Por JJesus69
En el trabajo se iba a celebrar una
convocatoria para que los empleados de nuestra empresa nos conociéramos y de
paso limáramos las posibles rencillas que siempre hay en los lugares de
trabajo. Mi compañera más cercana a mí por el trabajo que yo realizaba por
entonces, venía de Madrid. Por razones que ahora no vienen a cuento, no puedo
explicar los motivos que llevaron a hacer la reserva del hotel de forma
precipitada. El caso es que al conocer el limitado número de habitaciones que
hotel disponía, los organizadores nos sugirieron amablemente que nos pusiésemos
de acuerdo entre los compañeros para compartir.
Lo que oímos, nos puso cara de
circunstancias por lo inédito de la situación, ya que una cosa es compartir
horas de trabajo y otra muy distinta compartir una habitación. En ese ámbito
todos éramos gente desconocida.
Cuando el organizador de aquella
convocatoria terminó de hablarnos, mi compañera y yo tuvimos una violenta y
angustiosa sensación, ya que habitualmente ambos compartíamos la oficina. Esta
oficina estaba situada justamente al margen del resto de la empresa lo que nos
apartaba del resto de compañeros y esto hacía que cualquier otro compañero nos
pareciese mucho menos cercano.
Casi como era de esperar, y después de
varios minutos de silencio, todos los compañeros supieron entender la situación
y más o menos fueron poniéndose de acuerdo con quienes creían que serían
también buenos compañeros de habitación. Al fin y al cabo, todo sería cuestión
de horas.
Lo que ahora escribo en este relato,
sucedió en aquella habitación...
Desde la ventana principal de la estancia
se veía que el día no acompañaba precisamente. Era una tarde lluviosa y gris.
Después de risas y de hablar y hablar sobre aquella inédita situación
“laboral”, nos dio por ver algo de televisión y pensar sobre la jornada que nos
esperaba a la mañana siguiente.
La verdad es que entre nervios y bromas, la
situación se relajó de aquella violenta sensación tensión y lo que al principio
era silencio, se convirtió en risas, chistes y miradas. Creo que fue la
situación la que nos llevó a reír y reír de forma ininterrumpida. Las risas
fueron a más y los chistes invitaban a hacer bromas de mano que finalmente
hicieron que yo perdiera el equilibrio.
Así, estando en la habitación del hotel, yo
caí sin darme cuenta en el suelo, bocarriba. Tú tenías una bonita falda que
permitía ver tus apetitosas y deseables piernas. Unas piernas carnosas y suaves
que casi al instante hacían pensar en momentos lujuriosos y libidinosos. Te
diste cuenta de que yo las miraba con deseo. Las miraba de arriba abajo, desde
el tobillo hasta el comienzo del muslo. Unos muslos que invitaban todavía más
al pecado. Estando así, mirando hacia arriba y con mi espalda pegada al suelo,
yo te miraba y tú me mirabas. Sin pensármelo demasiado y sabiendo que no
teníamos la confianza suficiente, te dije que te fueras levantando poco a poco
la falda y me dejaras ver totalmente tus piernas, que hacían un bonito conjunto
con los zapatos negros que llevabas. Así lo hiciste y me dejaste ver unas bragas
negras que se ajustaban perfectamente a tu pelvis. Todo lo que veían mis ojos
era una verdadera hembra.
Viendo esos muslos tuyos, tuve que pedirte que me dieras la espalda y me
dejases ver tu trasero tan bien hecho. Así lo hiciste. Me lo enseñaste. Estabas
excitada y eras tú quien estaba más interesada en que yo viera tu carnosa
mercancía. Por eso sacaste tu desnudo trasero, te bajaste las bragas y con
tus manos lo abriste para regalarme todo aquello.
Lo que vi, hizo que mi miembro se pusiese duro
como un leño. En aquel momento yo quise "regalarte" algo y te enseñé
aquel pene que ya estaba rojo y duro. Los dos nos mirábamos y nos entendíamos.
En ese instante no lo dudé más y te pedí que lentamente y sin dejar de
enseñármelo todo, te fueses acercando hacia mí. Mientras lo hacías, mi lengua
humedecía mis labios casi sin darme cuenta mientras advertí como tu respiración
se aceleraba silenciosamente. A medida que te acercabas era como si viera tu
culo más goloso y grande. Eso me excitaba mucho. Fui viendo poco a poco el
túnel negro que se dejaba ver en el centro de toda aquella carne. Ya estabas
muy cerca, casi te podía tocar.
Pude oler tu perfume mientras acercabas a
mi cara todo lo que mis ojos veían. Luego te dije: "por favor, ven aquí y
siéntate en mi cara". Lo hiciste sin dudarlo. Cuando te sentí en mi cara,
la excitación me subió al máximo y noté inmediatamente lo húmeda que estabas.
De nuevo abriste aún más tu trasero y mi cara pudo alcanzar tus partes más
íntimas. Yo sentía como si hubiesen apagado la luz y tu empezabas a gemir. Fue
entonces cuando mi lengua quiso actuar. Era como si no tuviese control sobre
ella. Entraba y salía de tu sexo que ya estaba muy mojado. Todo era muy
placentero. Sentí claramente el olor de tu sexo, y eso hizo que automáticamente
se me hiciera la boca agua. Noté en ese momento como de mi boca salía saliva.
Quise que participaras de ello y en un momento separé mi cara de tu trasero. Me
incorporé y nos miramos cara a cara. Frente a frente. Nuestras narices casi se
tocaban. Estabas rabiosa, radiante. Querías mucho. Lo querías todo.
Inmediatamente captaste mi intención y me pediste que te echara mi saliva en tu
boca. Poco a poco.
Así lo hice. Estabas deseándolo. La
tragaste.
Cuando acabé de hacerlo, quise darte tu
“alimento” y de nuevo metí la cara en el lugar de dónde no debí sacarla. Así
que continué.
Una vez debajo de tu trasero me dispuse a
continuar . La excitación me invitaba a comérmelo todo. Tú seguías gimiendo.
Aquel sabor que tenía en mi boca me tenía prisionero de aquella situación de la
que no quería salir. En ese momento te desplazaste ligeramente a propósito. Fue
cuándo mi lengua dejó de lamerte y buscó automáticamente tu segunda entrada. Tu
cuerpo estaba ardiendo y tus movimientos me estaban diciendo que dedicara mi
lengua a tu otro agujero. Así lo hice y empecé a lamerlo suavemente al
principio. Tú te movías y empezaste a acariciarte tus senos y tu sexo.
Yo mientras, lamía tu ano. Mi excitación
hizo que mi juguetona lengua intentara entrar en aquel vicioso túnel. Te diste
cuenta de ello y tu calentura subió aún más. Poco a poco se abría paso.
Mientras, mi pene casi me dolía. Tú lo veías y gemías pensando en lo que harías
si lo tuvieses cerca. Mi lengua entraba y salía de tu ano como si de un pene se
tratara. Todo era muy placentero. Por fin sentiste toda mi lengua entrando y
saliendo de lleno. Ahora los dos gemíamos. Mi pene iba a correrse de un momento
a otro y tú no dejabas de pedirme que no parara de penetrarte con mi lengua. En
un momento dado nos levantamos y rápidamente te introduje mi miembro en tu
boca. Mientras tú compulsivamente me masturbabas. Pero lo pensamos mejor y
decidimos parar. ¡Siiii¡..... parar. Nos resultó muy difícil pero sabíamos que
sería bastante más rentable para más tarde.
Nos llevamos casi quince minutos disimulando una conversación. Una conversación
que ya se nos hacía imposible de mantener. Hablábamos de qué haríamos en esa
jornada siguiente y si íbamos a oír buena música el próximo sábado en algún
local. Casi al terminar de decir esto último, tú resoplaste para aliviar tu
tormento. Instintivamente, me llevaste mi mano derecha a tu trasero. Fue lo que
nos llevó de nuevo a comernos el uno al otro. Pensamientos de morbo y carne nos
invadían la cabeza permanentemente. Te lo pedí de nuevo: “déjame verlo de
nuevo, por favor”.
Así lo hiciste y te vi de espaldas, con las
piernas bien abiertas y tu trasero muy sacado, regalándomelo. Vi entonces, tu
vagina que iba prácticamente a explotar. No me lo pensé y metí de lleno la cara
en ella, deseándolo. Yo comía y comía. Tú, empezaste casi a decir guarradas que
nos hacían perder más la cabeza. Vi tu ano. Estaba dilatado, deseando ser
comido y lamido. Mi lengua no lo dudó y se dirigió hacia él, saboreándolo,
queriendo entrar y sentir el vicio de aquélla carne.
Por cierto, en aquéllos días, tú no estabas
tomando anticonceptivos, así que en caso de penetración habría un enorme riesgo
de embarazo. Lo comentamos y decidimos no hacer nada imprudente, sobre todo por
hacerme la confidencia que me hiciste de que aquel día era justamente el más
fértil de tu período. Estando así, no lo dudamos más y quisimos darnos algo
especial, así que empecé a escupir en tu ano. Tú diste un respingo y casi
empezabas a babear de gusto. Una vez que te lo humedecí bastante, me incorporé
hacia ti y besé tu nuca. Tú ya sabías lo que nos esperaba, por eso alzaste tu
pelvis y me ofreciste aquellos glúteos generosos. Mientras lamía tu cuello y de
camino a tu boca, mi polla empezaba a entrar tímidamente en tu trasero. No sería
fácil del todo pero aquello nos hacía pensar que merecería la pena. Al poco,
media verga mía ya la tenías dentro de tu trasero.
Por fin mi boca alcanzó la tuya. Nuestras
salivas se unían en una sola. Nuestras lenguas no evitaban el chasquido que
producían aquellos besos. Me pediste que hundiera más y más mi lengua dentro de
tu boca a la vez que sentías ya mi polla muy adentro. La sentías entrar y
salir. La sentías toda dentro. Querías más y más polla. Eso hizo que se me
hinchara más. Mi polla estaba más larga y dura, pero sobre todo más gruesa.
Todo tu interior iba a reventar de placer, cosa que hizo que tu cara reflejara
el morbo más sabroso. Todo era placentero, caliente y lleno de complicidad. Mi
lengua ocupaba tu boca y mi polla tu culo, así que decidí que mis dedos fueran
a tu vagina que ya estaba mojadísima. Al notarlo, me llevé uno de mis dedos a
mi boca para saborearte.
A los pocos segundos ya tenías todo tu
cuerpo lleno de mí. Así quedamos, entrando y saliendo, gozando y babeando los
dos. Sabíamos lo que nos esperaba y seguimos y seguimos. Cuándo ya no podíamos
esperar más, me pediste que te inundara tu vagina. En ese momento hablamos de
nuevo de la posibilidad de un embarazo y de la mala suerte de ser un día
realmente arriesgado. Nos miramos sin decir nada, pero al cabo de unos diez
segundos, me dijiste: “La necesito totalmente dentro, muy dentro”. Mi
polla no pudo aguantar aquellas palabras tuyas y metí automáticamente mi verga
muy profundamente, casi notando tu útero y fue cuándo notaste el salpicón de
semen muy dentro de tus entrañas, inundando la entrada de tu útero. Estabas
ardiendo. Mi polla roja y nuestras caras, complacientes. Bebí de tu saliva y tú
bebiste de la mía. Dijimos que aquella tarde había ocurrido algo muy especial y
así quedó en nuestras cabezas.
Acabamos extenuados pero muy satisfechos. Nos besamos y fuimos a asearnos,
prometiéndonos que aquélla no sería la última vez y nos besamos. Todo quedó
como empezó, en una complicidad inteligente, apasionada, pero sobre todo prometedora.
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