Por tsver00@gmail.com
A
Mabel la heredé -por decirlo de alguna manera- cuando compré la casa hace cinco
años. Sus anteriores dueños dejaban el país cuando yo tenía apuro por adquirir
una propiedad. Por esas cosas del destino, cuando dispone ser benigno, me
enteré de que estaba en venta. De esto a poseer el título de propiedad no pasó
gran tiempo, además de que las cuestiones financieras se resolvieron para ambas
partes convenientemente.
En
oportunidad en que fui a conocerla, sus propietarios me recibieron como se
recibe a quien les solucionaría un problema, sin contar con la carga afectiva
que suma el hecho de desprenderse de una casa. El matrimonio se esforzó por
mostrarme cada rincón de la casa, referir cada particularidad del
funcionamiento y también contar más de una anécdota ocurrida sin poca emoción.
La
recorrida terminó en el living donde, ya más relajados: ellos de la tensión que
ocurre en estos casos y yo de soportarlo, conversamos hasta bien entrada la
noche. Fue entonces cuando la mujer me interrogó sobre la posibilidad de
mantener a Mabel sirviéndome, desplegando a su vez las virtudes y buena
calificación de la mucama. No me demoré en asentir que Mabel mantendría su
puesto en la casa.
Así
como importantes detalles puedan pasar inadvertidos para mí, no me ocurre ser
indiferente a la sensualidad de las personas. Mabel arremetía gran porción de
ella con unas delanteras llamativas, inquietas, gratas aun cuando era imposible
no ponerse nervioso con su observación.
Saber
llevar un buen par de globos puede más que otras cualidades más ecuménicas, lo sé
en cuanto es de las que mejor esgrimo.
Sin
dar lugar a razonamientos, ni considerar ventajas o sus opuestas, decidí que
Mabel se quedaría, su sensualidad era más que suficiente para la labor.
De eso ya pasaron tres años, no me equivoqué con obedecer al instinto en la decisión de entonces. Mabel sigue sorprendiéndome día a día.
De eso ya pasaron tres años, no me equivoqué con obedecer al instinto en la decisión de entonces. Mabel sigue sorprendiéndome día a día.
Desde
el principio sentí que con sus modales y actitudes estaba siempre como que
cortejándome. Su costumbre en usar vestimenta estrecha (daba la impresión de
esa ropa regalada que por necesidad -seguramente no era el caso de Mabel, no
sólo porque su sueldo no era despreciable sino porque no tenía gastos fijos que
atender- se usa pese a que no calce adecuadamente en nuestro cuerpo); las
medias de nylon eran una constante fuera cual fuere la temperatura; los
tacones, igual; el cabello peinado con cierto exotismo, renegrido, largo,
trenzado hacia el costado cayéndole sobre el busto; el rostro rebosante de
cosmética y una fragancia a jazmines que lo inundaba todo.
Pese
a que esta descripción pudiera resultar en una imagen burda, no lo era pues se
sumaba a ella sus modales educados, su discreción y un encanto especial, único
en su carácter que evidenciaba lealtad absoluta, una mujer con mayúsculas.
Por
esas cuestiones de prejuicios, ubicación en los roles y respeto, yo trataba de
disimular la atracción que ejercía sobre mí. Sabiéndome heterosexual y que mi
opción es hombre, no podía evitar que su ángel me subyugara. Mezcla de ternura
y deseo, admiración también, me tenía muy desconcertada.
Me
había levantado más tarde de lo habitual, no tenía trabajo ese día y me
dedicaría a mi persona. De esos días que nos tomamos las mujeres para ponernos
a punto: arreglarnos el cabello, las manos y los pies, depilarnos, darnos masajes,
dormir, terminar el libro empezado.
Bajé
a preparar el desayuno y me sorprendió ver a Mabel, era su franco y aún no se
había retirado de la casa. Me dijo que no se iría, que no tenía ganas de
visitar sobrinos y que preferiría quedarse. Preparé café y me senté en la
cocina a conversar con ella. Le comenté que necesitaba depilarme y me contestó
que ella lo haría por mí.
Estaba
hermosa, en esta oportunidad llevaba un jean; cosa extraña en ella- y una
camiseta muy liviana. No pude entonces contener decirle lo hermosa que estaba y
que fantásticos globos tenía, envidiables según se veían tras la blusa. Mabel
reía al tiempo que me confesaba que sabía cuánto agradaban sus senos. Le
confesé cuan excitantes eran ellos para mí y que me gustaría verlos, conocer
sus formas libres de telas y saber cómo eran sus pezones.
Sin
más preámbulo se quitó la blusa, al momento saltaron ante mí dos globos
inmensos, preciosos, de aureolas grandísimas y pezones erectos. Me contuve por
acariciarlos y hasta besarlos. Ella radiante reía seguramente al notar mi
incomodidad. Para salvar el momento, inconmovible, me anunció que prepararía,
en la sala del gimnasio, todo para depilarme, que la esperara allí. Obediente,
subí hasta el salón muy perturbada, los pezones me ardían como el deseo de
restregarme a su cuerpo, y mi vagina humedecía mis piernas abundantemente. Me
di una ducha y cubierta con la robe me desplomé sobre la camilla en el
gimnasio.
No
tardó en aparecer, cargando recipientes y toallas. Seguía sin su blusa,
temeraria, deliciosa, bamboleando sus salientes.
Prendió
las lámparas, el equipo de música con una melodía suave, me sujetó el cabello
para que no estorbara sobre el rostro y me ayudó a quitarme la robe. Mientras
limpiaba mi cutis con ungüentos y lociones, esperé hiciera algún comentario al
respecto de mi cuerpo desnudo. No sentí más que su respiración y su calor el
tiempo que duró la sesión.
Colocó
compresas con emolientes sobre mis ojos y comenzó la depilación. Después de
haber terminado con axilas y piernas yo no terminaba de relajarme totalmente:
percibía el movimiento de sus globos alrededor mío, imaginaba que observaría
mis lugares íntimos y esperaba ansiosa que comenzara con la entrepierna. Fue
entonces cuando, firme pero delicadamente, separó mis piernas desde la ingle,
ya no pude contenerme y abrí la vulva empujando un poco la pelvis hacia arriba.
La
sentía hinchada, como el deseo la pone; el clítoris dilatado prolongándose
fuera de los labios y una humedad persistente corría por mis grietas. Las manos
de Mabel entendieron ese estado, ambas, con sus palmas tomaron desde los
costados mi vulva presionándola en su base para que se saliera.
Sosteniéndola
así, protegió mi clítoris hacia un costado con un paño de la cera que
delicadamente aplicaba en el interior de los labios. Deliciosamente abierta
como pistilos y pétalos, yo hinchaba aún más mi clítoris insuflándole el deseo
que ya no podía dominar.
Terminada
la depilación, sin soltar mi vulva seguramente enrojecida a esta altura, la
aceitó limpiándola de restos cera con sabrosas maniobras. Con una mano renovaba
la presión para que se saliera, no la liberó un instante, sino que apretaba en
un punto justo y delicioso; con la otra acariciaba a lo largo mi botón
agrandado surtiéndolo de alternos golpeteos con sus dedos. Pensaba en ella, en
que también estaría empapada por sus fluidos y en que en ese instante, sus
inmensas aureolas se contorneaban sobre mí. Fue cuando ya no contuve un chorro
de jugos en una explosión maravillosa.
e-mail tsver00@gmail.com
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