Por Doña
Luisa
La
memoria, siempre la memoria. Memoria, recuerdos, añoranzas. Eso es
lo que nos queda a las personas cuando llegamos a la ancianidad. Los
niños apenas tienen recuerdos porque no tienen pasado y además para ellos
todo es futuro. Para nosotros es lo contrario, cuando pasan los
años se estira el pasado y el futuro se va reduciendo, hasta llegar a un punto
en que no cuenta. Solo se vive el presente, el día a día. Solo
cuenta seguir vivos un día más.
La memoria
nos permite seguir vivos, mantener la mente ocupada, nos permite
constatar lo que hemos sido, lo que hemos vivido. Soy ya bien
anciana, nada menos que 87 años. Mi nombre es Luisa. He vivido ya mucho y
afortunada de que así haya sido. Y aún amo la vida para desear vivir unos
cuantos años más. Estoy en una residencia de esas que ahora
eufemísticamente se dicen de la tercera edad, pero vamos, que es el asilo de
ancianos de toda la vida. Tuve que salir de mi casa hace unos meses, pues
comprendí que seguir sola era arriesgado. Así que me vine para acá
y de momento no me va mal. Estoy algo limitada físicamente, sobre
todo las rodillas que me fallan y debo caminar con muletas. Pero me
valgo bien para comer sola, asearme, leer, ver la tv o mantener una
conversación con cualquier persona. Afortunada me siento, cuando veo lo
que hay a mi alrededor: personas condenadas a la silla de ruedas, otras
con alzheimer sin saber ellos mismos quienes son, etc, etc.
He sido
una mujer atractiva, al menos eso me han dicho muchas veces. Incluso ahora, en
la residencia, procuro ir bien arreglada, bien peinada, ligeramente
maquillada. Algún viejecito me dice todavía que soy guapa. Pero en
mi juventud y madurez ciertamente que gustaba mucho a los hombres. Como digo,
muy guapa de cara, con grandes ojos negros. De cuerpo, estatura media, ni
gorda ni delgada, pero bonitas caderas y estrecha cintura. Lo que más me
gusta de mí son las piernas, muy bonitas, bien torneadas. Con una faldita
corta y algo de tacón, los hombres me miraban mucho. El pecho es
mediano, con la ventaja de que al no tener mucho peso, se ha mantenido
firme durante muchos años.
En esta
mañana de primavera estoy sentada en una hamaca del jardín de la
residencia. Un día extraordinario, una temperatura ideal. Me he
traído un libro, pero solo he leído unas páginas, me apetece más relajarme,
entrar en dulce somnolencia y pensar. La memoria, siempre la
memoria… Hecho la cabeza hacia atrás y cierro los ojos, sintiendo en mi
cara los tibios rayos de sol. Sobre mi cabeza, un cielo muy limpio, muy azul.
Me llega el olor de las rosas. Estoy a gusto. Un
momento adecuado para recordar aquello que dejé atrás hace muchos años, pero
que siempre me es grato traer de nuevo a mi mente.
Hace ya
treinta años, nada menos. ¡Cómo pasa el tiempo, que rápido…¡ Tenía
yo solo cincuenta y siete años, y digo solo, porque ahora, desde mi edad,
me parece que era una chica joven. Cincuenta y siete… Una mujer en
la madurez, lo mejor de mi madurez.
He
nacido en el seno de una familia acomodada. Recibí una educación
muy clásica, muy tradicional. Primero el colegio de monjas, luego
universidad católica donde cursé estudios de magisterio para dedicarme después
toda mi vida laboral a la enseñanza. Nada de chicos, por supuesto.
Me quedé soltera hasta edad avanzada, es muy propio en las mujeres de este
sector. Nos acomodamos, el sueldo fijo, en casa de los
padres, sin problemas… Pero los años pasan, claro, y los padres
faltan. A mí me comenzaron a agobiar cuando estaba en los cuarenta
y cinco años.
- Hija,
no te quedes soltera, que somos mayores, que cuando faltemos te verás muy sola,
una simple gripe y no hay quien esté a tu lado para llevarte agua…
Tanto
miedo me metió que al final decidí buscar pareja. Y a esa
edad solo encontré a un compañero que no solamente era soltero como yo,
este era solterón. Es decir, que yo, aunque soltera y dentro de alguna
rareza y mi educación estrecha, he sido siempre animada, muy social
y alegre. Este no, este era una especie de ratón de
biblioteca, siempre con sus libros, sus investigaciones. Y encima bastante
mayor que yo, estaba casi en los sesenta años. Pero bueno, me gustó
porque me pareció buena persona. Contraje matrimonio no muy
convencida. Como he dicho, era buena persona y educado, no hubo
problemas en nuestra convivencia. Cada cual siguió un poco a lo suyo sin
molestar al otro.
Ya he
comentado la educación restringida que he recibido, conservadora al
máximo. De sexualidad, ni idea. Hasta tal punto que ni siquiera yo
sabía masturbarme, todo lo referente al sexo era un tremendo tabú.
Dormida como estaba en ese aspecto, tampoco lo echaba de menos. Mi
marido, un poco de lo mismo. La sexualidad fue para ambos como un
simple trámite que había que cumplir, sin grandes experiencias que
contar. Cada varias semanas, el marido me requería, más por cumplir como
marido, pues para él suponía como una obligación atender a la
esposa. Yo apenas sentía placer, aunque tampoco me resultaba
desagradable. Aunque mi marido tenía el miembro pequeño, tenía que
ponerme algo de lubricante, pues apenas me estimulaba y la penetración solía
ser algo dolorosa.
Tengo
una amiga, Marina, que la conozco desde la infancia. Con ella tengo mucha
confianza y es la única persona con la que he compartido detalles de mi
intimidad. Ella es todo lo contrario que yo, es muy activa sexualmente,
le gustan las conversaciones subidas de tono, los chistes colorados, etc.
Ella, curiosa, me preguntaba de vez en cuando.
-
Pero, vamos a ver, Luisa. ¿Tú tienes orgasmos con tu marido?.
-
Bueno, no sé… Creo que sí…Siento algo, a veces me gusta.
-
No, no… Un orgasmo es otra cosa, querida. Un orgasmo son oleadas intensas
de placer que te llegan desde dentro. Que hacen temblar tu cuerpo,
quedarte sin respiración. Son contracciones de tus músculos y de tu
sexo. Como si te quedaras unos momentos sin conocimiento y después de
eso, una relajación total.
-
Pues mira, si los orgasmos son así, desde luego que no, que no siento nada de
eso.
-
Has tenido mala suerte, cielo. Te ha tocado un marido torpe, pero torpe.
-
¿ Y por qué es culpa de él?. También puedo ser yo.
-
No, estoy segura que es de él. Creo que hay en ti mucha mujer que
descubrir. Si te hubiera tocado un hombre experto sería todo distinto.
-
No sé, pues será como tú dices.
Yo me
había ya acostumbrado a ese sexo anodino, casi frío, me había convencido
de que era anorgásmica y estaba resignada. Tampoco me agobiaba el tema.
Un poco
después, mis padres faltaron, a una edad aún temprana para ellos. Y tras
diez años de matrimonio, también murió mi marido, una enfermedad grave se lo
llevó en pocos meses. Lo sentí, lo cuidé y lo lloré, pero más como un
amigo que como a un esposo. Pasaron un par de años y me acostumbré
bien a la soledad, a mi trabajo, entraba y salía con mi amiga, algunos
viajes, mis hobbys, etc.
Cuando
sucedieron los hechos que ahora cuento, llevaba por tanto dos años de
viuda.
Tengo
mi casa en un edificio situado en buena zona de la ciudad, somos propietarios
de clase media alta. Teníamos un portero, Eugenio, hombre trabajador,
amable, con el que todos estábamos contentos. En la parte
alta del edificio, en un apartamento bajo cubierta a modo de buhardilla, muy
acogedor, vivía Eugenio con su mujer y su hijo, Manuel. Yo
conocía a Manuel desde niño, le había dado clases en el colegio. Un
chico de buena presencia, alto, guapo, muy trabajador. Ayudaba mucho a su
padre en las tareas de la portería. Buen estudiante también, acabó el
bachillerato y decidió continuar sus estudios en la Facultad de Historia, que
era lo que más le gustaba. Cuando cumplió los dieciocho años, le
hicimos algún contrato temporal de trabajo para sustituir a su padre en las
vacaciones o alguna baja por enfermedad, pues Eugenio tenía salud algo
delicada. Decidió jubilarse anticipadamente y marcharse con su mujer al pueblo,
donde eran más felices con su casa, su huerto, etc. Nos pidieron
que su hijo siguiera en su puesto, pues no se podían permitir el lujo de tenerlo
en la ciudad, pagando un piso de alquiler y sus estudios. Manuel se
quedaría en la vivienda y ya se arreglaría para compaginar el trabajo con sus
estudios. Su madre vendría de vez en cuando a limpiar el apartamento y preparar
la ropa del chico. Aceptamos todos encantados, ya que, como digo, Manuel
era muy trabajador y conocía perfectamente el edificio.
El
chico le cogió el tranquillo al inmueble de inmediato. Todo estaba en
orden, limpio, todo arreglado, pues era también un manitas que podía componer
casi todo: electricidad, fontanería, cerraduras, etc. También nos
hacía trabajos en casa: reparar una lavadora, un tostador de pan, el enchufe,
la cerradura, etc. Los vecinos le daban la correspondiente propina y se
sacaba un pequeño sobresueldo para ayudarse en sus gastos.
El
chico, aunque amable con todos los propietarios, manifestaba una especial
atención conmigo. Siempre dispuesto a abrirme la puerta al entrar o
salir, a decirme que iba muy elegante, a cogerme las bolsas de la compra,
etc. Yo me sentía muy halagada y me gustaba esa buena disposición
del chico y me atraía que a pesar de su juventud era un chico con mucha
madurez, superior a la de los jóvenes de su edad. Se fue así
estableciendo una especial complicidad entre ambos. Nos saludábamos
muy afectuosamente cada día, nos hacíamos los
encontradizos. Él sabía mis horarios de entrada o salida y estaba
siempre por el vestíbulo esperando. Aparte de sus saludos y halagos, me
di cuenta que también me miraba como el hombrecito que ya era, me miraba
como mujer, yo le gustaba, de eso no tenía dudas. Pero no eran las
típicas miradas lujuriosas, tan molestas a veces, era algo
distinto, como más tierno, más especial, y yo me sentía como una
reina. Sin darme cuenta, de un cierto instinto maternal por
mi parte al principio, fui evolucionando sintiéndome más mujer, mi
faceta femenina salía también a relucir y comencé a arreglarme más, a ponerme
ropa más juvenil, incluso algo atrevida. A veces mi estrecha conciencia,
fruto de mi educación tan conservadora, salía también a flote y me decía
a mí misma que estaba actuando mal, que no era adecuado, que podía ser mi hijo,
pero esa sensación se me olvidaba pronto. Aparte de mi amiga Marina, yo
tenía escasa vida social y el joven portero se convirtió en el centro de mis
anhelos, de mi ilusión diaria.
Cualquier
excusa era buena por parte de los dos para vernos. El joven subía a casa
a darme cualquier novedad que hubiese en el edificio.
-
Doña Luisa, hola, venía a anunciarle que hay una avería en el agua caliente,
para que usted lo sepa.
-
Ah, muchas gracias, cielo.
-
De nada, están trabajando ahora los fontaneros, a última hora de la tarde
estará arreglado.
Yo ya
sabía que no había agua caliente, pues estaba puesta una nota en el ascensor,
pero no importaba, a él le gustaba subir y a mí me gustaba que lo
hiciera. Por mi parte, aunque yo era algo mañosa para pequeñas
reparaciones, cualquier cosa que necesitara un simple arreglo, aunque
fuese una nimiedad, era también excusa para llamarlo. Acudía enseguida a
mi aviso y se entretenía exageradamente con el arreglo en cuestión, prolongando
todo lo posible la estancia en mi casa. Yo charlaba con él también sin prisas
y le servía una cerveza o un café.
Mi
amiga Marina, que hace de psicóloga conmigo, cuando le contaba esta
situación, me hablaba de forma clara.
- Mira,
Luisa, no has tenido una sexualidad satisfactoria y tienes derecho a
ella. Aquí lo que está sucediendo es que un chico tímido pero
maduro para su edad, se enamora de una mujer mayor, porque se siente más
seguro con ella que con las chicas jóvenes, que son más tontas en esos
años. Y tú, la mujer madura, también algo insegura, se
siente mejor con el chico que con un hombre mayor que se supone que tendría
mucha experiencia y que notaría que tú no la tienes y eso te acompleja. Uno
se complementa, en cierta forma. Aprovecha, déjate llevar, vive el
momento.
Y así
hice, dejarme llevar poco a poco. Seguíamos ambos buscando los
encuentros, en el vestíbulo, en el pasillo, en el garaje. Momentos
breves pero intensos de emoción.
-
Buenos días, doña Luisa… Que temprano sale usted hoy….
Él
siempre me decía doña Luisa, como cuando estaba en el colegio. Pero no
había solo respeto en la fórmula, conseguía darle una entonación especial de
tal forma que esa fórmula de doña Luisa sonaba algo así como si me dijera
cariño o cielo, tal como yo de vez en cuando le decía. Yo me enternecía
como una quinceña que empieza a descubrir su poder de seducción.
¡
Cuántos recuerdos vienen a mi mente¡ Sigo ahora con los ojos
cerrados, como dormitando, mientras a mi alrededor el personal de la residencia
viene y va con sus quehaceres. Todas las vivencias, los detalles,
están como grabados a fuego en mi memoria.
De esta
forma revivo ahora aquel precioso momento en el que ambos dimos entrada en
nuestras vidas al erotismo, de una forma tan suave, tan emotiva, como era
todo lo nuestro. Era un día a media tarde, que yo andaba por casa
con mis faenas domésticas. Llamaron a la puerta y cuando salí a ver
quién era me llevé la grata sorpresa de que era mi amiguito Manuel.
-
Doña Luisa, buenas tardes.
-
Hola, cielo, que traes.. ¿Dime?.
-
Nada, la lavadora, como me dijo usted ayer.
-
Ahhhh, perdona, perdona, no me acordaba, pasa, pasa…
Ciertamente
se me había olvidado que lo tenía avisado porque la lavadora metía un ruido
raro. Le expliqué cuando ocurría el fenómeno y él retiró la
lavadora de su emplazamiento, quitó la tapa superior y comenzó a examinarla,
como siempre sin prisas. Como tantas otras veces, charlábamos
sobre el aparato que tenía que arreglar o cualquier otra cosa. Él
escudriñaba en las entrañas del electrodoméstico como si fuese un cirujano en
una operación, y me hablaba levantando la cabeza de vez en cuando.
Entonces me di cuenta que sus miradas no iban a mi cara, a mis ojos, como debía
ser lo habitual, sino algo más abajo. Entonces me percaté de la razón.
-
¡¡ Ufffff, si estoy algo escandalosa….¡¡ - me dije para mí misma-.
Como no
esperaba a nadie me había puesto para andar por casa una vieja camiseta de
color blanco, que me quedaba algo estrecha y sin nada debajo. Los pechos
se me marcaban totalmente bajo la fina tela y los pezones sobresalían como
desafiando al espectador. Solo faltaba que la camiseta hubiera estado algo
mojada para que toda mi anatomía quedara al descubierto. En
una reacción instintiva de pudor crucé los brazos sobre mi pecho; Manuel captó
mi movimiento y retiró la mirada. Yo, meditando la situación, me acordé
un poco de Marina y de sus consejos. Y en ese momento entendí que ya
estaba bien de tanto recato, ya era hora de ir cambiando. Así que
retiré totalmente los brazos, eché un poco los hombros hacia atrás,
levantando el pecho todo lo que pude, como diciendo aquí estoy con todo mi
poderío, al tiempo que puse en mi rostro una leve sonrisa, como dando a
entender a Manuel que no me molestaba en absoluto que me mirase. El chico, que
era listo, captó bien mi cambio de actitud y se recreó ya sin disimulo en mis
curvas. Bajo su pantalón pude notar que algo crecía, noté perfectamente
su erección y me sentí muy satisfecha.
-
Bueno, doña Luisa… la lavadora tiene roto un muelle de sujeción del
tambor, por eso mete ese ruido. Es solo comprar la pieza, mañana voy a la
tienda de repuestos y se la monto en un momento.
Acompañé
a Manuel a la puerta y lo despedí como siempre amablemente.
-
Muchas gracias, cariño. No sé qué haría sin ti. Anda, dame un beso…
Nos
dimos un par de besos en las mejillas, que para él era siempre el mejor
regalo. Y también para mí, claro.
-
Gracias siempre a usted, muchas gracias, doña Luisa…
Otra
vez esa entonación tan especial, tan dulce por su parte. Y ahora,
al tiempo que me daba las gracias, sus ojos volvieron a recorrer la
silueta de mis senos: me estaba agradeciendo el obsequio que le había
dado, el detalle de haberme manifestado como mujer, especialmente para
él. Le devolví también su agradecimiento, con un comentario algo atrevido
que me salió espontáneo.
-
No merece las gracias, Manuel. Yo estoy para complacerte en todo lo
que pueda.
Día a
día aumentaba nuestro mutuo interés. Yo salía a la calle cada vez
más a menudo, solo para verlo en el vestíbulo. Cuando Manuel terminaba
sus tareas, se sentaba siempre en su cabina de la entrada, siempre con
algún libro (continuaba la carrera de Historia por la Universidad a
Distancia). Al verme siempre salía a saludarme, me abría la puerta y al
pasar me colocaba suavemente una mano en la cintura. Era increíble como
un contacto tan simple me provocaba como una descarga eléctrica de
satisfacción.
Varios
días después, un sábado un poco antes de la hora de la comida, yo estaba
viendo distraídamente la TV, aburrida. Me apetecía ver al joven y
no sabía que excusa poner. Entonces me acordé de un viejo molinillo de
café, que hacía ya más de un año que dejó de funcionar y tenía por allí
guardado en la despensa. Yo había comprado otro nuevo, pero me
venía bien llevarle a Manuel el viejo aparato como si me hiciese falta. A
esa hora yo sabía que ya estaba en su apartamento, así que monté en
el ascensor y subí a la última planta. Toqué el timbre, esperé un momento
y no hubo respuesta. Volví a insistir y tampoco respondió y cuando ya me
retiraba hacia el ascensor se abrió la puerta.
-
Disculpe, doña Luisa, estaba en la ducha, pase, pase usted.
Llevaba
Manuel puesto un albornoz, recién salido del baño, el pelo aún húmedo.
Entré por primera vez en el apartamento y me invitó a sentarme junto a la mesa
camilla del saloncito.
-
Perdona, Manuel, que haya subido. Pero es que me hace mucha falta el molinillo
de café, a ver si tiene solución.
-
Sin problemas, ahora mismo lo veo, es un aparato sencillo.
Observaba
yo al joven de reojo, tal como él hacía conmigo otras veces. El pecho
fuerte, las piernas musculosas, todo un hombre ya. Cogió el chico
algunas herramientas y se puso a desmontar el cacharrito. Quitó la tapa
y se cayó al suelo el destornillador y alguna otra cosa. Se agachó unos
instantes para recogerlo y entonces ocurrió lo inesperado para mí… ¡ohhh, que
gran sorpresa ¡. Cuando las mujeres nos agachamos en
cuclillas, siguiendo nuestra femenina costumbre, lo hacemos con las rodillas
juntas. Los hombres no, los hombres siempre van con las piernas abiertas
por todos lados, al sentarse, al agacharse, como si les estorbaran los
testículos. Y así se agachó Manuel y durante el breve momento en que
estuvo en esa posición, al no llevar ropa interior y abrirse el albornoz,
mostró sus atributos. Fueron solo unos segundos pero la imagen fue
impactante, tremenda. El chico no se percató de su exhibición pero a mí
me dejo helada. Tremendo, yo no sabía que cosas así existían.
Estaba acostumbrada al miembro de mi marido y pensaba que eso era lo normal, y
ahora, al comparar, entendí que el pobre era escaso de pene y además de
escaso sin calidad. El miembro de Manuel, aunque en reposo, colgaba
con poderío, un poco por debajo de sus testículos, con un grosor además
considerable. No pude evitarlo y pensé que si así era en reposo como
sería cuando estuviera erecto. La visión me dejó descolocada, con
la mirada perdida. Manuel ya de pie me hablaba algo pero tuvo que
repetirlo, ya que no me enteraba.
-
Doña Luisa…
-
Ah, perdón, Manuel, dime, estaba distraída.
-
Le decía que ahora mismo lo arreglo, es solo el cable que se ha soltado de
dentro.
- .
Bien, bien
En un
momento estuvo arreglado el molinillo y yo me despedí con cierta prisa, pues
estaba algo nerviosa por el acontecimiento. Durante los siguientes días algo
extraño me fue sucediendo, era ese cambio de actitud, otra forma de ver
al chico como ya he dicho anteriormente: desaparecía poco a poco mi instinto
maternal y aparecía el de mujer, el de hembra. Poco a poco Manuel
dejaba de ser el niño, mi niño, ahora aparecía el hombre. Pero todo
sucedía de forma muy natural, muy cómoda para mí, no me sentía agobiada
en absoluto, mi conciencia escrupulosa también se iba apartando.
Pasaron
unos días más y llegó el cumpleaños de Manuel, siempre recuerdo la fecha, el
doce de junio. Yo lo sabía por los datos del contrato de trabajo, que
tuve que firmar en nombre de los demás propietarios. Mi
atrevimiento iba en aumento y ese día decidí que tenía que ser especial.
Ya he comentado que me vestía últimamente algo más llamativa y elegí una falda
un poquito por encima de la rodilla y ajustada a mis caderas y una blusa algo
escotada. Había comprado recientemente un sujetador muy atrevido,
una prenda sin tirantes, con dos copas mínimas que al menor descuido
podían mostrar los pezones. La dependienta de la tienda, de la que soy
clienta habitual, se quedó algo sorprendida.
-
Vaya sujetador que has elegido, Luisa…jajaja. Yo no me atrevería con él.
-
Es que tengo un acontecimiento, una cena, y llevaré un vestido algo escotado.
-
Pues bien, este sujetador es el adecuado para ello, pero ten cuidado que al
menor despiste enseñas las tetas….jajajaa.
Vestida
así coincidí con Manuel en el ascensor, ya que estaba limpiando la cabina.
-
Buenos días, cariño, feliz cumpleaños.
-
Buenos días…que sorpresa que usted se acuerde, muchísimas gracias. ¿Cómo sabe usted
que es hoy?
-
Sencillo, sencillo, por el contrato de trabajo….
-
Pues que buena memoria, muchas gracias, de verdad.
Fui a
darle los típicos besos de felicitación, pero esta vez yo muy lanzada moví la
cara con el movimiento adecuado y coincidieron nuestras bocas en un momento, en
un beso tierno en los labios. El chico puso cara de asombro,
de dulce asombro, claro. Volvió a musitar de nuevo y algo confundido las
gracias y yo en la planta baja salí del ascensor para dirigirme a la calle.
-
Voy al supermercado, tengo hoy que comprar bastantes cosas.
¿Estarás aquí para ayudarme cuando vuelva?.
-
Por supuesto, doña Luisa, aquí estaré esperándola.
Sabía
perfectamente que el chico se había quedado en la puerta del ascensor para
verme salir de espaldas. Y yo consciente de ello hice una especie de
desfile de pasarela, exagerando los movimientos al andar, con mi falda algo
corta y mis tacones, contoneando suavemente las caderas. ¿No te estarás
pasando, Luisa?, -me dije para mis adentros-. Pero tan emocionante era
ese juego que yo estaba decidida a seguir, nada me hubiera ya frenado.
Tal como me decía Marina, nunca es tarde, recupera el tiempo perdido.
Volví
al cabo de una hora, con varias bolsas, un poco cargada pues traía
envases de leche y de otras bebidas. El acudió enseguida, atento, a
cogerme las bolsas. Cuando eran muchas en lugar de dejarme en el ascensor subía
conmigo a casa y me dejaba la compra en la cocina. Así lo hizo también
ese día y subió conmigo en el ascensor, cada uno en un ángulo de la cabina y
las bolsas de la compra en el medio. Ahora me tocaba a mí la
exhibición.
Con la
excusa de colocar las bolsas, pues se había medio volcado alguna, me agaché
a manipular en ellas. Sin prisas, recreándome. Sabía
perfectamente que en esa postura, inclinada frente a él, mi blusa
escotada permitía dejar al descubierto mis encantos, mis pechos semidesnudos
bajo aquel sujetador tan pequeño. Yo pensaba que en esa postura se me
podía salir un pecho, pero no ocurrió, aunque tampoco me hubiera importado
mucho. Mientras estaba allí inclinada, imaginaba los ojos del
joven, llenos de deseo, clavados en mi escote. Solo fueron unos 15 o 20
segundos, lo que duró el recorrido del elevador. Me incorporé cuando el
ascensor llegó a mi planta, a tiempo de mirar a Manuel que retiró rápido sus
ojos, algo tímido y siempre con miedo a ofenderme. Sonreí,
como hacía otras veces, para tranquilizarlo. Entramos en casa, me dejó
las bolsas en la cocina y salí a despedirle a la puerta, con la mayor simpatía
por mi parte que podía demostrar.
-
Bueno, gracias de nuevo, cielo. Anda, dame otro beso…
Esta
vez hubo mutuo acuerdo, ninguno hizo intención de dar el beso casto en la
mejilla, ninguno torció la cara. Nuestras bocas se encontraron de
nuevo, pero esta vez semiabiertas y en un beso algo más largo. Fue
algo delicioso, sentir su boca, su humedad, su respiración. Esta vez al
besarle me acerqué bien a él, pegando mi cuerpo un poco al suyo.
Entonces, por primera vez, se produjo el comportamiento propio del
hombre, ahora quedó a un lado el chico tan tímido. Yo no lo esperaba y
quedé tan sorprendida como él cuando yo le insinuaba mi escote. Con la
mano derecha agarró mi cintura atrayéndome hacia él y al mismo tiempo llevó su
mano izquierda a mi pecho, agarró el seno y durante unos breves momentos lo
estrujó, lo acarició, con mucha suavidad, pasando la palma de la mano en
círculo. Ambos nos quedamos cortados, sin saber que decir.
Fue también un instante, pero lo suficiente para dejarnos
impactados. Al separarnos y despedirnos, hice otro un
comentario, siempre con el ánimo de tranquilizarlo, que supiera que no tenía
que tener miedo, que no me ofendía, todo lo contrario.
-
Todo esto, cielo, es por tu cumpleaños, eh…
Él
asintió con la cabeza sin decir nada. Al cerrar la puerta, mientras él
esperaba en el descansillo al ascensor, le tiré un beso con mis dedos.
Pasaron dos o tres semanas, y ahora dentro de nuestra mutua complicidad
había como una pequeña sensación de apuro, de vergüenza por ambas partes.
Nos saludábamos de forma algo más tímida, nos costaba un poco asimilar la
situación, también porque estaba la duda de cómo iba a continuar esa extraña
relación, mezcla de amistad, de amor filial y de deseo.
Pero
como dije anteriormente, yo estaba dispuesta a todo, había perdido
mis escrúpulos. Y aun arrastrando todavía el peso de mi educación
conservadora, me dije que yo era la mujer madura, la que tenía que decidir el
momento del encuentro definitivo, pues el chico, que ya con sus diecinueve años
había ido progresando muy bien, seguro que no se atrevía a insinuar algo
tan fuerte como una relación sexual completa.
Así,
que pasado aproximadamente un mes más, período en el que fui meditando y
preparando el encuentro, una mañana de viernes, al salir, le dije
sin poder evitar que me saliese algo temblorosa la voz:
-
¿Manuel, que te parece si mañana sábado por la tarde, que estás
libre, te vienes a tomar café a mi casa y me haces compañía
un buen rato?.
Tan
meticulosa era yo, que tenía incluso preparada la pregunta de antemano, para
que en ella hubiera intencionalidad. Eso de “un buen rato” tenía
mucha intención de fondo y por supuesto que Manuel, que no era tonto,
captó enseguida por donde iba la invitación.
-
Pues claro, doña Luisa, dígame la hora que le viene bien, a mí me
da lo mismo.
-
Pues después de comer si te parece.
-
Allí estaré.
Dediqué
casi toda la mañana de ese sábado a mi persona. Primero mi aseo personal,
depilación, manicura, etc. Presté también la debida atención a mi pubis, soy
morena y siempre he tenido un abundante vello. Entonces las mujeres no se
depilaban, tener vello en el sexo era la manifestación de ser mujer, por el contrario
ahora se depilan y parecen niñas impúberes. Recuerdo que yo usaba unas
braguitas estrechas y altas (aún no se usaba el tanga), y por los lados de la
braga me salía una buena mata de pelo; como nadie tenía que mirarme no me
importaba. Pero ese día tiré de tijeras y rebaje bien la pelambrera, dejándola
cortita y luego con la cuchilla depilé los laterales para dejar todo
presentable. Quedó estupendo. Después fui a la peluquería y
también compré unos zapatos nuevos de tacón de aguja. Por último,
me pasé por la tienda de lencería para adquirir un camisoncito
especial, corto, medio transparente, blanco, que era mi color
preferido. Esta vez sí que la dependienta entendió que algo tenía entre
manos. Yo con mi vanidad de mujer no lo desmentí totalmente.
-
Uuuuyyyyyy, Luisaaaaa…. Me parece que tienes algo, eh….
-
Puede ser, puede ser….jajajaaa.
-
Pues si es así, enhorabuena, disfrútalo, estás en la mejor edad.
Siempre
me decían eso, de la mejor edad. Ahora en mi ancianidad, desde el
recuerdo, lo entiendo bien, comprendo lo explosiva que puede ser
una mujer en sus cincuenta años, si sabe cuidarse y sabe vivirlo
adecuadamente.
Antes
de la hora convenida ya estaba yo bien preparada, bañada, mi crema
hidratante en mis piernas que quedaban de lujo, tersas y brillantes, algo
más maquillada que lo habitual. Elegí el conjunto que me pareció más
adecuado, una falda que hacía algún tiempo que no me ponía, algo larga, a
media pantorrilla, pero con una tremenda abertura en un lateral.
Cuando me sentaba y cruzaba las piernas se me veía hasta la cadera. Yo
había ensayado incluso las posturas. Por arriba, la misma blusa y el
mismo sujetador del día de su cumpleaños, pero esta vez, aparte del escote que
ya tenía la blusa, desabroché un par de botones. Me miré en
el espejo y me encontré guapísima.
Llegó
Manuel a la hora en punto. No traía su ropa de trabajo, se había
cambiado y puesto un pantalón y una camisa muy bien planchaditos. Se le
notaba también limpio, recién duchado.
-
Siéntate ahí, cielo. Ahora sirvo el café.
Yo
tenía ya preparadas las tazas en la mesita. Le hice sentar en un
sillón, fui a la cocina a por la cafetera y serví el café, inclinándome bien
sobre la mesita, pero hoy, aparte de llevar la misma blusa y sujetador
que el día del ascensor, al tener algún botón desabrochado como ya he
dicho, seguro que el chico no solo veía mis pechos, con seguridad que
vislumbraba hasta mi ombligo. Tras servir el café, me senté enfrente del
joven, cruzando las piernas con mi estudiada pose, enseñando muslo de forma
descarada. A pesar de su timidez encontré al chico muy entero,
relativamente tranquilo. Yo también estaba a gusto, quizás porque el cariño que
ambos nos teníamos el uno al otro contribuía a una cierta confianza.
Creo
que en una situación como la que ahora describo no es conveniente entretenerse
demasiado, pues puede producirse alguna torpeza por parte de cualquiera de los
dos y romper la magia del momento. Por tanto me mostré de nuevo
decidida. Me moví algo en el asiento, exagerando más el cruce de
piernas y me eché algo hacia delante, mostrando bien mis encantos
superiores y estiré el brazo por encima de la mesita, invitándole a coger mi
mano, que él agarró alargando también su brazo. Entonces le miré a
los ojos, para lanzar ya el último envite.
-
Manuel, dime… ¿yo te gusto como mujer?.
-
Claro, claro, doña Luisa, mucho, muchísimo….
-
Caray con el doña, tienes que llamarme ya de tú.
-
Sí, sí, lo sé, pero es que me cuesta todavía.
-
Bien, y si te gusto como mujer ¿te atreves conmigo, cariño, te atreves con esta
mujer?
Yo
completamente pecaminosa ya, al tiempo que hacía la pregunta hacía un
gesto con la otra mano, señalando mis piernas y mis pechos. Un breve silencio
tras la pregunta decisiva, pero me sorprendió el tono de Manuel, que sonó
tranquilo, decidido.
-
Claro, claro que sí. Pero yo…yo no he estado nunca con una mujer, doña
Luisa.
-
No pasa nada, yo tampoco tengo prácticamente experiencia.
-
Pero usted ha estado casada.
-
Sí, pero con un marido muy torpe. Así que hazte a la idea de que soy casi
virgen. Bueno, espérame un momento, que voy a prepararme.
Me fui
al dormitorio para cambiarme y ponerme el camisoncito sexy que había comprado
esa misma mañana. Me quedaba realmente espectacular, parecía una
auténtica modelo. Me quedé puestos los zapatos de tacón de aguja, también
recién estrenados. Tras meditarlo bien, decidí quedarme sin ropa
interior, ni siquiera las braguitas. Seguí en eso los consejos de mi
amiga Marina.
-
Mira, Luisa. Cuando un hombre tiene que quitar las bragas a una mujer es
un momento muy especial, en ese momento ella descubre su intimidad, se
ofrece. El hombre tiene que ser sumamente delicado, nada de arrancar la
prenda a tirones. Un hombre experto agarrará la prenda por la cinturilla, con una
mano a cada lado, las palmas extendidas. Irá bajando la prenda despacio,
acariciando caderas y muslos, con mucho cuidado para no ofenderla en su
pudor. Y si es ella la que se las quita, tiene que hacerlo también
con estilo, con sensualidad.
Comprendí
que ni Manuel ni yo teníamos experiencia para todo eso, así que mejor sin
ellas. Ya preparada aparecí en el salón, una mano colocada en mi cadera y
la otra agarrada al marco de la puerta por encima de mi cabeza.
-
¿Cómo me ves, cariño?
El
joven no llegó a articular palabra, tragó saliva y se me quedó mirando
realmente admirado, los ojos como platos. Como me diría algún tiempo
después, no podía creer lo que le estaba sucediendo, que aquella mujer
tan espectacular iba a ser totalmente suya.
-
Anda ven, vamos al dormitorio.
Agarrado
de la mano lo llevé pasillo adelante hasta mi habitación. Me tumbé sobre la
cama, que ya tenía abierta.
-
Quítate la ropa, cielo…
Aunque
con algo de pudor, el chico se desnudó totalmente, pero muy entero,
no se le veía azorado. Se estaba comportando como un hombre a pesar de ser su
primera vez. Ahora pude ver ya su miembro sin prisas, apuntando
hacia delante en posición horizontal, una erección aún no completa.
Espectacular la virilidad del chico, muy bien dotado, miembro largo y
grueso, como un ariete dispuesto a llevarse por delante cualquier cosa. Un
tamaño que duplicaba bien lo que tenía mi difunto esposo.
Cuando
descubrí su miembro en aquel momento fugaz en su apartamento, yo me quedé
algo preocupada, dada mi falta de experiencia pensaba que si algún día me
decidía aquel aparato podría lastimarte y posiblemente no conseguiría dejar que
me lo encajara. Una vez más fue Marina, mi amiga y confidente, a la que
tanto tengo que agradecer, la que me sacó de dudas y me tranquilizó.
-
Vamos a ver, Luisa, no seas boba. Por ahí abajo a las mujeres nos sale
nada menos que un niño en el parto. Podemos dilatarnos tanto que nos
entraría sin problemas la tranca de un burro..
-
Pero mira que eres bruta, Marina…
El
joven se subió a la cama, donde yo le esperaba. Se quedó en una posición
de medio sentado junto a mí. Así podía observarme mejor, recrear la vista
en el bello espectáculo que para él era el cuerpo de la mujer madura.
Comenzó por acariciar mis piernas, que ya he dicho que han sido muy bellas y
estaban muy cuidadas. Sus manos, fuertes, pero tiernas, recorrían
despacio mi piel. Separé un poco las rodillas, para que pudiera tocar la parte
interna de los muslos, una zona donde la piel es más fina y suave, además de
muy sensible para nosotras. El notó esa suavidad:
-
Luisa, que piel más suave tienes, que agradable es tocarla…
Bueno,
al final me ha tuteado. Sería demasiado escuchar doña Luisa estando
juntos en la cama.
Yo
tenía su miembro a mi alcance y me apetecía sentirlo entre las manos. Lo
agarré con delicadeza, acariciando y apretando el grueso
fuste. Era delicioso tenerlo en la mano, sentir el tacto de un falo
de verdad, no un pequeño juguete, que era lo que yo había conocido. Me
quedé perpleja de la rapidez con que se completó la erección, ayudada por
mi masaje. El pene se puso durísimo, totalmente vertical. Imaginé
la tremenda presión de la sangre en el interior de aquella estaca.
-
¿No te duele, Manuel, tan duro?
-
No, para nada, es agradable. Solo si estuviera así mucho tiempo podría
molestarme algo.
-
Ahora
Manuel animado por mi actitud, me correspondió en igual medida.
Bajo su mano a mi pubis y acarició la suave mata de pelo. Yo abrí
un poquito más las piernas para facilitarle la labor. Sus manos
descendieron un poco y llegaron a mi sexo. Lo tocó primero con la mano
abierta, por el exterior, restregando un poco los labios mayores, luego los
entreabrió y paso los dedos entre ellos, buscando otros rincones.
-
Que grande tienes el clítoris, Luisa, es precioso.
Tan
torpe era yo con mi propia anatomía, pues solo me tocaba para asearme, que
ignoraba esa característica. Me incorporé un poco para mirar hacia abajo
y efectivamente, la cabecita del botón sobresalía un poco. Yo
entonces no lo sabía, pero con el tiempo conocería los buenos momentos de
placer que ese botoncito proporcionaba. Yo notaba algo en mi sexo que
nunca había experimentado, percibía como si tuviera vida propia, se
dilataba, se abría, se hinchaba. Era una sensación única, extraordinaria,
estaba gozando de verdad con mi sexualidad, por primera vez era la
plenitud, sentía el deseo, necesitada ser poseída. Se me
escapó un chorro de líquido y de momento me avergoncé, pensando que me
había orinado. Menos mal, otra vez, los sabios consejos y
comentarios de Marina vinieron a mi mente, ella me tenía dicho que
se mojaba muchísimo y que incluso manchaba las sábanas. Por tanto,
aquello era el líquido de la excitación, no había que preocuparse.
Me di
cuenta que habíamos seguido un camino un tanto inverso al habitual. Lo
que suele suceder cuando un hombre y una mujer están en el momento decisivo es
que ella desnude primero los pechos y que el hombre tome posesión de ellos, con
sus manos y su boca y después descienda a otras zonas más íntimas. Aquí fue al
revés, primero el sexo, ya que mis pechos seguían tapados bajo la tela
fina del camisón.
Pasados
unos minutos el chico, en un arranque de decisión y sin previo aviso, se me
puso encima, había llegado el momento cumbre. Ahora sí, ahora me abrí
todo lo que pude, no recordaba haber estado nunca tan despatarrada. Allí
estaba él, mi chico, mi Manuel, dispuesto a hacerme suya, lo tantas veces
deseado estaba ya ocurriendo. Según he escuchado algunas veces, un hombre
cuando llega su primera vez, entre la inexperiencia y el nerviosismo,
comienza a dar puntazos con su miembro, buscando algo desesperado por dónde
meterla. No sé si será verdad, pues solo me acosté con un hombre virgen,
Manuel. Pero cierto es que él no se comportó así, él se acomodó un
poquito sobre mí, sin aplastarme del todo, y se quedó quieto, esperando,
como si tuviese miedo de lastimarse con su gran instrumento. Notaba la
cabeza del falo presionando ligeramente en la zona de mi clítoris.
Yo levanté un poco las caderas, para hacer coincidir esa cabeza con mi entrada
y cuando noté que estaban igualadas ambas cosas, le di la orden oportuna:
-
Aprieta ahora, cariño, empuja, entra en mí.
Lo hizo
bien, sin brusquedad, poniendo el gran cariño que me tenía incluso
en ese empujón tan primitivo. Despacio, pero con seguridad, el miembro
masculino fue entrando en mí. Capté perfectamente como abría el acceso a
mi cuerpo y luego se deslizaba hacia dentro. Mi conducto íntimo se abría,
se apartaban mis carnes para darle paso, durante cuatro o cinco segundos
continuó su avance hasta que la dureza de Manuel recorrió el camino hasta
penetrarme totalmente. Mi interior, poco usado, era estrecho y me quedé
al principio como taponada, atascada por aquella cantidad de hombre que me
había invadido, pero sin molestia alguna, yo me había lubricado bien y sentía
una dicha infinita. Tal como decía mi amiga, me fui dilatando y
finalmente desapareció la ligera sensación de atasco, ahora la mujer
había engullido con su poderío femenino la virilidad del hombre y era ella la
que mandaba con su propio sexo, increíble, yo la mojigata, había conseguido
beneficiarme a un hombre joven y tremendamente dotado. Manuel, aun
estando ya completo dentro de mí, seguía apretando con decisión y yo sentía
como mis labios íntimos eran aplastados por su pubis, como machacaba mi
clítoris con su tremenda presión.
Me
acordé entonces de que mis senos seguían tapados, aunque la tela
semitransparente los dejaba entrever. Me levanté el camisoncito
hasta arriba, dejándolos libres, los pezones también habían cambiado y
estaban enhiestos. ¡ Cuántas cosas estaba yo descubriendo de mí misma ¡.
Al ver
los pechos ya descubiertos, Manuel abrió los ojos con admiración. Cogió
ambos senos con las manos, hundió la cara entre ellos y apretó los pechos
contra sus mejillas. Luego sentí dos o tres empujones fuertes en mi
sexo, un rápido bombeo, tres o cuatro veces solamente y a continuación el
potente impacto de la eyaculación en lo más profundo. Tiempo después,
cuando ya éramos amantes fijos yo descubrí también la fuerza con la que un
hombre joven puede expulsar el semen. Y eso chorro fue el que sentí, ya que al
ser bien largo su instrumento, me chocó muy adentro.
Manuel
entró de inmediato en una relajación total, como si estuviera medio
desmayado. Se dejó caer un poco de lado, con la cabeza apoyada en mi
hombro y una mano en uno de mis pechos. Suspiró un par de veces, aliviado
de su tensión sexual, y al rato se quedó dormido. Yo rodeé su cabeza con
un brazo como para protegerlo. Me quedé como en una nube, como
flotando. Bajé mi mano a mi sexo, pues quería palpar como era al estar
excitado. Encontré grandes mis labios, gorditos,
hinchados. Todo muy mojado, muy suave, muy cálido. Introduje
dos dedos para sentir mi propio calor y me resultó muy agradable. Los
dedos salieron manchados de mis jugos y del abundante semen de
Manuel. Finalmente, también me dormí un buen rato.
Por
supuesto, que no tuve orgasmos en ese encuentro. Yo era casi primeriza,
desentrenada y el chico también inexperto, pues eyaculó enseguida, sin darme
tiempo a rematar. Hicieron falta exactamente cinco encuentros, cinco,
para conseguirlo. Poco a poco yo me fui relajando, habituándome a las
sesiones de sexo, más mentalizada, más concentrada, sin miedos. Y
el chico fue aprendiendo también, conseguía ya controlarse, estiraba el
tiempo, me penetraba, salía, me tocaba los pechos, nos
besábamos con entusiasmo. Así, en ese quinto encuentro, cuando llevábamos
ya más de una hora en la cama y me la tenía clavada hasta el fondo al tiempo
que estrujaba bien mis pechos, yo comencé a sentir que sudaba, que
mi cuerpo ardía, que me llegaban como oleadas de placer que recorrían todo mi
cuerpo con unas contracciones de todos los músculos. Me agarré con toda mi
fuerza a su cuello, le rodeé con mis piernas en su cintura, como para evitar
que se escapase.
-
¡¡ Sigue, sigue……así, cielo, así, no cambies el ritmo, aprieta,
aprietaaaa….¡¡
Llegó
el soñado orgasmo. Era así, sí, como Marina me lo había explicado. Una tremenda
explosión del cuerpo, el escape total al deseo acumulado. Luego esa
absoluta relajación, el máximo bienestar. Me abracé fuerte a Manuel, que
había terminado al mismo tiempo que yo, y me puse a llorar sin poder
evitarlo.
Nos
veíamos una vez a la semana, a veces dos. Bien fuese en mi casa, o en el
apartamento, casi siempre los fines de semana, cuando el edificio estaba casi
vacío y era todo más discreto. Nadie sospechó nada y fuimos felices
durante unos cinco años, yo metida ya en más de sesenta años, pero
no perdí ni un ápice mi deseo, al contrario, siguió creciendo.
Descubrimos juntos los placeres más prohibidos. El sexo oral fue un
acontecimiento tan especial, que desde que me lo comenzó a practicar pasé a una
nueva experiencia que nunca podía haber sospechado: el hecho de ser
multiorgásmica. De la nada había pasado al todo. En una larga
sesión, sentía cuatro o cinco, con toda facilidad.
Las
cosas fueron cambiando a partir de esos cinco años. Manuel acabó su
carrera de Historia y encontró un trabajo de profesor en un colegio.
Prosperó y no era ya cuestión de seguir de portero. Nos veíamos ya fuera del
edificio, pero la distancia nos fue apartando. Luego se echó novia y se
casó. Incluso después de casado tuvimos un par de encuentros, pero yo con
edad ya algo avanzada y él más maduro también, veíamos las cosas de otro
modo y decidimos ponerle fin a la larga aventura, la gran aventura de mi
vida. Yo que había despertado a los placeres del sexo tampoco quise
quedarme vacía, y tuve todavía un par de amantes, pero ya de mi edad.
Fueron aventuras cortas que no prosperaron y que no me dieron las intensas y
preciosas sesiones que me hacía Manuel, y ya al final, entendí que era el
momento de volver a estar sola y así he seguido hasta mi ingreso en esta
residencia.
Como la
mayor referencia de mi mundo exterior era siempre Marina, no pude evitar
comentarle con detalles todas mis experiencias. Ella se alegró muchísimo.
-
Caray, Luisa, nunca lo hubiese imaginado, has llegado a superarme a mí en
todo. Siento casi envidia, de verdad. Has sido afortunada, aunque
sea ya en la madurez.
Y
cierto es, que me considero afortunada, hasta tal punto, que ahora, aquí
sentada en esta banco del jardín de la residencia geriátrica, medito y
pienso que, posiblemente, sean pocas las personas de mi generación aquí
ingresadas que puedan tener el privilegio de recordar algo así, de haber
tenido ricas vivencias, experiencias por las cuales mereció la pena
vivir. Abro algo los ojos, para ver el cielo azul y las nubecitas
blancas que pasan despacio. La memoria, bella memoria,
solo pido que no llegue a perderla hasta el final de mis días.
-
¡¡Luisa, Luisaaaaaa…..Despierta, mujer, despierta, que tienes visita, ha
venido tu sobrino a verte…¡¡
Me sacó
de mi ensimismamiento la voz de una de las cuidadoras. Había venido mi
sobrino a verme, mi querido sobrino, que no era otro que Manuel, claro,
solo él venía a verme, una o dos veces al mes. Ahora traía a su familia,
su mujer y sus dos hijas. Manuel tiene ya cuarenta y nueve años, ya con
el pelo algo blanco, pero su atractivo sigue siendo el mismo, seguro que liga
mucho con sus alumnas. Para su familia yo soy tía Luisa, una propietaria
del edificio donde era portero y que siempre se portaba muy bien con él y en
agradecimiento viene a visitarme. Y claro que yo también quedo muy
agradecida, esas visitas son el mejor momento del mes. Y
tanto es así, que estoy muy agradecida, que le he dejado muy beneficiado en mi
testamento, aunque él no lo sabe y se llevará esa sorpresa cuando yo me vaya
definitivamente. Así me recordará durante toda su vida.
Y
ahora, ya me despido, permitiéndome un consejo para vosotros, que me habéis
leído estas memorias. Si tenéis ocasión, vivir el momento, vivir lo que
la vida os pueda ofrecer, procurando no lastimar a los demás.
De esta forma, si llegáis a estar donde yo estoy, también os gustará
tener cosas para recordar y vuestro día a día tendrá un aliciente. La
memoria…siempre la memoria….
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