho lo mismo. No debía mirarla. No. Mi alma podrida.
Conduje despacio. Esperaba la inevitable discusión y no quería reflejarla en una conducción alocada. Ya se habían ido bastantes por hoy.
—Eres un cabrón —dijo al poco de alejarnos.
No respondí. Al fin y al cabo, en casi todos los aspectos de mi vida, tal insulto era innegable.
—Repito: tengo un hermano cabrón. Un hermano que no acude a la boda de su hermana, ni al bautizo de sus sobrinos. Un hermano del que no sé nada desde hace casi diez años. Y que sólo aparece, tarde y mal, al entierro de papá y mamá.
—Estaba ocupado. Asuntos varios. Trabajo. Esas cosas.
—Y una mierda, Daniel. Nos has borrado de tu vida. A todos, a mí. No me insultes ahora mintiéndome. Lo de papá y mamá ya no tiene remedio. Pero yo... ¿qué coño te he hecho yo?
—Trabajo —repetí.
Me desvié hacia la entrada de la autovía que llevaba al aeropuerto.
—Trabajo, ya sé. Mucho trabajo. Tanto trabajo tienes que no encuentras un solo minuto para llamarme, ¿verdad? Con papá y mamá lo entiendo. Pero conmigo... ¿se puede saber qué hostias pasa conmigo?
—Pasé página. Un cambio existencial.
—Deja de hablar así, por favor. No soporto las chorradas metafóricas. A mi háblame en cristiano.
—Quise olvidaros. ¿Mejor así?
— ¿Por qué?
—Tú lo sabes bien.
—Ah, ya, claro. Cómo no. La noche en la que nos acostamos, ¿verdad?
—Sí. Pero también...
—Que papá y mamá nos pillaron. Sí, vale. ¿Y qué? ¿Es eso motivo suficiente para despreciarme?
—Ya te lo he dicho. Quise olvidar, pasar página. Tiene sentido, ¿no crees?
Sandra golpeó con un manotazo el salpicadero.
— ¡Soy tu hermana, joder! ¿Acaso no nos queríamos? Me dejaste tirada. Como una puta cualquiera. Una zorrita a la que joder. Dime, ¿eso fui para ti? ¿Una zorra a la que desvirgar y luego olvidar? Yo te amaba, hijo de puta. Te quería con locura. No sólo eras mi hermano, eras mi amor. Y de la noche a la mañana, me hiciste ver que sólo me quisiste para joder conmigo.
—No fue culpa mía. Recuerda que fue a mí a quien echaron de casa ese día.
—Y yo la que me quedé embarazada, ¿sabes?
Pisé el freno de golpe. El chirriar de neumáticos fue demencial. Detuve el coche en el arcén de la autovía.
Las palpitaciones que sentía en el pecho retumbaron en mi cabeza como explosiones sucesivas. Los pitidos de los coches que nos sobrepasaron no hicieron sino sumirme en un estado mayor de perplejidad.
— ¿Qué acabas de decir?
Miraba a Sandra por primera vez, cara a cara. Tenía el cabello despeinado por el frenazo y en su cara aún se reflejaba el susto. Estaba lívida. Se aferraba al cinturón de seguridad como un salvavidas.
Se giró hacia mí y me sacudió un tortazo que me lanzó contra el respaldo del asiento. No bien me recuperé del golpe, me sacudió otro. En el mismo lugar. La mejilla me ardía.
— ¡Estás loco! Casi nos matamos. ¿Qué quieres, morir como papá y mamá?
—O sea, que soy padre —murmuré pensando en aquellos dos rubiales que su marido cogía de las manos.
—Aborté, estúpido. Oculté el embarazo como pude. Te busqué. Quería irme contigo. Luego se enteraron. Papá y mamá quisieron que abortara. Creo que no soportaban verme la barriga crecer cada día.
Sandra sorbió por la nariz. Estaba llorando.
—Yo no quise. Porque te esperaba. Ya ves lo idiota que fui. Busqué, pregunté, me desviví por saber de ti. Pero no tenía forma de encontrarte y recé para que supieses de mi horrible destino. Soñaba que volvías a casa y me sacabas de allí. Viviríamos juntos, con nuestro hijo – dijo entre lloros. Alcanzó un paquete de pañuelos del bolso que dejó en el asiento trasero—. Pero, cuando no apareciste, cuando los días transcurrían, amargos, oscuros, creciendo mi barriga, no me quedaron argumentos para postergar el aborto.
—Joder, joder.
— ¿Te gusta la historia? Pues hay más. El aborto fue complicado. Era menor de edad y había esperado demasiado. Y tampoco quería abortar. Ninguna clínica quiso hacerse cargo. Ni aun pagando el doble. Pero papá y mamá lo tenían muy claro. Debía abortar. Acudimos a un matasanos sin título ni nada. Fue un infierno porque aquel acto homicida supuso también la muerte de lo único que tenía tuyo, ¿sabes? Ese desgraciado me sacó de las entrañas mi amor. Pero cortó por donde no debía y la hemorragia no cesó. Me desangraba, la vida se me escurría a chorros. En aquel sótano no había transfusiones, no había quirófano, no había higiene. No había nada. Si estoy viva es por gracia divina. O por castigo divino. Quería morirme.
No sabía qué decir. La cabeza me daba vueltas. El corazón amenazaba con estallarme.
—Al final me ingresaron en el hospital. Gracias a Mateo sigo viva.
— ¿Mateo?
—Mi marido, idiota. Mateo es mi marido. Le engañamos haciéndole creer que había sido violada. No dijo nada a la policía. Escondió el asunto entre papeleos y burocracia hospitalaria. Estuve tres meses internada. Una cosa llevó a la otra y unos años más tarde acabé casándome con él.
—Por Dios, Sandra. Si hubiera sabido...
—Habrías sabido, condenado cabrón. Habrías sabido si hubiese habido forma de contactar contigo. Te busqué, Dios sabe que hasta debajo de las piedras. Lo único que supe es que habías emigrado a Suiza.
—Encontré un trabajo...
—Y perdiste una vida. Dos, en realidad —agregó entre sollozos.
Me asusté al ver tantas lágrimas en su rostro. Mi compasión la enfureció aún más.
Me golpeó en el pecho a la vez que me insultaba.
Me desabroché el cinturón de seguridad y la abracé.
Me empujó lejos de ella de inmediato.
— ¡No! Ni te me acerques. Vamos al aeropuerto.
— ¿Para eso querías hablar conmigo? ¿Para reprocharme todo lo que hice o no hice? Ese es el resumen de todo esto, ¿una simple acusación?
— ¿Buscas acaso mi perdón? —bufó cruzándose de brazos—. Arranca ya.
—No. Quiero saber el porqué de todo esto. ¿Buscas atormentarme? ¿Que la culpa me castigue por no haber podido estar contigo? ¿Por no poder acompañarte en esos difíciles momentos?
—No fue un “difícil momento”. Casi me muero, idiota.
Se giró hacia mí, con una sonrisa.
— ¿Habrías venido a mi entierro?
Tragué saliva. Miré al volante. No sabía qué decir.
Continuó acosándome.
— ¿Habrías soportado a papá y mamá? ¿Qué les habrías dicho? “Vaya, se murió mi zorrita” —agravó la voz— ¿O te habrías contentado, como tenías intención hoy, de aparecer tarde y mal?
No soporté su mirada por más tiempo. Me volví a colocar el cinturón de seguridad y miré por el espejo en busca de un hueco en el tráfico para incorporarme.
Pero Sandra fue más rápida. Giró la llave de contacto, apagando el motor.
—Respóndeme. Demuéstrame que me equivoco, malnacido.
Se desabrochó el cinturón de seguridad y se inclinó sobre mí. Me tomó de la mandíbula, clavándome las uñas. Me obligó a mirarla a los ojos. Su aliento se mezclaba con el mío.
— ¿Qué hubieras hecho, Daniel? Dime.
Sus uñas se clavaron en mi carne. Su enrarecido aliento me quemaba los labios. Su nariz estaba pegada a la mía.
La besé.
Tomé su cuello cuando se resistió y quiso alejarse. La obligué a postergar el beso. Me mordió los labios mientras me arañaba la mejilla. Pero su boca seguía abierta y sus dientes separados. Metí la lengua aun a riesgo de que me mordiera. Así lo hizo. Gruñí cuando cerró los dientes.
La solté. Pero no se alejó. Me miraba con ojos entornados, con las lágrimas rebosando en sus párpados.
—Atrévete de nuevo, hijo de puta.
Me desabroché el cinturón sin dejar de mirarla. Fue toda una declaración de intenciones. Sonrió aceptando el desafío.
La besé de nuevo. Volvió a morderme y tiró de mi pelo hacia atrás. Pero esta vez fue su lengua la que atravesó mi boca. Inspiró profundamente con la nariz mientras nuestros labios continuaban unidos. Sus dientes no dejaban que mi lengua accediese a su boca. Era la suya la única que tenía libertad de paso.
Su saliva quemó mis heridas. Sus manos empuñando mi pelo guiaban mi cabeza hacia donde ella quería, repartiendo lengüetazos por toda mi cara.
Cuando posé mis manos sobre su cintura, me clavó las uñas en la cabeza, advirtiéndome que las tuviese quietas. No bromeaba. Me hacía daño y gemí dolorido.
Me miró a los ojos a la vez que sus manos descendían por mi cuello hacia el nudo de la corbata. Empuñó el nudo a la vez que tiraba de un extremo. Lamió mi mentón y mordió la piel. Apretó el nudo.
—Por cierto, ¿cómo te enteraste de que habían muerto, Daniel? ¿Cómo supiste cuándo era el funeral?
Esperó mi respuesta unos segundos. Al no obtener contestación, apretó aún más el nudo. Sentí como mi respiración se volvía ruidosa. Intenté tragar saliva pero la nuez no tenía recorrido. Sandra percibió mi angustia y sonrió. Achinó los ojos y se relamió.
—Dímelo o te mato ahora mismo, cabrón de mierda. Juro que soy capaz. Ya te perdí una vez. No me importa perderte de nuevo.
— Ma... Mateo —conseguí articular—. Fue Mateo.
Sus ojos se abrieron de par en par. Soltó la corbata y se refugió en su asiento, encogiéndose. Se abrazó las rodillas.
— ¿Mateo?
Intenté aflojar el nudo. Mis dedos se movían como culebras alocadas alrededor del cuello. No atinaba. Me faltaba el aliento. La cabeza empezaba a darme vueltas. La corbata me ahorcaba y notaba toda la piel de mi cara ardiendo. Sandra también se asustó porque se abalanzó sobre mí.
—Quita, joder. Quita esas manos, por Dios.
Entre los dos pudimos aflojarla. Tomé aire en una larga inspiración que pensé que nunca acabaría. Tosí y me apoyé en la ventanilla.
—Estás loca, Sandra. Loca de remate.
— ¿Qué has dicho de Mateo?
—Fue él quien me encontró —dije mientras me frotaba el cuello. A través del espejo retrovisor pude constatar el visible cardenal que empezaba a crearse donde estaba mi corbata—. Trabajo en una empresa de suministros farmacéuticos en Suiza. Fue inevitable que mis apellidos aparecieran en algún informe que tuvo a mano. Entre tantos apellidos extranjeros, un Solano Vázquez no pasa desapercibido.
— ¿Cuándo fue eso?
—Eso a ti no te importa.
Aún notaba una presión en el cuello que me dolía al tragar. Me quité la corbata y me desabotoné los primeros botones. El aire me ardía por dentro al respirar.
Sandra miró el inicio de mi pecho desnudo con interés. Sin recato alguno.
—Tienes vello en el pecho.
No comprendí a qué se refería.
Sus manos se acercaron a mí. Despacio, temblorosas. Me retrepé en el asiento, huyendo de ella. Siseó calmándome.
—Shhhh. Quieto, Daniel. No voy a hacerte daño.
—Me cuesta creerlo.
Compuso una media sonrisa, admitiendo la gracia. Sus dedos desabotonaron el resto de los botones de mi camisa y abrió la prenda como si de dos puertas se tratasen.
Acercó su cara a mi pecho y deslizó sus mejillas y nariz por el vello.
No comprendía por qué hacía eso.
—La última vez que besé tu pecho —susurró depositando uno en un pezón—, tu piel estaba lisa. Ni rastro de ningún pelo. Te recordaba sin vello.
—Hace diez años de entonces, Sandra.
Quise agregar “ahora soy un hombre”. Pero sería mentira.
Sonrió al acariciar mis pezones. La divertía verlos crecer y endurecerse. Los tomó entre sus labios de nuevo y sorbió. Mordisqueó, lamió. Sandra sabía que aquello me enloquecía. Lo sabía porque yo se lo dije la noche que hicimos el amor. Me estaba excitando. Notaba mi miembro revolverse y endurecerse entre mis piernas.
Me miró a los ojos. Los míos estaban nublados por el deseo. También por esa dulce embriaguez que surge al escapar de una situación peligrosa de la que te salvas de milagro. Sus ojos mostraban una indecisión que se acentuaba en su ceño fruncido y sus párpados aún húmedos.
Me di cuenta de que, por una parte, Sandra se alegraba de tenerme a su lado. De encontrarme y tenerme sólo para ella. Una gran porción del amor que sentía por mi había sobrevivido esos diez años.
Por otra parte, el rencor y la ira completaban la otra porción de amor destruido. Su cabello, todavía despeinado por el frenazo, hacía que varios mechones de su cabello colgasen entre sus ojos entornados. Su saliva los había humedecido en algún momento y ahora se habían acomodado en su cara, dotando a su rostro de una imagen de dulce perversidad.
—Jamás dejé de quererte —dije sin pensarlo.
Mis palabras sonaron tan sucias y desprovistas de sentido que recibí un nuevo tortazo.
Acto seguido, sin dejar de mirarme, Sandra se quitó la blusa negra y su torso blanco, cuajado de pecas, igual a cómo lo recordaba, aún más bello si cabe, me deslumbró.
Advirtió mi ensimismamiento. Jugó con él y se alejó de mí, volviendo a su asiento.
—Tienes un avión que coger. ¿A qué hora sale?
Miré con desgana mi reloj. No quería apartar la vista de su hermoso cuerpo.
—Dentro de hora y media. Pero tengo que facturar una hora antes.
Se soltó uno de los tirantes del sujetador, deslizándolo por su hombro. Redondeado, suave.
—Tú verás. Quizá no haya una próxima vez —Se soltó el otro tirante. Sus pechos habían aumentado. A causa de su maternidad. O porque Sandra era como el buen vino. Llenaban las copas y la carne rebosaba con exuberancia— ¿Qué decides?
—Eres mi hermana.
—Eso no nos impidió acostarnos hace años. Yo te amaba. Y sé que tú a mí también.
—Mateo...
Se abalanzó como un relámpago sobre mí y me soltó otro tortazo. Me golpeé la cabeza contra el cristal. Cuando la miré de nuevo, frotándome la mejilla, había vuelto a su asiento, adoptando su posición original.
Nada de Mateo. Vale. Supongo que tampoco nada de los niños.
Me acerqué a ella despacio. Con el temor de que un imprevisible tortazo cayera nuevamente sobre mí.
—No muerdo.
Me froté un pezón dolorido respondiéndola.
—No muerdo mucho —corrigió con una sonrisa traviesa.
Besé sus labios. Respondieron al instante, abriéndose y dándome paso a su interior. Sus manos se escabulleron por mi espalda, bajo la camisa arrugada.
Esta vez nuestro beso fue mutuo. Mi lengua entró en su boca sin recibir dentelladas. Sólo saliva. Sólo aliento. Mis manos bajaron hacia sus pechos y apreté la carne. Noté sus pezones endurecidos y la maleabilidad de una carne dispuesta. Tiré de las copas abajo y hundí mis dedos en la dúctil carne. Un gemido de honda satisfacción salió de entre sus labios y me acarició una mejilla.
Me acerqué más a ella. Sandra se arremangó la falda e hincó uno de sus zapatos en mi trasero.
Intentó quitarme la camisa pero Sandra no se daba cuenta que aún tenía abotonados los puños de la camisa. Tiró de ellos hasta hacer saltar los botones. Poseía una fuerza que había demostrado por medio de tortazos y que ahora la servía para desnudarme. Sus manos fueron en busca de mi cinturón. Pero interrumpían su cometido para juntar mi pecho con el suyo. Sonrió excitaba al sentir el cosquilleo del vello de mi pecho sobre el suyo. Por eso antes había hecho aquel comentario sobre mi vello.
Cuando consiguió acceder al interior de mi pantalón, yo ya había rasgado sus pantis, abriendo una brecha importante hacia sus bragas. Aquello la hizo enfadar. Me sujetó de las orejas. Tenía los labios abiertos, sus dientes dispuestos a aplicar una dentellada certera.
—Volveré a casa sin pantis, estúpido.
—Y yo con la camisa arrugada y los botones saltados, Sandra.
—A ti eso te da lo mismo —dijo atrayendo mi nariz hacia su boca. Su lengua bañó la punta de saliva.
—Puede que no —dije soltando una de sus tetas y buscando en el bolsillo del pantalón. Extraje una alianza que me coloqué en el dedo anular.
La miró boquiabierta. Me apartó lejos de su cuerpo a la vez que se subía el sujetador y se bajaba la falda.
— ¿Estás casado?
—Prometido.
Tragó saliva. Se limpió con el dorso de la mano la saliva que humedecía sus labios.
—Hijo de la gran puta.
—Tú estás casada.
Me miró con desprecio. Como si constatase algo incómodo de asimilar pero tan cierto que disgustase.
— ¿La quieres?
— ¿Eso qué importa ahora?
—No te importa engañarla, ¿verdad?
No respondí. Era una pregunta capciosa. Responder era la peor opción.
— ¿Y tú a Mateo? —pregunté.
Asumí el posible tortazo. Pero no llegó.
— ¿Cómo se llama?
—Rachel. Pero, ¿a qué coño viene eso ahora?
— ¿No te das cuenta, Daniel? Soy una simple putilla. Tu hermana putilla de España. Llegas, follas y te marchas.
—No eres una putilla. No digas eso, Sandra. Eres mi hermana.
—No, no. Soy un simple coño donde meter tu polla. Cuando te marches, me olvidarás. Otra vez.
— ¿Y qué soy yo para ti?
— ¿Tú? —preguntó como si la respuesta fuese tan obvia que sonase a burla—. Eres mi hermano, Daniel. Eres mi amor. Eres mi vida. Eres alguien a quien creía perdido, muerto, oculto. Tú eres la única persona a la que he amado de verdad ¿Cómo no lo puedes entender?
Comprendí entonces el motivo de su rechazo.
Me sentí un estúpido. Eso me había llamado y eso era. No lo había pensado ¿Por qué habría de ofrecerme su cuerpo tras tantos años de ausencia? Porque Sandra jamás dejó de quererme. Su amor por mí nunca murió. Quizá una parte mutase hacia el resentimiento. Pero la otra se mantenía viva. Tan viva y fuerte como la noche en la que nos acostamos juntos. En la que consumamos, aunque no lo supe hasta hace un rato, un amor que creció durante nuestra adolescencia.
Pero todo eso era obvio ahora. Lo que tenía que preguntarme, lo que realmente importaba, era qué lugar ocupaba mi hermana en mis sentimientos. Hoy. Ahora. En este momento.
Su mirada reclamaba una respuesta inmediata. O una disculpa.
Sandra seguía siendo una mujer guapa. Elegante. Tenía una media melena oscura, casi negra, que le ocultaba casi todo el cuello. Sus mandíbulas se habían endurecido con el tiempo, dotando a su perfil de la fortaleza de la edad. Sin embargo, su nariz fina, sus labios gruesos, su boca ancha, sus ojos grandes y brillantes, sus cejas finas... el resto de su cara seguía siendo tal y como la recordaba años atrás. Su cuerpo había aumentado de tamaño, pero era un aumento bien repartido que la dotaba de serenidad y acentuaba su feminidad. Mi hermana, en suma, era más guapa que antes.
Pero antes no era así. Sandra era, diez años atrás, una muchacha de aspecto frágil, delicado. Jamás levantaba la voz y sus miradas eran tan profundas que difícilmente podías ignorarlas. Más de una vez adivinó qué pensaba. Pero también yo adivinaba qué pensaba ella. Quizá fuese porque nos conocíamos demasiado bien. Le gustaba bailar y jugar al parchís. Cuando podía, hacía trampas y movía sus fichas pensando que no me daba cuenta. Pero se reía ella sola. No podía evitar reírse cuando quería engañarme. La primera vez que nos besamos ocurrió una tarde de verano. Yo la llevo dos años; yo entonces tenía diecisiete.
Papá y mamá acudieron al entierro de un amigo (irónico destino). Yo tenía la excusa de los inminentes exámenes de recuperación de septiembre y Sandra la de que no tenía un vestido negro. Siempre le ha gustado vestir con colores alegres, luminosos.
— ¿No estudias? —preguntó cuando salió de su cuarto y me encontró sentado en el sofá y viendo la televisión.
— ¿Para qué? No he dado un palo al agua en todo el verano. Es tontería matarse ahora a empollar algo de lo que no tengo ni zorra.
— ¿De ninguna de las tres?
Se refería a las tres asignaturas que había suspendido.
—No, de ninguna —me incomodaba hablar de ello con Sandra. Ella era la estudiosa. Yo el zoquete. Pero no me gustaba admitirlo.
—Papá y mamá se van a enfadar.
—Lo mismo me da ya, Sandra. Anda, déjame en paz.
—Venga, va. Si apruebas una puedes pasar al siguiente curso.
—Que no, Sandra. Déjalo.
—Yo te ayudo.
—Que no quiero. Deja de darme la coña, Sandra.
Se sentó a mi lado y me aparté. Quería estar solo. Rumiando mi mediocridad.
—Puedo conseguir que apruebes por lo menos una.
Se acercó a mí. Nuestros muslos se solaparon. Una sensación de incomodidad se iba apoderando de mí. Decidí hacerla caso. Para que me dejase en paz.
— ¿Cómo?
Se inclinó sobre mí y me besó en los labios.
Me levanté como si tuviese un muelle en el culo.
— ¿Qué haces? —grité escandalizado.
Se levantó a su vez y me tomó de los hombros. Me volvió a besar. Su lengua intentó abrirse paso en mi boca. No permití que sucediese. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo y se instaló en mi estómago. La empujé. Cayó sobre el sofá.
Empezó a llorar. Ocultó su cara con las manos.
Quise alejarme. Pero sus gemidos eran como cadenas que me impedían moverme.
—Lo siento.
Eso iba a decir yo. Pero esas palabras, surgidas de su boca, mientras las lágrimas caían de su mentón, me descolocaron.
— ¿Te he hecho daño?
—No te ha gustado —dijo en voz baja.
No podía creerme lo que estaba sucediendo. Era mi hermana, por Dios bendito.
—Yo te quiero. Lo siento, Daniel, pero te quiero. Perdona si te he hecho sentir violento.
—No... no es eso, Sandra. Es que...
— ¿Y si hacemos el amor? Soy virgen. ¿Me querrás si hacemos el amor?
Retrocedí asustado.
Aquello no podía estar sucediendo.
Pero, al dar un paso atrás, tropecé con una mesilla baja situada enfrente del sofá. Caí al suelo. Oí un estruendo. Me golpearía la cabeza porque lo siguiente que recuerdo es estar tendido en el suelo. A mi lado, besando mi mano, Sandra lloraba sin consuelo.
—He llamado a papá y mamá. Están ya de vuelta. Dijeron que llamase a Emergencias.
La cabeza me dolía tanto que parecía estar a punto de abrírseme. Me palpé el lugar del foco del dolor y encontré un abultado chichón.
—Me duele, joder. Me duele mucho.
—Creí que estabas en coma.
—No digas gilipolleces.
No fueron palabras acertadas porque Sandra rompió a llorar aún más.
—Lo siento, perdóname. Gracias por cuidar de mí.
—No sabría qué sería de mi sin ti, mi amor.
Sus palabras me recordaron el motivo de mi caída.
—Ni una palabra a papá y mamá.
— ¿Y qué les decimos?
—No sé. No puedo pensar con este dolor.
—Yo miento por ti con una condición.
—Sin besos, Sandra.
Negó con la cabeza.
—Que te ayude a estudiar.
La sirena de la ambulancia se oyó de improviso. Casi no quedaba tiempo. También papá y mamá llegarían de un momento a otro.
—Vale, vale. Lo que tú quieras.
—Prométemelo.
Llamaron al telefonillo del portal.
Sandra no soltó mi mano. No se alejaría de mi hasta obtener una respuesta.
—Vale, vale. Prometido.
—Gracias —dijo besándome en la frente y los labios.
Por alucinante que pareciera, me alegré de contar con ese beso sobre mis labios. En aquel momento significaba que no estaba solo. Que alguien velaba por mi seguridad. Alguien me quería y no dejaría que nada malo me sucediese.
Tras unos escáneres y una noche de observación fui dado de alta al día siguiente. Una simple contusión. Sandra explicó que había tropezado con una silla al ir a por un vaso de agua. Y para llegar a la cocina tengo que atravesar el salón. Por eso aparecí allí.
Cumplí con mi palabra. Me dediqué, durante los nueve días que quedaban, a estudiar a saco. Papá y mamá incluso nos animaron porque veían que, al menos, con Sandra no despegaba los codos de la mesa.
Pero aquellos nueve días también sirvieron para ahondar en unos sentimientos nunca sospechados.
Sandra era dulce y atenta. Paciente pero firme. Yo me desanimaba cuando al día siguiente no recordaba nada de lo estudiado el anterior. Aprendí cómo hacer repasos programados. Reglas nemotécnicas. Era una tarea entretenida y, a veces, hasta divertida.
También, aquellos nueve días, conocí a la persona que había en mi hermana. Me descolocaba su afán por estar siempre juntos. Codo con codo.
Fueron días de estrecho contacto. Nuestros cuerpos pasaban horas pegados uno al otro. Nuestras manos se cruzaban con frecuencia. El roce hace el cariño, dicen.
Aprobé las tres. Pasé de curso gracias a mi hermana y se lo agradecí dándola un beso, entrando de noche en su habitación. Ella estaba despierta. La había prometido una sorpresa cuando papá y mamá se durmiesen. El beso duró tanto que me asusté. Me asusté porque me gustó. Quise salir corriendo de su habitación, espantado.
Sandra me invitó a meterme dentro de su cama pero me marché sin decir nada. Comenzaba a tener preguntas que no quería responder.
Comencé el último curso antes de la selectividad.
Papá compró una mesa de estudio más grande para mi habitación. Sandra y yo estudiábamos juntos y a juzgar por los resultados plasmados en las notas, todo eran ventajas. También para nosotros.
Cerrábamos la puerta argumentando concentración absoluta. Nos cogíamos de la mano. Nos besábamos. Nos abrazábamos. Alguna vez mi mano se posó sobre sus pechos. Alguna vez la suya sobre el mío. Pero no quise sobrepasar aquel limite.
Era un límite que interpuse yo porque sabía que Sandra no tenía ninguno. Nada de desnudos. Nada de sexo. Aunque ambos acabábamos con un acaloramiento tan acusado que teníamos que aliviarnos por separado. De repente, la dejaba sentada delante de la mesa de estudio, con el sabor de su boca aun perdurando en la mía, con un calor tan profundo en todo mi cuerpo que me costaba hasta respirar.
Recuerdo nuestra primera relación sexual. Fue algo especial. Así lo recuerdo y quizá la memoria, con sus olvidos casuales, ha guardado lo bueno y desechado lo malo.
También estábamos solos. Papá estaba trabajando y mamá estaba fuera, haciendo la compra.
Me estaba duchando. Era por la mañana, acaba de levantarme y dentro de poco tendría que coger el tren de cercanías para ir a clase. Pensaba en lo que había estudiado el día anterior, repasando la lección. Sandra me había enseñado muy bien.
Un golpe sobre la mampara me sacó de mi ensimismamiento. El vapor del agua caliente empañaba los cristales de las mamparas. Pasé la mano para ver qué había sido ese ruido.
Sandra estaba sentada sobre el inodoro, desnuda. Había bajado la tapa y estaba sentada frente a mí, apoyada en la pared. Estaba abierta de piernas, frotándose el sexo. Tenía los ojos entornados, mirándome fijamente. Y yo a ella.
Su sexo estaba afeitado excepto un fino triángulo de vello oscuro sobre su hendidura. Aumenté el cerco sobre el cristal para verla de cuerpo entero.
Sandra era bellísima. Poseía un cuerpo flexible y elegante. Tenía el cabello recogido en un moño. Se mordía el labio inferior a la vez que su mirada se fijaba en mi sexo, visible al haber pasado la mano por la mampara.
Sus pechos eran blancos y de aspecto sabroso, juvenil. Pezones oscuros y areolas grandes e hinchadas. Su vientre estaba plano y su sexo estaba irritado por la fricción. Mi mano fue directa hacia mi polla. No me sorprendió encontrarla totalmente erecta. Totalmente dispuesta. Totalmente lista. El agua caliente caía sobre el interior de la mampara y me obligaba a pasar la mano por el cristal con frecuencia para seguir viéndola.
Sandra se llevaba los dedos a la boca y a su entrepierna alternativamente. Regaba con saliva su vulva y, a cambio, ésta iba adquiriendo un color más encendido. Yo me masturbaba sin poder contenerme ni pensar en otra cosa más que en hundir mi sexo en el de mi hermana. Mi excitación crecía tanto como menguaba mi reticencia a tener sexo con Sandra. Me imaginaba abriendo la puerta y tumbándola sobre el suelo del cuarto de baño, rudamente. La alzaría las piernas y enterraría mi cara en su sexo. Bebería su esencia, mi boca escanciaría saliva sobre su raja y mi lengua tomaría el relevo de sus dedos.
Sandra evitaba penetrarse. Sus dedos trazaban estelas húmedas por su sexo hinchado. Su clítoris asomaba entre restregones. Era del tamaño de un perdigón, de un rosa brillante, anegado de fluidos viscosos.
Su lengua salía de entre sus labios y rebañaba las comisuras. Sonreía encantada de sentirse observada por mí. Se le notaba en su mirada empañada por el cristal y el deseo. Jadeaba, respiraba furiosamente. Palmeaba su sexo, chasqueando su carne ensalivada.
Gemí sin poder aguantarme cuando el semen impactó sobre el cristal. Los chorretones espesos cayeron a distintas alturas en el cristal, mezclándose con el agua mientras el cerco iba desapareciendo y el cuerpo de mi hermana se desdibujaba.
Su orgasmo llegó poco después. Gimió lastimosamente. Inspiró con fuerza y gimió de nuevo, como si la faltase el aliento. Sandra jadeó y luego, al final dejó escapar un largo suspiro. Pero su imagen, para entonces, ya había desaparecido. El vaho cubría todo el cristal y solo pude oírla.
Mientras luchaba por tenerme en pie, con mis piernas trémulas, el vaho me impidió ver el milagro. Me hubiera encantado ver su cara. Apoyar mi mejilla en la suya y sentir su boca muy cerca de mí.
Cuando salí de la ducha poco después ya no estaba. Ya tenía mi miembro duro de nuevo, preparado para la acometida. Estaba decidido a no dejarla escapar. No después de descubrir que mi hermana poseía un cuerpo tan bello como pecaminoso. Unido a un espíritu tan travieso como audaz.
Quizá fuese mejor así. Si la hubiera tenido a mano, Dios sabe que no habría tenido ningún remordimiento. La razón no existía en mi mente. Mi cabeza estaba repleta de deseo. De urgencia. De pura pasión.
Si hubiera sabido qué pasaría después, la habría buscado, desnudo y empalmado, por la casa adelante con un solo propósito.
Pero la calma siguió a la tormenta.
Me afeité y luego me vestí.
—Gracias —la dije cuando la encontré en la cocina, desayunando.
—De nada. Habrás limpiado bien el cristal, ¿no? Porque ahora me ducho yo.
— ¿Y tú la tapa del inodoro?
Ambos sonreímos. Ambos disfrutamos. Ambos nos excitamos. Ambos nos masturbamos. Me pareció algo tan genial que recuerdo que pensé que ojalá viviésemos ella y yo juntos.
Recuerdo perfectamente que, desde aquel día, pensé que me gustaría que Sandra fuese mi novia además de mi hermana. Ya no la veía como mi hermana. Era una guapa muchacha por la que estaban surgiendo sentimientos muy profundos. Era como si mi novia se hubiese mudado a mi casa pero debido a la presencia de mis padres y, sobre todo, por los sentimientos fraternales que aún se interponían entre nosotros, no pudiésemos expresar todo lo que sentíamos.
Era una situación compleja. Yo la quería. Como hermana y como mujer. Uno de mis brazos la quería estrechar. El otro la separaba de mí. Y ambos poseían fuerzas que crecían o mermaban de forma caprichosa. Cada día era distinto. Cada vez que la veía cuando me levantaba por las mañanas, despeinada y con su pijama arrugado, hubiera dado una parte de mi cuerpo por haber podido dormir abrazado a su cintura. Pero la convivencia, los pequeños detalles, todos juntos se encargaban de recordarme que compartíamos mismo apellido, parecida cara, similares defectos.
Y, sin embargo, era angustioso dormir solo. Hubo muchas noches que su recuerdo no me dejó dormir. Me revolvía en la cama pensando en ella. Aún creía oler el aroma de su pelo, oír su risa, sentir sus manos, saborear su saliva. Me imaginaba saliendo a hurtadillas de mi habitación y entrando en la suya. Escabulléndome dentro de sus sábanas. Envolverme en el calor acumulado en ellas. Deslizar una mano dentro de su pijama y palpar su suave piel. Temblar de emoción al abrazar su cuerpo caliente. Ahuecar mis piernas entre las suyas. Juntar mi sexo junto al suyo, aunque entre medias hubiera pijamas, bragas y calzoncillos.
La Sandra que ahora tenía ante mí, recogida sobre el asiento del automóvil, con las piernas encogidas, abrazándose a sí misma, era un eco de aquellos tiempos. Sus ojos, húmedos y brillantes, despedían fulgores provocados por las lágrimas contenidas en sus párpados.
— ¿Y tus hijos? —murmuré.
— ¿Qué pasa con mis hijos? —contestó tras unos segundos, desviando ligeramente la mirada hacia la luna delantera del coche, donde el tráfico de la autovía se alejaba.
—Los quieres.
—Más que a nadie. Más que a ti. Más que a Mateo.
—Son la expresión del amor por tu marido.
—Claro que no. Pareces tonto —soltó una carcajada y buscó su bolso en el asiento trasero. Extrajo un paquete de cigarrillos y se encendió uno. Iba a decirle que odiaba el olor del tabaco, que jamás la habría imaginado fumando. Pero, cuando me ofreció uno, tras descubrirme con la mirada fija en su cigarrillo encendido, lo cogí. Había dejado de fumar hacía varios años. De vez en cuando, cuando las situaciones me superaban, recaía. Esta parecía una de esas veces.
—He tenido dos crisis en mi matrimonio. La primera hace siete años, cuando descubrí que Mateo se tiraba a la vecina. Nueve meses más tarde nació José. La segunda, hace cinco años, cuando Mateo me confesó que era gay.
Me costó reprimir una sonrisa.
Sandra me miró de reojo y agitó la mano en el aire en señal de consentimiento.
—Al final resultó que era bisex. Qué sé yo el cacao mental que tendría. El caso es que se acostó con otro hombre. No sé lo que hicieron ni si le gustó. No quiero ni pensar que será la próxima que me suelte. A lo peor ya se está gestando. Me da miedo preguntarle cuando llega tarde del trabajo. No lo sé ni quiero saberlo. Solo sé que no quiero tener más hijos. Con dos ya he cumplido el cupo.
—Pero aún le quieres.
—No. Quiero a mis hijos. Y a él, algo le toca. De rebote. Porque es el padre. Porque ya son muchos años. Porque me aterra quedarme sola. Son muchas cosas.
—A veces el matrimonio se convierte en una cárcel.
—De la que te da miedo escapar —confirmó ella, intercalando una profunda calada—. Porque cuando te acostumbras, ya no sabes vivir fuera de ella.
—Y yo, ¿qué soy para ti, Sandra? ¿Qué pensabas que era yo al verme hoy? ¿La excusa para salir de ella?
—Sí —admitió sin dejar de mirar el tráfico—. En cierto modo. Hasta hace media hora te consideraba un asidero al que aferrarme y dejarme llevar. Adónde fuese. Cualquier destino era bueno.
—Y yo, de no haber estado prometido, habría mordido el anzuelo cual trucha ignorante.
Aquello la molestó. Apartó la vista del exterior y me miró con desprecio. Se secó las lágrimas que aún quedaban con el dorso de la mano.
—Eres un imbécil.
Terminamos los cigarrillos en silencio. Sandra miró el reloj digital del salpicadero.
—Todavía tienes tiempo de coger el avión.
Sin esperar mi respuesta, se acomodó en su asiento, se quitó los pantis rasgados, se abotonó hasta arriba la blusa negra y se abrochó el cinturón de seguridad. Luego se retocó el cabello ahuecándoselo con los dedos.
Yo la miraba con resignación.
La resignación de tenerla tan cerca y, a la vez, tan lejos. Metí la mano en el bolsillo del pantalón tras colocármelos y abrocharme el cinturón. Jugueteé con la alianza entre mis dedos.
Había quedado a cenar con Rachel en el restaurante de la esquina de la manzana donde vivía, en Berna. Esa noche. Más de 1000 kilómetros nos separaban. Seis horas faltaban. La quiero. La amo. Sin Rachel me siento solo. Inerte. Vagabundo.
Sin embargo, a medio metro escaso, tengo a otra mujer de cuyo amor aún no me he desprendido. Por fin lo comprendía. Un amor que creía haber sepultado y olvidado y que, de una forma cruel e inesperada, surgía con toda su fuerza para decirme que no, que no estaba muerto ni mucho menos. Un amor surgido del tiempo. Un amor que se interponía en el camino del otro.
Pero, lo más confuso de todo el asunto, es que ignoraba qué amor iba antes y cuál después.
Sandra me miró con gesto enfadado y señaló con la cabeza hacia la autovía.
— ¿A qué esperas? Arranca ya.
Cogí mecánicamente el cinturón de seguridad, lo pasé por delante de mi pecho y lo abroché. Giré la llave y encendí el motor. Miré a través del espejo retrovisor. El tráfico era denso pero venía en oleadas. Podía incorporarme al final de cualquiera de ellas. Metí primera, di el intermitente y giré el volante.
Sin embargo, mi pie derecho se negaba a posarse sobre el pedal del acelerador. Bajé la vista hacia mi muslo. Mi pierna derecha temblaba. El pie parecía enraizarse más y más en la moqueta del suelo a cada segundo que pasaba.
Sandra vio que algo raro sucedía.
—¿Te pasa algo, Daniel? ¿Por qué no tiras? ¿Conduzco yo?
Una de sus manos se posó sobre una de las mías en el volante.
Cerré los ojos.
Sus dedos transmitían calidez. Calma. Consuelo.
Su contacto me recordó a esa tarde en la que desperté tendido en el suelo del salón, con la cabeza a punto de estallar. Ella a mi lado, arrodillada, tomando mi mano entre las suyas mientras lloraba preocupada por si no despertaba.
Tiene gracia. Al final sí que iba a resultar que iba a quedar tendido ahí, en el suelo, en coma. Para despertar diez años después y reencontrarla.
Sandra estaba ahí. La Sandra de hacía tantos años. Estaba ahora, aquí. Conmigo. El recuerdo de su preocupación me aturdió de lo fuerte que me golpeó.
Apagué el motor y descansé la nuca en el asiento.
—Daniel, ¿qué coño te pasa? Me estás asustando. Dime que ocurre.
No lo sabía. No tenía ni puñetera idea de qué me ocurría. ¿Acaso me había vuelto loco? Mi memoria voló hasta aquella noche.
La noche en la que nos acostamos.
Fue algo casual.
Entré en su habitación. Hacía muchas noches que me torturaba despierto en la cama pensando en ella.
Estaba a oscuras. La oía respirar débilmente.
—Sandra —murmuré acercándome a su cama.
—Hola —me saludó en voz baja.
Llegué a su cama y me senté en el borde.
—¿No duermes?
—No tengo sueño.
—Yo tampoco —dije—. Pensaba en ti.
Se quedó en silencio unos segundos.
—¿Quieres dormir conmigo?
—Sí.
Me metí dentro de las sábanas, a su lado. En el interior, el calor de su cuerpo había creado una ambiente enrarecido. Me coloqué a su espalda, pegado a ella, abrazándola por la cintura. Tal y como siempre me había imaginado. Llevó su mano sobre la mía y la calidez de sus dedos entrelazados con los míos me produjeron una calma extraordinaria.
—No has venido solo para dormir conmigo —afirmó más que preguntó mi hermana.
— ¿Y si así es?
—Pues que menuda decepción.
Deslicé la mano por debajo de su pijama hasta abrazar uno de sus pechos. Sandra ronroneó cuando acaricié el botón. La areola se contrajo y se arrugó. El pezón se volvió duro.
Noté como su mano se deslizaba entre nosotros. En busca de mi sexo. Lo palpó por encima del pijama. Notó su dureza. Sus dedos recorrieron todo el talle para terminar empuñándolo.
— ¿Me vas a meter todo esto? ¿No es mucho?
—No. claro que no —susurré mientras escondía mi cara en su pelo. Besé su cuello y su oreja.
Sandra continuó sus caricias sobre mi miembro mientras yo lo hacía sobre sus pechos. Nuestros cuerpos se movían como culebras sinuosas. Su trasero presionaba sobre mi vientre. Mis piernas se entrecruzaban con las suyas.
Llegó un momento en que la excitación subió tan alto que se volvió hacia mí en la cama. Nos besamos con pasión, conteniendo el aliento, tomando aire durante unos pocos segundos antes de explorar nuestras bocas.
La bajé los pantalones del pijama y las bragas. Ella hizo lo mismo con mi ropa.
Recuerdo perfectamente esa sensación fantástica cuando nuestros sexos se juntaron. Nunca había pensado que la vulva de mi hermana despidiese un calor tan alto. Al acariciar su sexo con los dedos, me encontré una viscosa humedad.
No puedo explicar qué me impulsó a hacerlo. Fue simplemente como acercar dos imanes de polos opuestos. Mi pene entró en su vagina. NI siquiera fui consciente en realidad de que había penetrado a mi hermana hasta que la oí gemir. Después noté el ardor en el pene. Su interior parecía un horno. Un horno rugoso y suave, muy suave. Húmedo. Vibrante.
Sandra me abrazó mientras se colocaba debajo de mí. Apretó mis nalgas con las manos para hundir la verga en su interior.
Resopló gustosa.
Inicié un baile suave. Intercalábamos muchos besos durante el baile. Sus manos apretaban mi culo y llevaban la batuta. Marcaban el ritmo y la presión. Algunos de sus besos se convirtieron en mordiscos. No sentía dolor. Antes bien, eran como un acicate que me impulsaba a continuar.
Quizá fuesen cinco minutos. Quizá más. No me acuerdo cuánto tiempo bailamos. Pero llegó un momento en que sus uñas se clavaban en mi culo dirigiendo un ritmo frenético. La sensación del orgasmo inminente surgió en mi vientre. Eran tan imperiosa, tan jodidamente genial que no pude ni quise detenerme.
Me vacié en su interior.
Tras eso, quedé exhausto. Sabía que tenía que volver a mi habitación. Pero el cuello y los hombros me dolían de los mordiscos de Sandra. Y las piernas y el culo no me respondían. Estaba bañado en sudor. Solo quería cerrar los ojos, abrazar a mi hermana y dormir junto a ella.
Cuando colocó su mano bajo mi cuello y acercó mi cabeza a la suya en la almohada, nuestro destino quedó sellado.
Me dormí de inmediato.
A la mañana siguiente, el grito de mi madre al descubrirnos, iniciaría el principio del final.
Un final que, por lo visto, no era tal.
Respiré profundamente.
Sin mirar, palpando con la mano, encontré el botón del elevalunas de mi puerta. Bajé la ventanilla. Necesitaba respirar aire, aunque fuese el aire viciado del tráfico que teníamos al lado.
Giré la cabeza.
—Aún no lo sé, Sandra. No sé qué me pasa. El cuerpo no me responde. Quiero poner el coche en marcha y conducir hasta el aeropuerto. Quiero volar lejos de aquí. Pero algo me lo impide. No sé qué es. Igual que aquella noche. Cuando me dormí abrazado a ti.
Abrí los ojos, giré la cabeza y la miré. Estaba cansado. Me sentía cansado. El cuello me latía en el cerco donde la corbata casi me ahoga. Las mejillas me ardían donde me había golpeado. La lengua me palpitaba allí donde me había mordido.
Sandra tenía de nuevo los ojos brillantes. Luceros fulgurantes. Una luz endiabladamente brillante que me impedía apartar la mirada. Sus ojos me tenían hechizado.
—Joder —murmuré mientras tomaba una de sus mejillas entre mis manos. Varias lágrimas humedecieron su piel. Mi pulgar acarició la comisura de sus labios—. Te voy a hacer daño. Lo siento de veras. No es mi intención. Pero es que no puedo hacer otra cosa.
—No lo hagas entonces.
Desabroché mi cinturón de seguridad. Sandra hizo lo mismo con el suyo.
—Te crees que es tan fácil.
Me incliné y la besé.
Mierda. ¿Por qué es tan complicado hacer caso a tu corazón?
Supongo que porque no sabe mentir.

FIN DEL CAPÍTULO

ENCUENTROS - EROTISMO EN CANTO-RELATO-POESIA

  A todos los poetas eróticos, se les invita que envíen sus poemas grabados a Radio Nuestra America, en su programa Encuentros. Una radio al...