CUANDO GABRIEL REENCONTRÓ A MERCEDES
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Faltaba
poco para las dos de la madrugada cuando el tan esperado C-130 “Hércules”
rodaba por la pista de rodadura de la Zona Militar del Aeropuerto de Barajas,
en Madrid. Poco a poco, y a medida que las cuatro hélices iban perdiendo fuerza
en su rotación, el avión finalmente se detuvo y al momento tanto cinco
ambulancias militares como el grupo de personas que hasta el momento se apiñaba
casi al pie de la terminal, algunas de ellas expectantes, las más llorando,
sollozando a lágrima viva, pero más en silencio que otra cosa, avanzaron hacia
el portón y rampa posterior del aparato. El grupo de personas eran los familiares
y deudos de los que venían repatriados desde Afganistán, cinco hombres, cinco
cuerpos en total: Tres en ataúdes, los otros en camillas.
Los
repatriados eran parte de las víctimas de un ataque talibán, el último hasta la
fecha, a una patrulla española de la Fuerza de “Paz” allí desplegada. La
mayoría de los heridos habían quedado en Afganistán, en manos de los Servicios
Médicos del Contingente español, pero los tres muertos y los dos heridos más
graves se devuelven a España. Los primeros, para ser entregados a sus familias
tras las solemnes exequias que, presididas por S.M. el Rey, las Fuerzas Armadas
y el Gobierno español les tributarían dos días después, en tanto a los segundos
les traían para ser intervenidos en el Hospital Militar “Gómez Ulla” de Madrid.
Todos
ellos, ambulancias y familiares llegaron junto a la gran portada del avión, ya
abierta a esas alturas, y por la rampa que hasta el suelo de la pista formaba
empezaron a salir las camillas. Primero las que cargaban los tres féretros y a
continuación las dos con los heridos. Los familiares de los seres repatriados
se aglutinaron en torno a las camillas que bajaban del avión a sus seres
queridos y las escenas de desgarrado dolor proliferaron.
Las
madres, los padres, las esposas e hijos, los hermanos y hermanas, las novias de
los caídos para siempre, se abrazaban a los ataúdes pues en ellos abrazaban a
quienes nunca más verían… Y los gritos, los alaridos de dolor incontenido,
incontenible, se sucedieron dominando el ambiente y haciendo que entre los
efectivos del Ejército del Aire allí presentes, desde simples soldados hasta el
comandante jefe de la Zona y Base Aérea, los ojos les escocieran por lágrimas
pugnantes por derramarse, cuando no con los ojos arrasados por las lágrimas que
libremente corrían por sus mejillas, pues… ¿Quién es inmune al desgarrado dolor
ajeno cuando se presencia? Y no es que los familiares de los dos heridos no
estuvieran también sufriendo por ellos, que sí, pero les asistía el consuelo de
que, por lo menos, ellos hoy estaban vivos; desgarrados, casi aniquilados,
pero, por lo menos, vivos. Y ya se sabe, mientras hay vida, hay esperanza… Al
menos, eso, esperanza
Por
fin, los familiares de muertos y heridos fueron apartados de las camillas para
que éstas pudieran ser cargadas en las ambulancias que al instante partieron
hacia su destino. Las que portaban los féretros, a uno de los hangares de esa
Zona del aeropuerto y las que llevaban a los heridos rumbo al “Gómez Ulla”. Los
familiares de los muertos siguieron a éstos el hangar donde los ataúdes
quedarían depositados para velarles, acompañarles, hasta que se celebraran las
correspondientes honras fúnebres, y los de los dos heridos hacia el microbús
militar que les esperaba para conducirlos al Hospital militar.
Entre
éstos últimos, se encontraban los padres y la hermana de Gabriel. El muchacho
quince-dieciséis años atrás, con 18-19 años, empezando Segundo de
económicas, un día desapareció de casa.
Salió por la mañana hacia la Universidad y nunca volvió. Pero si el soponcio
familiar por su desaparición fue gordo, el que se lio tres días después, cuando
recibieron un sobre, una carta de él, matasellado en la Estación de Atocha y
con fecha del mismo día de su fuga, ya fue la repanocha. En esa carta les decía
que se iba porque en casa no podía continuar, que tenía que marcharse so pena
de cometer un día una tremenda locura. Se acusaba de ser un degenerado, un
depravado, pues había puesto sus ojos de hombre en la mujer que era Mercedes,
su hermana. Que la deseaba con toda su alma pues con todo su ser la quería, la
amaba… Que, así, mejor separarse de ellos, de todos ellos, pues de otra manera
de Mercedes, su hermana, no podría separarse… Que, de seguir bajo el mismo
techo que ella, cualquier día tal vez llegara a violarla… En fin, que mejor
poner tierra por medio entre los dos… Así, se despedía de todos ellos, de su
padre, su madre y su hermana para siempre. Nunca volvería, nunca volverían a
verse… Por finales, les pedía perdón a todos y les rogaba que no le odiaran por
todo eso. Cuando leyó aquello su padre se puso que se subía por las paredes… Lo
más suave que llamó a su hijo fue “Desgraciado hijo de setenta padres”, no de
sólo siete como suele decirse, lo que hizo que su santa esposa se santiguara ni
se sabe las veces.
Y
sí, Gabriel cumplió lo dicho, no volver a dar más señales de vida, hasta pocos
días antes, y no porque él directamente las diera, sino porque el Cuartel
General de la BriPac, la Brigada Paracaidista, les envió la siguiente misiva:
“Lamentamos comunicarle que su hijo, el capitán de esta Brigada D. Gabriel
Meneses, ha resultado herido de gravedad en Afganistán, durante una misión de
rutina.”
La
Misión rutinaria era una exploración en descubierta de cinco vehículos al mando
de Gabriel, a los que los talibanes atacaron por sorpresa haciendo estallar dos
cargas explosivas a su paso y hostigándoles después con fuego de mortero,
ametralladora y fusilería. Una de las cargas alcanzó de lleno a un blindado que
en segundos era una tea ardiendo; entre sus tripulantes, los tres muertos y el
herido que acompañaba a Gabriel, con el vientre abierto, el paquete intestinal
al aire y quemaduras graves por todo el cuerpo. No superó el post operatorio,
muriendo en las siguientes cuarenta y ocho horas.
El
ataque fue rechazado en poco tiempo, pues tras sofocar el incendio del vehículo
destrozado y rescatar los cuerpos de sus ocupantes, Gabriel ordenó el asalto de
las lomas desde cuya altura proviniera el ataque talibán, que enseguida
quedaron desalojadas, sin sufrir los “paras” más bajas que la de su capitán
jefe, Gabriel, alcanzado por dos impactos en pleno pecho, que le taladraron los
pulmones.
No
“lió el petate” entonces gracias a los helicópteros que el mando envió tan
pronto el radio de Gabriel dio la voz de alarma, dos de ataque y uno de
evacuación sanitaria, que a toda prisa aterrizó llevándose a los heridos, Gabriel
entre ellos, con un derrame interno que, si no es por la rápida intervención
del médico de a bordo, hubiera acabado con su vida antes de tocar tierra.
Tan
pronto como los dos heridos llegaron al “Gómez Ulla” se les trasladó a sendos
quirófanos, siendo los dos intervenidos de urgencia. Ya se dijo que inútilmente
para el compañero de Gabriel, un simple CLP (Caballero Legionario Paracaidista)
de veintipocos años, pero por fortuna para Gabriel, él sí salió adelante, pues
tras dos-tres semanas hospitalizado le dieron el alta hospitalaria enviándole a
su casa para que allí acabara la curación clínica, ya que sólo precisaría
seguir con antibióticos y mucho descanso, por lo que le prescribieron cama por
alguna que otra semana más, dos, tres.
Durante
el tiempo que Gabriel permaneció en el hospital la relación con su familia fue
prácticamente normal; incluso en los primeros días del post-operatorio, al
estar sedado casi todo el tiempo y con el gota-gota aplicado, bien su madre,
bien Mercedes, su hermana, se quedaron con él por la noche, en tanto que el día
toda la familia, padre, madre, hermana, lo pasaban en el hospital. Luego las
visitas se limitaron a buena parte de la tarde, aunque Mercedes empezó a faltar
una tarde sí y otra también.
Después,
con Gabriel ya en casa, la relación empezó a enrarecerse un tanto, pues los
ratos que él pasaba sólo en su habitación comenzaron a menudear. Ni primero en
el hospital, ni mucho menos luego en casa, se sacó a colación nada que se
relacionara con su huida de catorce años atrás. Todos se esforzaban por
aparentar que esos años no habían transcurrido, que nada pasara entre ellos ni
antes ni ahora. Las conversaciones pues, eran intrascendentes; ese tipo de
dialogo que suele mantenerse por compromiso y a base de estereotipos, tópicos y
demás.
La
verdad es que a una mayor fluidez de relaciones Gabriel ayudaba poco, pues sus
intervenciones se limitaban a responder con monosílabos a cuanto le decían, el
típico “Sí”, “No”, “Tal vez”, “Quizás”, “No sé”. Él se encerraba en sí mismo,
manteniéndose distante, hermético a todos. Se le notaba inseguro, intranquilo;
sin sitio ya entre ellos, su familia. El mismo se consideraba extraño a aquella
familia que era…que fue la suya hasta que… Sí, hasta que se hizo imposible que
eso pudiera seguir siendo así… Y las cosas no mejoraron cuando Gabriel pudo por
fin abandonar la cama para pasar a ocupar, casi permanentemente, un sillón. No,
no mejoró, sino que más bien, empeoró.
El
muchacho, que ya no lo era tanto pues los treinta y cuatro quedaron atrás pocas
semanas antes, se encastilló en la terraza acristalada y allí se pasaba las
horas muertas, sin hacer nada; sin expresar emoción alguna. Sin hablar salvo
que le preguntaran o dijeran algo y, de todas formas, encerrado en sus
monosílabos, en sus respuestas escuetas, empeñado en su voluntario
enclaustramiento, su voluntaria introversión. Allí se pasaba día tras día,
recluido en aquella terraza cerrada por una cristalera que permitía estar allí
tanto en verano como en invierno, con mal o con buen tiempo, lloviera, nevara o
fuera un día de sol. Siempre allí, siempre observando la calle, siempre sin
hacer nada ni interesarse por nada.
Aquello
estaba haciendo la vida de los demás con él francamente imposible. La verdad es
que en esa casa reinaba un ambiente que más enrarecido no podía estar; por una
parte la desconfianza de sus padres hacia Gabriel hasta parecía hacerse física;
eso Gabriel lo notaba, lo sentía, en lo más hondo de su alma, y hacía que no se
atreviera a mirar a nadie a la cara. No era capaz de sostener la mirada de
nadie y por eso los rehuía a todos; por eso los evitaba y se encerraba en sí
mismo. Y si a eso añadimos que el sentimiento de culpabilidad se le había
recrudecido el panorama que ante sí tenía el muchacho, ya un tanto maduro, se
redondea.
Decíamos
que el ambiente en aquella casa, entre aquella familia, era enrarecido, pero no
era eso sólo, sino que también había allí mucho de tragedia familiar, pues a
esas manifiestas desconfianzas, a esa vergüenza supina, se añadía el
sentimiento de dolor, de tragedia griega, ante el cariño que por una parte, y
como padres tenían los de Gabriel hacia él, pues los padres, y aún más las
madres, nunca dejan de ser eso ante todo, padres y madres, y el cariño hacia el
hijo nunca puede sofocarse, siempre está allí, mantenido; y ello a pesar de
todos los pesares. Y tampoco el cariño de los hijos hacia sus progenitores, su
padre y su madre, se eclipsa nunca, sino que está allí, vivo y pujante contra
viento y marea.
Pero
tampoco ese amor hacia el hijo podía superponerse al que la hija les inspiraba,
y las inclinaciones que hacia su hermana él les confesara en su carta de
despedida no eran de desdeñar pues seguramente que ahí estarían todavía y quién
les aseguraba que un día esas inclinaciones llevaran a su hijo a cometer
cualquier bajeza contra su hermana y entonces ellos… ¿Qué harían? Sobre todo el
padre. ¿Matarle incluso?... Pudiera ser… Desde luego, denunciarle y mandarle a
la cárcel… Pero entonces, ¿cómo sobrevivirían ellos, el padre y la madre?... ¿Se
lo perdonaría alguna vez su mujer a él? ¿Qué pasaría con su propio matrimonio,
de casi cuarenta años?
También
para Gabriel la cosa estaba muy, pero que muy cruda. Aquella pasión que por su
hermana en tiempos sintiera, los años de alejamiento unidos a la tensión en que
estos años viviera habían ido templándola, adormeciéndola por así decirlo; pero
desde que volviera a entrar en contacto con su familia, desde que volviera a
entrar en contacto con ella misma, lo adormecido había despertado y esa antigua
pasión reverdeció con fuerza inusitada. En especial, desde que, del hospital,
regresara al hogar paterno. En fin que, por ambos lados, la cosa estaba que
echaba chispas; y ya se sabe, el diablo viene, sopla, y el incendio ya no hay
quien lo pare.
Pero
no todo el mundo en aquella casa vivía bajo aquel permanente estrés que devenía
en que ni los padres ni el hijo pudieran encontrar sosiego en sus vidas.
Mercedes, la hija de los primeros y hermana del segundo, no participaba para
nada de aquella especie de “Aquelarre” en que la vida de los primeros, padres y
hermano, se sumiera. Ella seguía su vida tranquila, sosegada… Se diría que
degustándola día por día. Hasta parecía que desde que Gabriel se reincorporara
a la familia se encontraba mejor. Mejor cada día, en franca aplicación del “Hoy
mejor que ayer, pero peor que mañana”.
Pasaron
los meses y Gabriel cada día se encontraba mejor; y, sobre todo, más fuerte. Hasta
el punto de que su retiro en la famosa terraza, dado que el buen tiempo era la
tónica climatológica del momento, se trocó por salir a la calle; pero no al
tumulto y el tráfago callejero del centro, sino a los paseos por unos recoletos
jardincillos que rodeaban buena parte del edificio donde vivían.
Un
pequeño bosquecillo de árboles frondosos en sombra salpicado de parterres
ubérrimos en plantas florales, más un sucinto estanque de peces multicolores,
con su fuente en el centro de eterno manar agua. Bosquecillo, además, surcado
de paseos casi desiertos y orillados por bancos, casi todos ellos acogidos a
las mil y una sombras que los árboles otorgaban. Un auténtico paraíso para toda
persona que busque “La descansada vida del que huye del mundanal ruido y sigue
la escondida senda por donde han ido, los pocos sabios que en el mundo han
sido” que diríamos si parafraseáramos a Fray Luis de León en su deliciosa “Oda
a la Vida Retirada”, un “remake”, que se diría hoy, del “Beatus Ille”, “Dichoso
aquel”, del poeta latino Horacio, que era, ni más ni menos, la forma de vivir
que de momento Gabriel quería seguir. Lugo allí pasó a retirarse y, como antes
en la terraza, ahí se pasaba horas sin cuento. Unos ratos paseando por los
caminitos que formaban los paseos; otros, descansando sentado en un banco y
escuchando el silencio que por tales andurriales era lo común, silencio sólo
quebrado por el trinar de pájaros o el murmullo del viento, la brisa entre las
ramas de los árboles.
Cuando
Mercedes volvía del trabajo, al medio día, a veces le encontraba allá, en su
nuevo retiro. En tales casos, lo normal es que de lejos le saludara, le enviara
un besito con los dedos de la mano incluso, aunque también había veces que se
acercaba a él, le besaba en la mejilla dándole algo de palique sobre cosas baladíes,
intrascendentes, a pesar del trato huraño y descastado que por lo general
Gabriel le dedicaba, fruto de la gran desazón que siempre le produce la
cercanía de su hermana.
Uno
de esos días, tal vez mejor decir tardes, que Mercedes regresaba a casa tras
trabajar, como casi a diario sucedía, también le divisó en lontananza; Gabriel,
entonces, estaba sentado en un banco de uno de los paseos o caminos del
bosquecillo; y como otras veces ocurriera, la muchacha desvió su camino para
acercarse a él antes de entrar en casa. Así que se llegó hasta su hermano y,
como habituaba, le besó en las mejillas, a pesar del gesto más torvo que otra
cosa del muchacho; pero esta vez, para sorpresa y azoramiento de Gabriel,
Mercedes se sentó a su lado
¿Qué
haces aquí? Anda, vete a casa y déjame en paz
Muchas
gracias por ser tan amable conmigo, Gabriel
¡No
hay de qué darlas!
Gabriel
había respondido con toda la mala sangre de que fue capaz, pero Mercedes no
respondió a su desdén. Permaneció unos instantes en silencio, para enseguida
decir:
¿Por
qué eres tan borde con nosotros? ¿Qué te hemos hecho Gabriel? ¿Es que ya no nos
quieres? ¿No quieres ya a papá, no quieres a mamá?
¡Cómo
puedes decir semejante tontería! ¡Pues claro que los quiero! Son mis padres,
¿no? Además, mucho más de lo que podáis creer todos… ¡No sabes lo que me he
acordado de ellos en estos años!...
¡Muy
bien hermanito!... Los has echado mucho de menos… ¡A ellos!... ¿Y a mí qué?...
¡Que me parta un rayo, ¿no?!
A
lo mejor, Mercedes;…a lo mejor
De
nuevo reinó el silencio entre los dos, con la mirada de ambos hermanos perdida
al frente, aunque más bien que sin ver nada. Por fin, Gabriel rompió ese
silencio
Antes
me preguntaste si es que ya no quería a papá y a mamá, pero respecto a ti no
dijiste nada…
Es
que eso lo daba por entendido… Eres mi hermano, ¿no?
También
papá y mamá son mis padres y sin embargo…
Nuevo
silencio entre los dos, que casi en segundos rompe Gabriel
Y
si te dijera que sí, que desde luego también te quiero… Pero… Más allá de cómo
se quiere a una hermana… ¿Qué dirías?
Sencillo,
que estás loco
Sí;
algo loco sí que debo estar… Creo que al menos un poco lo estamos tanto los
“paracas” como los de La Legión… Hay que estar loco para alistarte allí.
Una
cosa me intriga Gabriel. ¿Cómo es que te hicieron capitán? ¿Tan valiente has
sido para ascender hasta ahí? Porque ingresarías de soldado ¿no?
Sí,
ingresé como aspirante; es decir, recluta. Pero no, mi ascenso a oficial no
tuvo nada de épico o heroico; fue mucho más prosaico. Cuando ingresas, al
superar el periodo de instrucción y el curso de paracaidismo, te ponen por
delante un contrato de permanencia de tres años. Ese primer contrato llegó a su
fin y yo decidí prorrogarlo por otros tres años. Había elegido seguir la vida
militar y entonces me dije si mi única ambición era ser eterno CLP; cabo,
sargento como mucho… Yo tenía no sólo el bachillerato, sino la Selectividad
también. Hasta un curso de carrera universitaria. Luego me presenté a las
oposiciones de acceso a la General Militar de Zaragoza, la AGM. La primera
convocatoria la cateé, pero en la segunda logré entrar. Dos años en Zaragoza,
en la AGM y otros dos en Toledo, en la Academia de Infantería, me hicieron
teniente de Infantería; ocho años de teniente y, ahora, por antigüedad, me
acababan de ascender a capitán… Como ves, cauces normalitos… Como cualquier
otro españolito con Bachillerato y Selectividad.
Poco
más dio de sí aquella que podríamos llamar primera conversación entre ambos
hermanos en mucho tiempo. El tiempo siguió pasando y Gabriel mejorando de modo
que no mucho después estaba en condiciones de valerse por sí mismo. Al poco de
eso pensó que había llegado el momento de dejar otra vez la casa paterna y
trasladarse a una residencia militar para oficiales. Al final aquello no pudo
realizarse, y no porque sus padres pusieran demasiado empeño en evitar que su
hijo se alejara de nuevo de ellos, sino porque el médico que le atendía juzgó
oportuno darle el alta definitiva al entender que mejor tal vez nunca se
quedaría. Necesitaría rehabilitación para quedar útil para todo servicio, pero
ante todo, tendría que pasar por un tribunal médico que evaluara si seguía en
el servicio activo o pasaba a la reserva, activa o pasiva, y ante ese tribunal
médico sólo comparecería si así lo pidieran bien él mismo, bien el mando de la
BRIPAC, a petición del comandante de la 3ª Bandera, “Ortiz de Zárate”, a la
cual Gabriel estaba adscrito.
En
fin que el mismo día en que recibió el alta médica el muchacho empezó a
preparar la marcha al campamento de Jabalí Nuevo, en Alcantarilla, Murcia,
donde en el reglamentario plazo de tres días debería presentarse. Así, aquella
tarde fue preparando su equipaje, lo que no necesitaría parea el día siguiente
y el otro, cuando emprendería el viaje.
Al
día siguiente, de mañana, se presentó en el Gobierno Militar de Madrid por el
pasaporte destino Alcantarilla y en la tarde acabó de empacar cuanto
necesitaría llevarse. A última hora de aquella tarde el ambiente en la casa se
fue tornando progresivamente más y más triste, pues los padres, para entonces,
se empezaron a dar cuenta exacta de que el hijo volvía a marcharse y sabe Dios
hasta cuándo y, lo peor, a dónde acabarían por mandarle… ¿A Afganistán de
nuevo?... ¡Dios no lo quisiera!... Bueno, Dios y Gabriel, pues también su niño…
Porque, al parecer, lo menos tres veces había ido allí voluntario, a petición
propia…
En
fin, que su padre estuvo casi toda la tarde más serio y callado que un juez en
su tribunal y la madre llorando, gimoteando, por los rincones. Mercedes, su
hermana, también seria, también callada, pero también medio, digamos y perdón
por la gruesa locución, cabreada; ni se sabe por qué. Aquella noche, a idea de
Gabriel, la familia, padres, hija e hijo, cenaron fuera; en un restaurante más
bien carito se reunieron los cuatro aunque la alegría no fuera la nota
dominante de la reunión. La cena se acabó antes de lo previsto, pues los padres
pronto reclamaron la vuelta a casa. Tan pronto volvieron a casa, papá y mamá
pidieron a Mercedes que, como cada noche, les preparara su vaso de leche bien
calentita, y ella así lo hizo. Al momento los padres se fueron a la cama y
Gabriel hizo lo mismo muy poco después.
Cuarenta
minutos después, o tal vez más, cuando Gabriel empezaba a sumirse por fin en
los primeros y someros sueños, el ruido de la puerta al abrirse le fastidió el
proyecto onírico. Entreabrió un ojito y al momento abrió los dos, como platos,
al tiempo que de un salto, como quién dice, se sentó en la cama
¡Pero!...
¡Pero!... ¿Estás loca Mercedes? Si los papás te ven aquí, en mi cuarto, y de
semejante guisa… Lo menos, lo menos… ¡Me
capan!... ¡Me capan Mercedes, me capan! ¡Y de ahí p’arriba!...
Efectivamente,
era Mercedes, su hermana. Descalza y con un camisoncito de tirantes cuya tela,
de puro tenue y liviana, era casi transparente. Y cortito, muy, pero que muy
cortito...”masié” cortito, vamos
Tranquilo
hermanito; papá y mamá duermen como troncos. Acabo de pasar por su puerta, y
roncan los dos que tú no veas. ¡Anda con mamá, siempre quejándose de los
ronquidos de papá! ¡Pues menuda “trompeta” gasta cuando duerme boca arriba,
como ahora! Te garantizo que a esos les tendremos que despertar si queremos
despedirnos de ellos antes de irnos, porque, de “motu proprio”, no despiertan
antes del mediodía.
¿Y
eso tú cómo lo sabes?
Sencillo
hermano. En los vasos de leche les he disuelto somníferos que dormirían hasta a
un caballo
¡Pero
cómo haces eso insensata!
Gabriel
se había tirado de la cama al oír lo de los somníferos, dispuesto a ir al
cuarto de sus padres, despertarles, y mantenerles despiertos hasta que el
efecto se hubiera pasado, ante las consecuencias cardíacas que la locura de su
hermana pudiera producir.
¡Tranquilo
hermano, tranquilo! Todo está bajo control. Que no iba a ser tan burra como
para darles una sobredosis que se los llevara al Otro Barrio. Para eso tiene
una amistades, y mi amiga Lola, la médico que atiende, precisamente a papá y
mamá, me ha dado la dosis suficiente para mantenerlos dormidos lo menos ocho o
diez horas y sin esos peligros. No pensarás que quiero matarlos.
Gabriel
quedó más tranquilo con lo que Mercedes le dijera. Pero al punto se volvió a
intranquilizar recordando algo de lo que su hermana dijera y que al pronto no
lo captó, pendiente como estaba por el resultado que para la salud de sus
padres tuviere la “trastada” de Mercedes.
¿Se
puede saber qué quieres decir con eso de “Despedirnos de papá y mamá antes de
irnos?
¿Sabes
hermanito? ¡Pareces tonto! Porque, digo yo, que lo de “Despedirnos de papá y
mamá” está bien claro: Que tú, mañana, no te vas a ir solo, sino que yo me voy
contigo. ¡Que nos iremos los dos juntos, vaya!
¡Ni
hablar del peluquín!
¡Ni
hablar de no irme contigo! Y no te pongas tonto que ya sabes que te puedo…
(Mercedes se echó a reír en las narices de su hermano, de la forma más
descarada que uno se pueda imaginar) Porque, vamos a ver, ¿cuánto tiempo
aguantarías a tu querida hermanita, llorosa y lacrimosa, haciendo pucheros minuto
sí, minuto también? Reconócelo mi querido hermanito, lo que las coplas de la zarabanda;
al momento, rendidito a mis pies diciéndome: “Lo que tú quieras Mercedes; lo
que tú digas, hermanita querida”… ¡Que son muchos años de “mili”, hermano, y te
tengo ya más “guipao” que Sancho Panza a D. Quijote
Mercedes
siguió riendo a mandíbula batiente, en tanto Gabriel bajaba todavía más la
cabeza, rojo como un tomate y totalmente desarmado ante su hermana, pues ésta
tenía razón; siempre, siempre, por finales, ella había hecho lo que le daba la
gana y él lo que ella quería… Esa era su mayor cruz, saber que nunca, nunca,
ella dejaría de dominarle a su antojo. Entre tanto Mercedes dejó de reír,
centrándose en mirarle a él fijamente; con celo e intensidad, envolviendo a su
hermano en esa mirada más escudriñadora que otra cosa, con lo que la poca
seguridad que a Gabriel le quedaba se iba esfumando a marchas forzadas.
¿Por
qué te fuiste como te fuiste?... Entonces, hace años…
¿Y
cómo me fui?
Sin
una explicación… Sin una palabra… Sin hablar primero conmigo…
¿Y
qué tenía que hablar contigo?... Sencillamente, no podía seguir en casa… No…no
hablemos de eso ahora; es el pasado, el ayer…. Ya no importa… Pasó y bien
pasado está… Olvidémoslo; olvídalo hermanita… Era, fue, una locura… Y las
locuras mejor olvidarlas… Más, si su recuerdo desagrada…
Fue
una pena que, antes de irte, no hablaras
conmigo… Podrían haberse evitado tantas cosas…
Mercedes,
de verdad; por favor, cariño. Déjalo, dejémoslo, por favor, por Dios… Olvídalo…
Olvidemos el ayer… Es doloroso… Doloroso para todos… Doloroso para papá, para
mamá… Doloroso para ti; doloroso para mí…
¡No
quiero dejarlo!... Y menos todavía, olvidarlo
Según
hablaba, Mercedes se iba enardeciendo. Las mejillas se le coloreaban, más y más,
a medida que hablaba; las aletas de la nariz le temblaban al compás que la
tensión arterial marcaba al subirle. Y todo esto sin cesar de hablar
Aquel
día, cuando nos juntamos en el jardincillo de abajo, donde te refugias
últimamente, me preguntaste qué te contestaría si me dijeras que me quieres
bastante más que como a una hermana; yo dije que si eso me lo decías te diría
que estabas loco. Sí, loco por querer, desear, un imposible… Una aberración incluso.
Pues bien, ¿sabes una cosa?... Que yo también estoy loca, tan loca como tú… Por
querer, desear, yo también ese mismo imposible. Cariño mío, soy víctima de la
misma aberración que a ti te aqueja… Te quiero hermano, y no sólo como tu
hermana, sino como mujer, la mujer que soy.
Ahora
sí que Gabriel no sabía si soñaba, estaba despierto o qué narices le pasaba,
pues lo que escuchaba se decía que no podía ser real. Y no vino a aclararle
demasiado las cosas cuando su hermana, Mercedes, tras bajarse los tirantes del
camisón dejando así que el mismo cayera hasta el suelo, destapó la cama
metiéndose dentro, toda ella desnudita, ni más ni menos que como cuando salió
de las entrañas de su madre, sólo que ahora algo más crecidita que entonces.
Anda
hermano, déjame sitio, pues desde ya vamos a ir recuperando todo el tiempo que
llevamos perdido; como poco, quince años...
Al
entrar en la cama Mercedes se puso de lado, dándole la cara a su hermano. Sus
manos le cogieron de hombros y brazos, haciendo que también él, Gabriel se
pusiera de lado, dándole el frente a ella. Entonces le abrazó, rodeándole el
cuello con sus brazos en tanto sus muslos atrapaban entre ellos uno de su
hermano buscando que su más femenina intimidad se refregara a modo y manera con
el masculino muslo atrapado.
La
boca de Mercedes buscó ansiosa la de su hermano, y sus labios se fundieron en
un beso que al principio fue suave y tierno, de puro amor y más bien exento de
sensualidad, pero que poco a poco fue creciendo en grados de pasión sexual
hasta hacerse una comida de bocas que para qué te cuento. Para entonces Gabriel
había salido de ese entre estar medio atontado y ser tonto de capirote, por lo
que el mancebo tampoco se quedaba atrás en sus caricias, pues, aparte de
entregarse con inusitado fervor a la comida de boca con su hermanita y hacer
que el muslo que Mercedes mantenía atrapado entre los femeninos coadyuvara activamente
en los refregamientos de ella, también sus manos se habían apoderado, a esas
alturas, de los dos senos de Mercedes, los cuales acariciaba con brioso entusiasmo,
senos y pezones, pues también a éstos atendían rendidamente sus manos,
pasándoles por encima las yemas de ambos pulgares hasta hacerles engrandecerse
y endurecerse en todo su pujante esplendor.
Aquellas
delicadas pasadas, aquellos tironcitos, suaves y tiernos, que los dedos
masculinos dedicaban a lo que más eran pezonzazos que pezoncitos, hicieron que
los ardores de su hermanita se dispararan casi “ad infinitum”, imponiendo que
la boca de Mercedes se despegara de la de su hermano para expresar a gritos las
divinas sensaciones transmitidas por las dulces y placenteras descargas
eléctricas que a lo largo de la columna vertebral anunciaban la inminencia de
su primera venida en esa noche que se preveía casi sin final.
¡Ah!...
¡Ah, hermanito!... ¿Qué me haces mi amor?... Cariño mío… ¿Ves?... ¿Ves cómo me
tienes, cómo me pones? ¡Ag!... ¡Ag!... ¡Qué gozo, qué placer que me das
hermanito, vida mía!... ¡Besa mis tetas!... ¡Lámemelas!… ¡Chúpamelas!... ¡Y los
pezones cariño mío!... ¡Los pezones!... ¡Los pezones también!...
Mientras
esto decía Mercedes, el movimiento de vaivén de sus caderas en busca de la más
intensa e íntima frotación con el atenazado muslo de su hermano adquiría más
que notorias marcas de velocidad que sostenidamente iban “in crescendo”. En un
momento dado aquello tomó velocidad casi de vértigo; la espalda de la hermanita
se tensó cual cuerda de piano, solo que arqueada; las dos hileras de dientes se
fueron enclavijando en un peregrinaje que, iniciado en el cuello de su hermano,
fue descendiendo sucesiva y rápidamente, primero a los hombros del hombre para
finalmente fijarse en el pecho masculino. Al propio tiempo, los brazos ciñeron
hasta cerca del paroxismo el dogal trenzado en torno al cuello del muchacho, en
vano deseo de fundir ambos cuerpos en uno solo, en curiosa coincidencia con la
máxima bíblica del Génesis: “Y se unirán los dos en una sola carne”. Por su
parte, las manos de Mercedes se asentaron firmemente en la espalda de su
hermano, de manera que ocho dedos se engarfiaron en la parte alta de esa
espalda, hasta que las uñas, esas uñas cuidadas, afiladas y esmaltadas en color
rojo vivo, tan rojo como la sangre fresca, se hundieron en la carne de esa
espalda rasgando la piel a su paso.
El
cuerpo de Gabriel quedó marcado por uñas y dientes femeninos. Estos, dejando tras
de sí sus huellas en forma de paréntesis que se abren y se cierran, marcados
por los dos arcos dentarios, superior e inferior, y las uñas como grietas
abiertas en la piel, de las que manaban tenues hilillos sanguinolentos. El
cuerpo de Mercedes se había erguido sobre sí mismo, tensada la espalda a la par
que curvada hacia afuera; el rostro desencajado por el acceso de placer y la
garganta gimiendo, jadeando y más que gritando, aullando, de inmenso gozo. Le
había sobrevenido, por fin, la esperada llegada a la cima del placer de Eros.
¡Me
vengo amor mío! ¡Ya estoy aquí, querido mío, me estoy viniendo! ¡Qué gozada
Dios mío! ¡Es!… ¡Es divino!... ¡Qué gusto, Señor, qué gusto!...
El
ritmo de las caderas de la joven, que minutos antes llegara a ser frenético,
poco a poco fue decreciendo como así mismo las espasmódicas contracciones de su
más íntimo interior, apoderándose de ella una grata calma, una casi relajante
laxitud tras los dos orgasmos casi consecutivos que acababa de disfrutar. Sus
piernas cedieron el dogal que atenazara el muslo de su hermano y su cuerpo semi
desmadejado se dejó caer sobre la cama, boca arriba, en tanto los latidos de su
corazón trataban de regularizarse, regularizando la respiración.
Gabriel,
bastante más sosegado pues ningún orgasmo le había llevado aún a la casi
aniquilación física, se dedicaba a regalar los sentidos a su hermana,
acariciando todo su cuerpo, toda su piel, cada centímetro cuadrado de la misma,
con mil y una caricias; caricias prodigadas tanto por las manos como la lengua
y labios masculinos que recorrían sin tregua la geografía del cuerpo femenino
de Mercedes, en sucesivas y permanentes pasadas por aquí, allá y acullá.
A
Mercedes, recuperarse apenas si le costó tiempo pues el gran enervamiento que
la embargaba, las incontenibles ansias de amar y ser amada, con todas sus
físicas consecuencias, no le permitían relajarse del todo al mantenerla en permanente
estado tórrido, lo que hizo que en pocos minutos prorrumpiera así
Hermanito,
vida mía, alma mía, entra en mí; hazme tuya, hazme mujer, tu mujer…. No aguanto
más sin tenerte dentro… Te deseo con toda mi alma, con todo mi ser… Por favor
hermanito, por favor; te lo ruego, amor mío, hazlo…hazlo ya…
Gabriel
se inclinó sobre ella una vez más y una vez más besó con pasión sus labios, su
boca. De nuevo ambas lenguas se entrelazaron, sus salivas se mezclaron al
tiempo que él se empezaba a despojar de la chaqueta del pijama desabrochándose
los primeros botones con una sola mano mientras con la otra se mantenía medio
erguido sobre la cama, medio inclinado sobre la mujer. Entonces ella dijo
Déjame
a mí Gabriel, hermanito; deja que sea yo quien te quite la ropa
Dicho
y hecho. Gabriel cesó en su desabotonar, tomándole Mercedes el relevo. Pronto
los botones quedaron sueltos y la mujer procedió a despojar a su hermano de la
chaqueta, sacando primero la manga del brazo cuya mano quedaba suelta, libre al
aire, para seguidamente, y tras cambiar él la mano con que se sustentaba sobre
la cama por la del brazo ya libre de tela, sacó por entero la chaqueta,
enviándola al suelo, sin consideración que valiera. Luego Mercedes se irguió
sobra la cama posándose sobre ella de rodillas para, seguidamente, gatear hasta
quedar a los pies de su amado. Se acomodó a horcajadas sobre su hermano y llevó
sus manos al elástico de los pantalones de la prenda de dormir, tirando hacia
abajo por la cintura de tales pantalones hasta sacárselos por los pies, tarea
en la que Gabriel colaboró en el momento oportuno, alzando las posaderas cuando
tal cosa fue preciso. Los pantalones siguieron la suerte de la chaqueta,
apareciendo entonces la anatomía de Gabriel en todo su esplendor. Mercedes se
quedó admirándola, que no sólo mirándola, más arrobada que menos, ante lo que
veía
¡Qué
guapo eres, hermano!… ¡Y qué “buenorro” estás!... ¡Con razón me tienes como me
tienes!...
Mercedes
estaba como antes, tumbada en la cama boca arriba. Lanzó un suspiro y tendió
una mano a su hermano que él tomó entre las suyas. Entonces la muchacha se
apoderó de una de las manos que guardaban la suya y, tirando de Gabriel hacia
sí misma, decía al tiempo que abría sus piernas de par en par.
Hermanito,
cariño mío, ven a mí. Entra en mí, penétrame… Hazme mujer, vida mía… Tu mujer…
Tuya, Gabriel, solo y únicamente tuya… Tu mujer mientras tú vivas; tu mujer
mientras yo viva… Aunque algún día te canses de mí, aunque algún día tú me
dejes, yo seguiré siendo tuya… Pase lo que pase, tuya para siempre amor mío,
única y exclusamente tuya, hermanito querido
Gabriel
no se hizo esperar. Al momento maniobró para encaramarse sobre el cuerpo de su
hermana, su hembra, su mujer, quedando arrodillado ante ella y entre sus
abiertas piernas. Mercedes entonces abrió aún más ese Arco de Triunfo que
formaban sus piernas, sus muslos, bien abiertos, a tope abiertos, mientras su hermano-hombre
dirigía su viril miembro al centro de la pelambre negra que poblaba el pubis
femenino; sus dedos encontraron y abrieron los labios vaginales y su virilidad
poco a poco se fue deslizando entre ellos hasta alcanzar la entrada al Paraíso de
las Mil y Una Noches. A partir de ahí la virilidad de Gabriel fue internándose
en la más genuina intimidad femenina de Mercedes que, tan pronto como sintió
que la invasión de sus entrañas comenzaba, se abrazó al cuello de su hermano
con inusitada estrechez, como buscando fundir su ser al de su hermano, mientras
musitaba, con voz queda, al oído del hombre
Te
amo hermano… Te amo, te quiero, cariño mío… Disfruta de mí, disfruta mi cuerpo,
amor, cariñito mío
Entonces
fue cuando Gabriel se llevó la sorpresa más grande de su vida, pues de pronto
notó que algo se oponía a la penetración. Algo flexible, que a un tiempo se
oponía y cedía… No; eso no podía ser… Cómo era posible que, a sus treinta y
seis años, pasados ya, además, el himen de Mercedes todavía estuviera intacto,
existiera aún… ¡Era de locos, siquiera pensarlo!... Pero… ¡Allí parecía
estar!... Gabriel se detuvo en el acto; la penetración cesó y Mercedes le miró
desconcertada
¿Qué
pasa, cariño? ¿Por qué te paras?
No…
No es posible… ¡Eres virgen!... ¡Todavía eres virgen, hermanita!
¡Pues
claro que soy virgen aún, cariño mío! Te he esperado Gabriel; eras tú o nadie…
¡Sigue cariño mío, sigue! Te lo dije antes: Hazme mujer; tu mujer hermanito
Te
dolerá Mercedes; te dolerá mucho, más de los normal. Ahora tu himen es más
fuerte que antes, hace diez años. Es más grueso que entonces, y el desgarro
ahora más doloroso que entonces
¿Crees
que no lo sé? Pero lo deseo... ¿Es que no lo ves? ¿Es que no ves cómo te ansío?
Mi amor, llevo mucho tiempo esperándote… Dieciséis años… Vamos queridito mío,
sigue; sigue mi amor… Llévate por delante mi doncellez…
Gabriel
no lo pensó más. Su virilidad penetró las entrañas de su hermana hasta lo más
profundo, si bien tampoco ello significó que la ternura del hombre hacia la
mujer decreciera ni un solo segundo. Aquella unión sexual fue la máxima
expresión del amor entre un hombre y una mujer; entre un hombre y su mujer,
entre una mujer y su hombre… El momento álgido de la penetración, cuando el
himen cedió, desgarrado, quedó señalado por el hondo gemido de dolor que
Mercedes exhaló en ese momento, acallado mordiéndose los labios hasta hacer
saltar la sangre. De nuevo Gabriel, solícito con su hermana y muy especialmente
en tal trance, se detuvo de nuevo
¿Te
duele mucho Mercedes?
No
te preocupes amor, no pasa nada. Sigue cariño mío. Hazme el amor cielo mío.
Al
tiempo que esto decía, la muchacha alzó las abiertas piernas para con ellas
ceñir en prieto dogal las nalgas, hasta la cintura de su hermano. Y de nuevo Gabriel
volvió a mover sus caderas adelante atrás, adelante atrás, al tiempo que sus
manos, sus labios, su lengua acariciaban los labios, pechos y pezones de su
hermanita, atemperándole lo más posible el momento. Los minutos pasaban y
Gabriel insistía en la ternura de su trato, acompañando las caricias quedas
manifestaciones de amor vertidas al oído de su hermana.
Te
amo hermanita… Te quiero, te quiero, te quiero… Te adoro ángel mío
Tal
vez fuera por eso, por el amor, el sincero cariño, con que su hermano la
rodeaba, o por lo que fuera, pero la cosa es que pronto Mercedes se empezó a
sentir sumamente a gusto… Feliz y casi, casi, relajada… Ciñó aún más, si ello
fuera posible, el cuello de Gabriel con sus brazos y, también quedamente, fue
deslizando al oído de su hombre
Gracias
Gabriel, hermanito… Gracias por tu cariño, tu ternura… Por lo gentil que eres
conmigo… Te quiero, vida mía… Te amo con toda mi alma… Y con toda mi pasión…
Soy feliz, cariño mío… Me haces feliz, muy feliz… Inmensamente feliz,
inmensamente dichosa… Bien mío, me estás haciendo disfrutar, al tiempo que me
llenas de suave, tranquila y sublime placidez
Hasta
entonces Mercedes había mantenido inactivas sus caderas; le daba miedo moverlas
pues temía, y mucho, al dolor, al dolor que las embestidas de su hermano le
infringieran en un principio, porque sí, como él le anunciara no era lo mismo
ser desflorada a los veinte y pocos años que a los treinta y no pocos como
entonces ella tenía. Pero el dolor había ido disipándose, sustituido por la
placidez que las caricias de su hermano le producían y, también, cómo no, por el
placentero gozo que las embestidas de Gabriel ahora le proporcionaban. Y ella,
Mercedes, en esos otros momentos quería, deseaba con ansia libar la miel, el
néctar de los placeres del amor, con lo que sus caderas entraron en movimiento
acompasándose al ritmo impuesto por el movimiento, el ir y venir, de las
caderas masculinas en su adelante-atrás, adelante-atrás, adelante-atrás, y así
“ad infinitum”. Los gemidos que antes reprimiera al causarlos el dolor, ahora
brotaban libremente de su boca, pues ya de dolor no eran, sino de infinito
placer; y a los gemidos se unieron, alternándolos, los jadeos, los expresivos ayes
¡Me
gusta! ¡Ay, ay! Me gusta cielo, me gusta… Me gusta lo que me haces… Soy… ¡Ay,
ay!... ¡Soy dichosa, cariño mío!... ¡Muy, muy!... ¡Muy dichosa cielo mío!...
Qué gusto, mi rey, qué gusto más grande me… ¡Aaahhh!... Me provocas… ¡Qué me
haces, bien mío, qué me haces!… Me, me vuelves…¡¡¡Aaahhh!!!... ¡Me vuelves
loca!... ¡Loca, sí, loca!... ¡Loca de gusto, de placer!... ¡¡¡Aaaahhhh!!!...
¡Me vengo, cielo, me vengo!... ¡Ya estoy aquí!... ¿Lo ves, cielo mío? ¿Ves, ves
lo que me haces? ¿Lo notas, me notas, me sientes?... ¡Me “cooorrrooo”, cariño
mío, me “cooorrrooo”!...
Mercedes
disfrutó, por fin, de su primer orgasmo verdadero, el primero que una masculina
virilidad le procuraba, y eso en ella fue un descubrimiento, pues entonces supo
de una cualidad en ella hasta entonces desconocida, la capacidad
multiorgásmica, pues aquél primer orgasmo no fue sino el preludio de un segundo
seguido de inmediato de un tercero y no está claro si, incluso, de un cuarto.
Aquellas
fueron las primeras llegadas a la cima del éxtasis sexual, pero en modo alguno
las únicas, pues a partir de allí la noche fue larga para la pareja de
hermanos, aunque a ellos se les hiciera más bien corta. Los gemidos y jadeos de
Mercedes acabaron trocándose en gritos y los gritos en aullidos, alaridos, de
placer pues a esos tal vez tres, tal vez cuatro, primeros orgasmos que Gabriel
procurara a su hermana Mercedes siguió algún otro hasta que fue Gabriel el que,
bufando cual búfalo en celo, berreando cual cérvido campeón en cien berreas, o
relinchando como caballo garañón, empezó a proclamar que era él quien ahora
estaba próximo a llegarse, a vaciarse. Gabriel intentó acabar fuera de su hermana
por si acaso lo del embarazo, pero ella se opuso terminantemente a ello, pues en
modo alguno renunciaba a darle hijos a su hombre, a concebir hijos de él, luego
no hubo más que hablar y Gabriel acabó dentro del claustro de su hermana. Así
acabó el, podríamos decir, primer “round” de la noche, con los dos más
derrengados que otra cosa sobre la cama, envolviéndose el uno al otro en
dulces, cariñosas, caricias; besos suaves, tiernos, llenos más de amor, de
cariño, que de pasión…
Así,
hasta que las energías retornaban a sus cuerpos, a sus músculos, prestos de
nuevo a la “lucha” sin tregua, que se reinició con el segundo “round” de la
noche, que transcurrió ya de tal guisa: Sucesivos “round” de amoroso “cuerpo a
cuerpo”, intercalados por lapsos de forzado descanso transcurridos entre
caricias plenas de dulce ternura, a veces salpicadas por momentáneos
amodorramientos en los que hasta dormían algún que otro minuto, para despertar como nuevos y ansiosos
de volver a la “carga” tras la sucinta tregua. Asomaban ya las claras del alba,
arrinconando la nocturna oscuridad expulsando, además, del firmamento, la
claridad lunar, cuando, por fin, Morfeo triunfó plenamente sobre Eros y Venus,
haciendo que los dos amantes quedaran profundamente dormidos.
A
las once de la mañana sonó el despertador y los dos hermanos se levantaron. No
se ducharon, no podían pues el tiempo apremiaba. En una maleta de esas con
ruedas, de las llamadas “trolley”, metieron lo que Mercedes consideró
indispensable y a no mucho más de las doce del mediodía los dos hermanos
despertaron a sus padres, que aún dormían. D. Gabriel, el padre, se alarmó por
no haber ido al trabajo pero su hijo le tranquilizó diciéndole que a primera
hora había llamado al despacho para informar que no se encontraba bien y esa
mañana no iría a trabajar. Y aunque parezca mentira, D. Gabriel no preguntó a
su vástago que cómo sabía que estaría durmiendo hasta tarde, pero es que el
“viaje” de somníferos todavía le tenía un tanto atrapado y así es difícil
razonar con perspicacia.
Fue
Mercedes quien les dijo que pasaban a despedirse pues ambos se iban ese
mediodía; a las dos y pico tomarían un tren hasta Alcantarilla. Cuando escuchó
eso, a D. Gabriel se le fue el “viaje” de golpe, aterrado ante el hecho de que
su hija se fuera con su hermano, el violador, en potencia, de la muchacha.
Pero…
Pero… ¿Estás loca hija? ¿Acaso has olvidado lo que tu hermano puede hacerte?...
¡Por Dios, hija, recapacita!...
Papá,
mamá… Le quiero… Le quiero como él me quiere a mí. Deseo ser suya, su mujer…
Por eso, para eso, me voy con él, para ser suya y él ser mío… Papá, mamá… Puede
que ahora en mí se esté gestando vuestro primer nieto… Sí, hemos pasado la
noche juntos… Amándonos… Ha sido nuestra noche de bodas… Y, ojalá, en esta
noche haya quedado preñada de él…
Aquello
sí que superaba cuanto D. Gabriel y su señora, Dª. Mercedes, podían asimilar.
D. Gabriel estaba anonadado y Dª Mercedes, para no variar, echa un mar de
lágrimas.
Papá,
mamá, Gabriel me quiere a mí lo mismo que papá te quiere a ti, mamá, y yo le
quiero a él, a Gabriel, lo mismo que tú, mamá, quieres a papá…
Pero
hija, nosotros no somos hermanos… Es muy… ¡Lo vuestro es monstruoso… anti
natural!...
Nosotros
no somos culpables de nada… Esto, nosotros no lo quisimos... Vino sin nosotros
quererlo ni buscarlo… Surgió como surgen estas cosas… Nos enamoramos el de mí,
yo de él, como pudimos habernos enamorado de cualquier otra persona… ¿Qué culpa
tenemos de ello?... Y, por ser hermanos, ¿tenemos que renunciar a ser felices
como cualquier otra pareja? No, papá, no mamá… No vamos a renunciar a querernos
en paz, sin hacer daño a nadie
¡A
vuestros hijos! ¿No veis que pueden nacer tarados?
Sí,
papá; lo tenemos en cuenta. Se dice que en primera generación el riesgo de que
la prole salga así no es mayor que en parejas exógamas, pero los casos
públicamente conocidos dicen otra cosa; dicen que el porcentaje de hijos con
taras físicas o mentales es mucho más alto que en parejas, vamos a decir,
normales, hasta más del cincuenta por ciento de esos niños. Pero serán, de
todos modos, nuestros hijos; hijos queridos y buscados, queridos con toda
nuestra alma, porque serán hijos engendrados en mí por él; hijos que yo gestaré
para él… Todos, todos, frutos de nuestro amor, como Gabriel y yo lo fuimos de
vuestro amor
D.
Gabriel, que era quien había estado hablando, calló. Profundamente abatido,
dejó caer la cabeza… No, no tenía fuerzas para seguir hablando… Y Mercedes, su
hija, redobló sus esfuerzos, sus razonamientos, llena de cariño, de tierno cariño
hacia el hacedor de sus días; así, que se sentó a su lado, llenándole de besos,
de caricias, mientras le argumentaba
Pensad
otra cosa. Vuestra hija será vuestra nuera y vuestro hijo vuestro yerno… No
podrán darse los típicos problemas, las rencillas entre suegro-suegra, nuera-yerno…
Además, nos sabréis felices juntos, pues nuestro fraternal cariño será respaldo
de nuestro amor conyugal y éste, respaldo del natural cariño fraterno,
haciéndonos más tolerantes el uno hacia el otro; tolerantes y comprensivos…
D.
Gabriel alzó la cara, la cabeza. Lanzó un suspiro de agobio y se quedó mirando
a sus hijos; particularmente, a su hija
Sois
nuestros hijos, y eso siempre será así…
D.
Gabriel se levantó y se acercó a sus hijos. Acarició el rostro de su hija y apretó
el brazo de su hijo. Dª. Mercedes había dejado de llorar y, desde la cama,
sentada antes que recostada, miraba ora a sus hijos, ora a su marido, casi sin
creerse lo que estaba viendo: Su marido aceptando, prácticamente, el incesto
entre sus hijos. No sabría decir si eso la enfadaba o la agradaba, pues de todo
había en la viña del Señor
¿A
qué hora os sale el tren?
A
las dos de la tarde. De Atocha
Esperad
un momento. Me visto y os acerco con el coche… ¡Vienes tú, Mercedes?
Como
es de esperar, los cuatro llegaron a la estación de Atocha con tiempo un tanto
sobrado hasta las dos de la tarde. Tomaron un café en una de las cafeterías de
la estación y con algo de tiempo, sin prisas, bajaron al andén que les
correspondía. El tren Talgo por fin entró en la estación y entonces se
produjeron las despedidas de rigor. Los besos y abrazos, las reincidentes
lágrimas de Dª. Mercedes y una última recomendación de D. Gabriel
Gabriel,
cuida de tu hermana; Mercedes, cuida de tu hermano
Ambos
hermanos subieron por fin al tren, y, por fin, éste se puso en marcha y salió
de la estación. De lo que el futuro depararía a la pareja sólo el futuro podrá
decirlo, pero una cosa tenía la mar de clara ambos hermanos, que allá donde
estuvieren o fueran de allá en adelante, lo harían juntos los dos, juntos para
siempre.
FIN
DEL RELATO
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