Acudí
tarde al entierro. Supuse que una multitud de gente abarrotaría el cementerio,
que llegando al final de la ceremonia poca gente se fijaría en mí. No quería
que se fijaran en mí.
Por
la misma razón no había asistido al sepelio en la iglesia.
En
realidad, sólo quería pasar desapercibido para la familia. O sea, para ella.
Para mi hermana.
Mi
plan no surtió efecto. Un reducido grupo de asistentes, no más de una docena,
era todo lo que me encontré.
Ya
no recordaba que no teníamos familiares. Sólo amistades. Y muy pocas.
Mi
llegada intempestiva hizo volver las cabezas a las pocas personas que se
encontraban. Entre ellas, la de mi hermana, Sandra.
Su
mirada, incluso de soslayo, incidió en mi cara con tal intensidad que me vi
obligado a agachar la cabeza. Por miedo o por vergüenza, no sé, tomé asiento
lejos del grupo, interponiendo dos filas de sillas vacías entre ellos y yo.
Maldije
mi suerte. Mi hermana seguía siendo una mujer bella. Tras tantos años. Incluso
vestida de negro.
El
sacerdote intercaló un suspiro de molestia en su discurso. Como si llegar tarde
fuese una afrenta para su trabajo. Quizá, influido por el tiempo, su ánimo
estaba nublado y oscuro, al igual que las densas nubes que se arremolinaban en
el cielo encima de nosotros. Nubes cargadas de negrura, tiñendo todo alrededor
nuestro de un barniz siniestro, sucio. El aire se humedeció con rapidez,
convirtiéndose en bochornoso. Las palabras del sacerdote se fueron volviendo
pesadas y empalagosas. Difíciles de entender, lentas de digerir. Se hacía
difícil respirar sin poder desabrocharse el botón superior del vestido, agitar
un abanico o aflojarse la corbata.
Cuando,
por fin, el cura terminó su panegírico, los pocos asistentes se colocaron en
fila para depositar una flor sobre el ataúd. Yo había acudido con las manos
vacías así que evité levantarme.
Fue
un error quedarme sentado; cuando los demás volvían a sus asientos, sus miradas
me taladraron de frente. Sólo me importaba una de ellas, la de Sandra. Y fue la
única de la que tuve que esconder la mirada.
Terminada
la ceremonia, caminé hasta el coche de alquiler. Buscaba evitar preguntas
incómodas. Estaba aparcado convenientemente cerca, listo para la huida.
Pero
no tan cerca como quise. Sandra me alcanzó a la vez que sacaba del bolsillo las
llaves del coche, junto a la puerta.
¿Ya
te vas?
Asentí
con la cabeza. Cualquiera palabra se me habría atragantado en la garganta.
¿Ni
siquiera vas a saludar a mi marido? ¿Ni a conocer a tus sobrinos?
La
noticia de que mi hermana estaba casada y era madre me sacudió las tripas. Pero
soporté el golpe mejor de lo que esperaba. Al menos, no la había mirado a la
cara.
Tengo...
tengo prisa —respondí. Quería huir. Lo más lejos posible.
¿Tienes
prisa? Ni me saludas y lo único que dices es que tienes prisa.
Quise
abrir la puerta pero Sandra apoyó una mano en el cristal de la puerta. La miré
a través del reflejo. La imagen deformada del cristal no pudo deshacer la
belleza de su rostro contraído por la ira.
Mírame
de frente, joder.
No
pude. No podía mirarla. No debía mirarla. Mi alma estaba tan asustada y sucia
que no soportaría que la viese.
Tras
unos segundos de silenciosa espera, comprendiendo que yo no hablaría, retomó
ella el habla. Retiró la mano del cristal.
—Aguarda
un momento, Daniel. Ni se te ocurra marcharte o te juro por la memoria de
nuestros difuntos padres que te olvido para siempre.
La
vi alejarse en dirección a un hombre y un par de niños que esperaban a una
distancia prudente. Él era alto y delgado. Vestía un traje negro, hecho a
medida. Los niños eran rubios, con sendos trajes también oscuros. El hombre
cogía las manos de ambos con firmeza. Mi hermana se reunió con ellos y habló
con su marido. Él me dirigió varias miradas y luego asintió otras tantas veces.
Luego Sandra se agachó y repartió sendos besos en la frente de sus hijos.
Caminó de vuelta hacia mí.
Bajé
la mirada de nuevo. Mi alma estaba sucia, podrida.
—Voy
contigo —dijo antes de abrir la puerta del acompañante.
—Voy
al aeropuerto...
—Pues
te acompaño.
Su
tono de voz no admitía réplica. Era seco, carente de tonalidad. Nunca oí a
Sandra hablar así.
Me
demoré unos instantes en arrancar el vehículo mientras me colocaba el cinturón
de seguridad. Me aseguré, mirando sólo su cierre, que Sandra hubiese hecho lo
mismo. No debía mirarla. No. Mi alma podrida.
Conduje
despacio. Esperaba la inevitable discusión y no quería reflejarla en una
conducción alocada. Ya se habían ido bastantes por hoy.
—Eres
un cabrón —dijo al poco de alejarnos.
No
respondí. Al fin y al cabo, en casi todos los aspectos de mi vida, tal insulto
era innegable.
—Repito:
tengo un hermano cabrón. Un hermano que no acude a la boda de su hermana, ni al
bautizo de sus sobrinos. Un hermano del que no sé nada desde hace casi diez
años. Y que sólo aparece, tarde y mal, al entierro de papá y mamá.
—Estaba
ocupado. Asuntos varios. Trabajo. Esas cosas.
—Y
una mierda, Daniel. Nos has borrado de tu vida. A todos, a mí. No me insultes
ahora mintiéndome. Lo de papá y mamá ya no tiene remedio. Pero yo... ¿qué coño
te he hecho yo?
—Trabajo
—repetí.
Me
desvié hacia la entrada de la autovía que llevaba al aeropuerto.
—Trabajo,
ya sé. Mucho trabajo. Tanto trabajo tienes que no encuentras un solo minuto
para llamarme, ¿verdad? Con papá y mamá lo entiendo. Pero conmigo... ¿se puede
saber qué hostias pasa conmigo?
—Pasé
página. Un cambio existencial.
—Deja
de hablar así, por favor. No soporto las chorradas metafóricas. A mi háblame en
cristiano.
—Quise
olvidaros. ¿Mejor así?
—
¿Por qué?
—Tú
lo sabes bien.
—Ah,
ya, claro. Cómo no. La noche en la que nos acostamos, ¿verdad?
—Sí.
Pero también...
—Que
papá y mamá nos pillaron. Sí, vale. ¿Y qué? ¿Es eso motivo suficiente para
despreciarme?
—Ya
te lo he dicho. Quise olvidar, pasar página. Tiene sentido, ¿no crees?
Sandra
golpeó con un manotazo el salpicadero.
—
¡Soy tu hermana, joder! ¿Acaso no nos queríamos? Me dejaste tirada. Como una
puta cualquiera. Una zorrita a la que joder. Dime, ¿eso fui para ti? ¿Una zorra
a la que desvirgar y luego olvidar? Yo te amaba, hijo de puta. Te quería con
locura. No sólo eras mi hermano, eras mi amor. Y de la noche a la mañana, me
hiciste ver que sólo me quisiste para joder conmigo.
—No
fue culpa mía. Recuerda que fue a mí a quien echaron de casa ese día.
—Y
yo la que me quedé embarazada, ¿sabes?
Pisé
el freno de golpe. El chirriar de neumáticos fue demencial. Detuve el coche en
el arcén de la autovía.
Las
palpitaciones que sentía en el pecho retumbaron en mi cabeza como explosiones
sucesivas. Los pitidos de los coches que nos sobrepasaron no hicieron sino
sumirme en un estado mayor de perplejidad.
—
¿Qué acabas de decir?
Miraba
a Sandra por primera vez, cara a cara. Tenía el cabello despeinado por el
frenazo y en su cara aún se reflejaba el susto. Estaba lívida. Se aferraba al
cinturón de seguridad como un salvavidas.
Se
giró hacia mí y me sacudió un tortazo que me lanzó contra el respaldo del
asiento. No bien me recuperé del golpe, me sacudió otro. En el mismo lugar. La
mejilla me ardía.
—
¡Estás loco! Casi nos matamos. ¿Qué quieres, morir como papá y mamá?
—O
sea, que soy padre —murmuré pensando en aquellos dos rubiales que su marido
cogía de las manos.
—Aborté,
estúpido. Oculté el embarazo como pude. Te busqué. Quería irme contigo. Luego
se enteraron. Papá y mamá quisieron que abortara. Creo que no soportaban verme
la barriga crecer cada día.
Sandra
sorbió por la nariz. Estaba llorando.
—Yo
no quise. Porque te esperaba. Ya ves lo idiota que fui. Busqué, pregunté, me
desviví por saber de ti. Pero no tenía forma de encontrarte y recé para que
supieses de mi horrible destino. Soñaba que volvías a casa y me sacabas de
allí. Viviríamos juntos, con nuestro hijo – dijo entre lloros. Alcanzó un
paquete de pañuelos del bolso que dejó en el asiento trasero—. Pero, cuando no
apareciste, cuando los días transcurrían, amargos, oscuros, creciendo mi
barriga, no me quedaron argumentos para postergar el aborto.
—Joder,
joder.
—
¿Te gusta la historia? Pues hay más. El aborto fue complicado. Era menor de
edad y había esperado demasiado. Y tampoco quería abortar. Ninguna clínica
quiso hacerse cargo. Ni aun pagando el doble. Pero papá y mamá lo tenían muy
claro. Debía abortar. Acudimos a un matasanos sin título ni nada. Fue un
infierno porque aquel acto homicida supuso también la muerte de lo único que
tenía tuyo, ¿sabes? Ese desgraciado me sacó de las entrañas mi amor. Pero cortó
por donde no debía y la hemorragia no cesó. Me desangraba, la vida se me
escurría a chorros. En aquel sótano no había transfusiones, no había quirófano,
no había higiene. No había nada. Si estoy viva es por gracia divina. O por
castigo divino. Quería morirme.
No
sabía qué decir. La cabeza me daba vueltas. El corazón amenazaba con
estallarme.
—Al
final me ingresaron en el hospital. Gracias a Mateo sigo viva.
—
¿Mateo?
—Mi
marido, idiota. Mateo es mi marido. Le engañamos haciéndole creer que había
sido violada. No dijo nada a la policía. Escondió el asunto entre papeleos y
burocracia hospitalaria. Estuve tres meses internada. Una cosa llevó a la otra
y unos años más tarde acabé casándome con él.
—Por
Dios, Sandra. Si hubiera sabido...
—Habrías
sabido, condenado cabrón. Habrías sabido si hubiese habido forma de contactar
contigo. Te busqué, Dios sabe que hasta debajo de las piedras. Lo único que
supe es que habías emigrado a Suiza.
—Encontré
un trabajo...
—Y
perdiste una vida. Dos, en realidad —agregó entre sollozos.
Me
asusté al ver tantas lágrimas en su rostro. Mi compasión la enfureció aún más.
Me
golpeó en el pecho a la vez que me insultaba.
Me
desabroché el cinturón de seguridad y la abracé.
Me
empujó lejos de ella de inmediato.
—
¡No! Ni te me acerques. Vamos al aeropuerto.
—
¿Para eso querías hablar conmigo? ¿Para reprocharme todo lo que hice o no hice?
Ese es el resumen de todo esto, ¿una simple acusación?
—
¿Buscas acaso mi perdón? —bufó cruzándose de brazos—. Arranca ya.
—No.
Quiero saber el porqué de todo esto. ¿Buscas atormentarme? ¿Que la culpa me
castigue por no haber podido estar contigo? ¿Por no poder acompañarte en esos
difíciles momentos?
—No
fue un “difícil momento”. Casi me muero, idiota.
Se
giró hacia mí, con una sonrisa.
—
¿Habrías venido a mi entierro?
Tragué
saliva. Miré al volante. No sabía qué decir.
Continuó
acosándome.
—
¿Habrías soportado a papá y mamá? ¿Qué les habrías dicho? “Vaya, se murió mi
zorrita” —agravó la voz— ¿O te habrías contentado, como tenías intención hoy,
de aparecer tarde y mal?
No
soporté su mirada por más tiempo. Me volví a colocar el cinturón de seguridad y
miré por el espejo en busca de un hueco en el tráfico para incorporarme.
Pero
Sandra fue más rápida. Giró la llave de contacto, apagando el motor.
—Respóndeme.
Demuéstrame que me equivoco, malnacido.
Se
desabrochó el cinturón de seguridad y se inclinó sobre mí. Me tomó de la
mandíbula, clavándome las uñas. Me obligó a mirarla a los ojos. Su aliento se
mezclaba con el mío.
—
¿Qué hubieras hecho, Daniel? Dime.
Sus
uñas se clavaron en mi carne. Su enrarecido aliento me quemaba los labios. Su
nariz estaba pegada a la mía.
La
besé.
Tomé
su cuello cuando se resistió y quiso alejarse. La obligué a postergar el beso.
Me mordió los labios mientras me arañaba la mejilla. Pero su boca seguía
abierta y sus dientes separados. Metí la lengua aun a riesgo de que me
mordiera. Así lo hizo. Gruñí cuando cerró los dientes.
La
solté. Pero no se alejó. Me miraba con ojos entornados, con las lágrimas
rebosando en sus párpados.
—Atrévete
de nuevo, hijo de puta.
Me
desabroché el cinturón sin dejar de mirarla. Fue toda una declaración de
intenciones. Sonrió aceptando el desafío.
La
besé de nuevo. Volvió a morderme y tiró de mi pelo hacia atrás. Pero esta vez
fue su lengua la que atravesó mi boca. Inspiró profundamente con la nariz
mientras nuestros labios continuaban unidos. Sus dientes no dejaban que mi
lengua accediese a su boca. Era la suya la única que tenía libertad de paso.
Su
saliva quemó mis heridas. Sus manos empuñando mi pelo guiaban mi cabeza hacia
donde ella quería, repartiendo lengüetazos por toda mi cara.
Cuando
posé mis manos sobre su cintura, me clavó las uñas en la cabeza, advirtiéndome
que las tuviese quietas. No bromeaba. Me hacía daño y gemí dolorido.
Me
miró a los ojos a la vez que sus manos descendían por mi cuello hacia el nudo
de la corbata. Empuñó el nudo a la vez que tiraba de un extremo. Lamió mi
mentón y mordió la piel. Apretó el nudo.
—Por
cierto, ¿cómo te enteraste de que habían muerto, Daniel? ¿Cómo supiste cuándo
era el funeral?
Esperó
mi respuesta unos segundos. Al no obtener contestación, apretó aún más el nudo.
Sentí como mi respiración se volvía ruidosa. Intenté tragar saliva pero la nuez
no tenía recorrido. Sandra percibió mi angustia y sonrió. Achinó los ojos y se
relamió.
—Dímelo
o te mato ahora mismo, cabrón de mierda. Juro que soy capaz. Ya te perdí una
vez. No me importa perderte de nuevo.
—
Ma... Mateo —conseguí articular—. Fue Mateo.
Sus
ojos se abrieron de par en par. Soltó la corbata y se refugió en su asiento,
encogiéndose. Se abrazó las rodillas.
—
¿Mateo?
Intenté
aflojar el nudo. Mis dedos se movían como culebras alocadas alrededor del
cuello. No atinaba. Me faltaba el aliento. La cabeza empezaba a darme vueltas.
La corbata me ahorcaba y notaba toda la piel de mi cara ardiendo. Sandra
también se asustó porque se abalanzó sobre mí.
—Quita,
joder. Quita esas manos, por Dios.
Entre
los dos pudimos aflojarla. Tomé aire en una larga inspiración que pensé que
nunca acabaría. Tosí y me apoyé en la ventanilla.
—Estás
loca, Sandra. Loca de remate.
—
¿Qué has dicho de Mateo?
—Fue
él quien me encontró —dije mientras me frotaba el cuello. A través del espejo
retrovisor pude constatar el visible cardenal que empezaba a crearse donde
estaba mi corbata—. Trabajo en una empresa de suministros farmacéuticos en
Suiza. Fue inevitable que mis apellidos aparecieran en algún informe que tuvo a
mano. Entre tantos apellidos extranjeros, un Solano Vázquez no pasa
desapercibido.
—
¿Cuándo fue eso?
—Eso
a ti no te importa.
Aún
notaba una presión en el cuello que me dolía al tragar. Me quité la corbata y
me desabotoné los primeros botones. El aire me ardía por dentro al respirar.
Sandra
miró el inicio de mi pecho desnudo con interés. Sin recato alguno.
—Tienes
vello en el pecho.
No
comprendí a qué se refería.
Sus
manos se acercaron a mí. Despacio, temblorosas. Me retrepé en el asiento,
huyendo de ella. Siseó calmándome.
—Shhhh.
Quieto, Daniel. No voy a hacerte daño.
—Me
cuesta creerlo.
Compuso
una media sonrisa, admitiendo la gracia. Sus dedos desabotonaron el resto de los
botones de mi camisa y abrió la prenda como si de dos puertas se tratasen.
Acercó
su cara a mi pecho y deslizó sus mejillas y nariz por el vello.
No
comprendía por qué hacía eso.
—La
última vez que besé tu pecho —susurró depositando uno en un pezón—, tu piel
estaba lisa. Ni rastro de ningún pelo. Te recordaba sin vello.
—Hace
diez años de entonces, Sandra.
Quise
agregar “ahora soy un hombre”. Pero sería mentira.
Sonrió
al acariciar mis pezones. La divertía verlos crecer y endurecerse. Los tomó
entre sus labios de nuevo y sorbió. Mordisqueó, lamió. Sandra sabía que aquello
me enloquecía. Lo sabía porque yo se lo dije la noche que hicimos el amor. Me
estaba excitando. Notaba mi miembro revolverse y endurecerse entre mis piernas.
Me
miró a los ojos. Los míos estaban nublados por el deseo. También por esa dulce
embriaguez que surge al escapar de una situación peligrosa de la que te salvas
de milagro. Sus ojos mostraban una indecisión que se acentuaba en su ceño
fruncido y sus párpados aún húmedos.
Me
di cuenta de que, por una parte, Sandra se alegraba de tenerme a su lado. De
encontrarme y tenerme sólo para ella. Una gran porción del amor que sentía por
mi había sobrevivido esos diez años.
Por
otra parte, el rencor y la ira completaban la otra porción de amor destruido.
Su cabello, todavía despeinado por el frenazo, hacía que varios mechones de su
cabello colgasen entre sus ojos entornados. Su saliva los había humedecido en
algún momento y ahora se habían acomodado en su cara, dotando a su rostro de
una imagen de dulce perversidad.
—Jamás
dejé de quererte —dije sin pensarlo.
Mis
palabras sonaron tan sucias y desprovistas de sentido que recibí un nuevo
tortazo.
Acto
seguido, sin dejar de mirarme, Sandra se quitó la blusa negra y su torso
blanco, cuajado de pecas, igual a cómo lo recordaba, aún más bello si cabe, me
deslumbró.
Advirtió
mi ensimismamiento. Jugó con él y se alejó de mí, volviendo a su asiento.
—Tienes
un avión que coger. ¿A qué hora sale?
Miré
con desgana mi reloj. No quería apartar la vista de su hermoso cuerpo.
—Dentro
de hora y media. Pero tengo que facturar una hora antes.
Se
soltó uno de los tirantes del sujetador, deslizándolo por su hombro.
Redondeado, suave.
—Tú
verás. Quizá no haya una próxima vez —Se soltó el otro tirante. Sus pechos
habían aumentado. A causa de su maternidad. O porque Sandra era como el buen
vino. Llenaban las copas y la carne rebosaba con exuberancia— ¿Qué decides?
—Eres
mi hermana.
—Eso
no nos impidió acostarnos hace años. Yo te amaba. Y sé que tú a mí también.
—Mateo...
Se
abalanzó como un relámpago sobre mí y me soltó otro tortazo. Me golpeé la
cabeza contra el cristal. Cuando la miré de nuevo, frotándome la mejilla, había
vuelto a su asiento, adoptando su posición original.
Nada
de Mateo. Vale. Supongo que tampoco nada de los niños.
Me
acerqué a ella despacio. Con el temor de que un imprevisible tortazo cayera
nuevamente sobre mí.
—No
muerdo.
Me
froté un pezón dolorido respondiéndola.
—No
muerdo mucho —corrigió con una sonrisa traviesa.
Besé
sus labios. Respondieron al instante, abriéndose y dándome paso a su interior.
Sus manos se escabulleron por mi espalda, bajo la camisa arrugada.
Esta
vez nuestro beso fue mutuo. Mi lengua entró en su boca sin recibir dentelladas.
Sólo saliva. Sólo aliento. Mis manos bajaron hacia sus pechos y apreté la carne.
Noté sus pezones endurecidos y la maleabilidad de una carne dispuesta. Tiré de
las copas abajo y hundí mis dedos en la dúctil carne. Un gemido de honda
satisfacción salió de entre sus labios y me acarició una mejilla.
Me
acerqué más a ella. Sandra se arremangó la falda e hincó uno de sus zapatos en
mi trasero.
Intentó
quitarme la camisa pero Sandra no se daba cuenta que aún tenía abotonados los
puños de la camisa. Tiró de ellos hasta hacer saltar los botones. Poseía una
fuerza que había demostrado por medio de tortazos y que ahora la servía para
desnudarme. Sus manos fueron en busca de mi cinturón. Pero interrumpían su
cometido para juntar mi pecho con el suyo. Sonrió excitaba al sentir el
cosquilleo del vello de mi pecho sobre el suyo. Por eso antes había hecho aquel
comentario sobre mi vello.
Cuando
consiguió acceder al interior de mi pantalón, yo ya había rasgado sus pantis,
abriendo una brecha importante hacia sus bragas. Aquello la hizo enfadar. Me
sujetó de las orejas. Tenía los labios abiertos, sus dientes dispuestos a
aplicar una dentellada certera.
—Volveré
a casa sin pantis, estúpido.
—Y
yo con la camisa arrugada y los botones saltados, Sandra.
—A
ti eso te da lo mismo —dijo atrayendo mi nariz hacia su boca. Su lengua bañó la
punta de saliva.
—Puede
que no —dije soltando una de sus tetas y buscando en el bolsillo del pantalón.
Extraje una alianza que me coloqué en el dedo anular.
La
miró boquiabierta. Me apartó lejos de su cuerpo a la vez que se subía el
sujetador y se bajaba la falda.
—
¿Estás casado?
—Prometido.
Tragó
saliva. Se limpió con el dorso de la mano la saliva que humedecía sus labios.
—Hijo
de la gran puta.
—Tú
estás casada.
Me
miró con desprecio. Como si constatase algo incómodo de asimilar pero tan
cierto que disgustase.
—
¿La quieres?
—
¿Eso qué importa ahora?
—No
te importa engañarla, ¿verdad?
No
respondí. Era una pregunta capciosa. Responder era la peor opción.
—
¿Y tú a Mateo? —pregunté.
Asumí
el posible tortazo. Pero no llegó.
—
¿Cómo se llama?
—Rachel.
Pero, ¿a qué coño viene eso ahora?
—
¿No te das cuenta, Daniel? Soy una simple putilla. Tu hermana putilla de
España. Llegas, follas y te marchas.
—No
eres una putilla. No digas eso, Sandra. Eres mi hermana.
—No,
no. Soy un simple coño donde meter tu polla. Cuando te marches, me olvidarás.
Otra vez.
—
¿Y qué soy yo para ti?
—
¿Tú? —preguntó como si la respuesta fuese tan obvia que sonase a burla—. Eres
mi hermano, Daniel. Eres mi amor. Eres mi vida. Eres alguien a quien creía
perdido, muerto, oculto. Tú eres la única persona a la que he amado de verdad
¿Cómo no lo puedes entender?
Comprendí
entonces el motivo de su rechazo.
Me
sentí un estúpido. Eso me había llamado y eso era. No lo había pensado ¿Por qué
habría de ofrecerme su cuerpo tras tantos años de ausencia? Porque Sandra jamás
dejó de quererme. Su amor por mí nunca murió. Quizá una parte mutase hacia el
resentimiento. Pero la otra se mantenía viva. Tan viva y fuerte como la noche
en la que nos acostamos juntos. En la que consumamos, aunque no lo supe hasta
hace un rato, un amor que creció durante nuestra adolescencia.
Pero
todo eso era obvio ahora. Lo que tenía que preguntarme, lo que realmente
importaba, era qué lugar ocupaba mi hermana en mis sentimientos. Hoy. Ahora. En
este momento.
Su
mirada reclamaba una respuesta inmediata. O una disculpa.
Sandra
seguía siendo una mujer guapa. Elegante. Tenía una media melena oscura, casi
negra, que le ocultaba casi todo el cuello. Sus mandíbulas se habían endurecido
con el tiempo, dotando a su perfil de la fortaleza de la edad. Sin embargo, su
nariz fina, sus labios gruesos, su boca ancha, sus ojos grandes y brillantes,
sus cejas finas... el resto de su cara seguía siendo tal y como la recordaba
años atrás. Su cuerpo había aumentado de tamaño, pero era un aumento bien
repartido que la dotaba de serenidad y acentuaba su feminidad. Mi hermana, en
suma, era más guapa que antes.
Pero
antes no era así. Sandra era, diez años atrás, una muchacha de aspecto frágil,
delicado. Jamás levantaba la voz y sus miradas eran tan profundas que
difícilmente podías ignorarlas. Más de una vez adivinó qué pensaba. Pero también
yo adivinaba qué pensaba ella. Quizá fuese porque nos conocíamos demasiado
bien. Le gustaba bailar y jugar al parchís. Cuando podía, hacía trampas y movía
sus fichas pensando que no me daba cuenta. Pero se reía ella sola. No podía
evitar reírse cuando quería engañarme. La primera vez que nos besamos ocurrió
una tarde de verano. Yo la llevo dos años; yo entonces tenía diecisiete.
Papá
y mamá acudieron al entierro de un amigo (irónico destino). Yo tenía la excusa
de los inminentes exámenes de recuperación de septiembre y Sandra la de que no
tenía un vestido negro. Siempre le ha gustado vestir con colores alegres,
luminosos.
—
¿No estudias? —preguntó cuando salió de su cuarto y me encontró sentado en el
sofá y viendo la televisión.
—
¿Para qué? No he dado un palo al agua en todo el verano. Es tontería matarse
ahora a empollar algo de lo que no tengo ni zorra.
—
¿De ninguna de las tres?
Se
refería a las tres asignaturas que había suspendido.
—No,
de ninguna —me incomodaba hablar de ello con Sandra. Ella era la estudiosa. Yo
el zoquete. Pero no me gustaba admitirlo.
—Papá
y mamá se van a enfadar.
—Lo
mismo me da ya, Sandra. Anda, déjame en paz.
—Venga,
va. Si apruebas una puedes pasar al siguiente curso.
—Que
no, Sandra. Déjalo.
—Yo
te ayudo.
—Que
no quiero. Deja de darme la coña, Sandra.
Se
sentó a mi lado y me aparté. Quería estar solo. Rumiando mi mediocridad.
—Puedo
conseguir que apruebes por lo menos una.
Se
acercó a mí. Nuestros muslos se solaparon. Una sensación de incomodidad se iba
apoderando de mí. Decidí hacerla caso. Para que me dejase en paz.
—
¿Cómo?
Se
inclinó sobre mí y me besó en los labios.
Me
levanté como si tuviese un muelle en el culo.
—
¿Qué haces? —grité escandalizado.
Se
levantó a su vez y me tomó de los hombros. Me volvió a besar. Su lengua intentó
abrirse paso en mi boca. No permití que sucediese. Un escalofrío recorrió todo
mi cuerpo y se instaló en mi estómago. La empujé. Cayó sobre el sofá.
Empezó
a llorar. Ocultó su cara con las manos.
Quise
alejarme. Pero sus gemidos eran como cadenas que me impedían moverme.
—Lo
siento.
Eso
iba a decir yo. Pero esas palabras, surgidas de su boca, mientras las lágrimas
caían de su mentón, me descolocaron.
—
¿Te he hecho daño?
—No
te ha gustado —dijo en voz baja.
No
podía creerme lo que estaba sucediendo. Era mi hermana, por Dios bendito.
—Yo
te quiero. Lo siento, Daniel, pero te quiero. Perdona si te he hecho sentir
violento.
—No...
no es eso, Sandra. Es que...
—
¿Y si hacemos el amor? Soy virgen. ¿Me querrás si hacemos el amor?
Retrocedí
asustado.
Aquello
no podía estar sucediendo.
Pero,
al dar un paso atrás, tropecé con una mesilla baja situada enfrente del sofá.
Caí al suelo. Oí un estruendo. Me golpearía la cabeza porque lo siguiente que
recuerdo es estar tendido en el suelo. A mi lado, besando mi mano, Sandra
lloraba sin consuelo.
—He
llamado a papá y mamá. Están ya de vuelta. Dijeron que llamase a Emergencias.
La
cabeza me dolía tanto que parecía estar a punto de abrírseme. Me palpé el lugar
del foco del dolor y encontré un abultado chichón.
—Me
duele, joder. Me duele mucho.
—Creí
que estabas en coma.
—No
digas gilipolleces.
No
fueron palabras acertadas porque Sandra rompió a llorar aún más.
—Lo
siento, perdóname. Gracias por cuidar de mí.
—No
sabría qué sería de mi sin ti, mi amor.
Sus
palabras me recordaron el motivo de mi caída.
—Ni
una palabra a papá y mamá.
—
¿Y qué les decimos?
—No
sé. No puedo pensar con este dolor.
—Yo
miento por ti con una condición.
—Sin
besos, Sandra.
Negó
con la cabeza.
—Que
te ayude a estudiar.
La
sirena de la ambulancia se oyó de improviso. Casi no quedaba tiempo. También
papá y mamá llegarían de un momento a otro.
—Vale,
vale. Lo que tú quieras.
—Prométemelo.
Llamaron
al telefonillo del portal.
Sandra
no soltó mi mano. No se alejaría de mi hasta obtener una respuesta.
—Vale,
vale. Prometido.
—Gracias
—dijo besándome en la frente y los labios.
Por
alucinante que pareciera, me alegré de contar con ese beso sobre mis labios. En
aquel momento significaba que no estaba solo. Que alguien velaba por mi seguridad.
Alguien me quería y no dejaría que nada malo me sucediese.
Tras
unos escáneres y una noche de observación fui dado de alta al día siguiente.
Una simple contusión. Sandra explicó que había tropezado con una silla al ir a
por un vaso de agua. Y para llegar a la cocina tengo que atravesar el salón.
Por eso aparecí allí.
Cumplí
con mi palabra. Me dediqué, durante los nueve días que quedaban, a estudiar a
saco. Papá y mamá incluso nos animaron porque veían que, al menos, con Sandra
no despegaba los codos de la mesa.
Pero
aquellos nueve días también sirvieron para ahondar en unos sentimientos nunca
sospechados.
Sandra
era dulce y atenta. Paciente pero firme. Yo me desanimaba cuando al día
siguiente no recordaba nada de lo estudiado el anterior. Aprendí cómo hacer
repasos programados. Reglas nemotécnicas. Era una tarea entretenida y, a veces,
hasta divertida.
También,
aquellos nueve días, conocí a la persona que había en mi hermana. Me
descolocaba su afán por estar siempre juntos. Codo con codo.
Fueron
días de estrecho contacto. Nuestros cuerpos pasaban horas pegados uno al otro.
Nuestras manos se cruzaban con frecuencia. El roce hace el cariño, dicen.
Aprobé
las tres. Pasé de curso gracias a mi hermana y se lo agradecí dándola un beso,
entrando de noche en su habitación. Ella estaba despierta. La había prometido
una sorpresa cuando papá y mamá se durmiesen. El beso duró tanto que me asusté.
Me asusté porque me gustó. Quise salir corriendo de su habitación, espantado.
Sandra
me invitó a meterme dentro de su cama pero me marché sin decir nada. Comenzaba
a tener preguntas que no quería responder.
Comencé
el último curso antes de la selectividad.
Papá
compró una mesa de estudio más grande para mi habitación. Sandra y yo
estudiábamos juntos y a juzgar por los resultados plasmados en las notas, todo
eran ventajas. También para nosotros.
Cerrábamos
la puerta argumentando concentración absoluta. Nos cogíamos de la mano. Nos
besábamos. Nos abrazábamos. Alguna vez mi mano se posó sobre sus pechos. Alguna
vez la suya sobre el mío. Pero no quise sobrepasar aquel limite.
Era
un límite que interpuse yo porque sabía que Sandra no tenía ninguno. Nada de
desnudos. Nada de sexo. Aunque ambos acabábamos con un acaloramiento tan
acusado que teníamos que aliviarnos por separado. De repente, la dejaba sentada
delante de la mesa de estudio, con el sabor de su boca aun perdurando en la
mía, con un calor tan profundo en todo mi cuerpo que me costaba hasta respirar.
Recuerdo
nuestra primera relación sexual. Fue algo especial. Así lo recuerdo y quizá la
memoria, con sus olvidos casuales, ha guardado lo bueno y desechado lo malo.
También
estábamos solos. Papá estaba trabajando y mamá estaba fuera, haciendo la
compra.
Me
estaba duchando. Era por la mañana, acaba de levantarme y dentro de poco
tendría que coger el tren de cercanías para ir a clase. Pensaba en lo que había
estudiado el día anterior, repasando la lección. Sandra me había enseñado muy
bien.
Un
golpe sobre la mampara me sacó de mi ensimismamiento. El vapor del agua
caliente empañaba los cristales de las mamparas. Pasé la mano para ver qué
había sido ese ruido.
Sandra
estaba sentada sobre el inodoro, desnuda. Había bajado la tapa y estaba sentada
frente a mí, apoyada en la pared. Estaba abierta de piernas, frotándose el
sexo. Tenía los ojos entornados, mirándome fijamente. Y yo a ella.
Su
sexo estaba afeitado excepto un fino triángulo de vello oscuro sobre su
hendidura. Aumenté el cerco sobre el cristal para verla de cuerpo entero.
Sandra
era bellísima. Poseía un cuerpo flexible y elegante. Tenía el cabello recogido
en un moño. Se mordía el labio inferior a la vez que su mirada se fijaba en mi
sexo, visible al haber pasado la mano por la mampara.
Sus
pechos eran blancos y de aspecto sabroso, juvenil. Pezones oscuros y areolas
grandes e hinchadas. Su vientre estaba plano y su sexo estaba irritado por la
fricción. Mi mano fue directa hacia mi polla. No me sorprendió encontrarla
totalmente erecta. Totalmente dispuesta. Totalmente lista. El agua caliente
caía sobre el interior de la mampara y me obligaba a pasar la mano por el
cristal con frecuencia para seguir viéndola.
Sandra
se llevaba los dedos a la boca y a su entrepierna alternativamente. Regaba con
saliva su vulva y, a cambio, ésta iba adquiriendo un color más encendido. Yo me
masturbaba sin poder contenerme ni pensar en otra cosa más que en hundir mi
sexo en el de mi hermana. Mi excitación crecía tanto como menguaba mi
reticencia a tener sexo con Sandra. Me imaginaba abriendo la puerta y
tumbándola sobre el suelo del cuarto de baño, rudamente. La alzaría las piernas
y enterraría mi cara en su sexo. Bebería su esencia, mi boca escanciaría saliva
sobre su raja y mi lengua tomaría el relevo de sus dedos.
Sandra
evitaba penetrarse. Sus dedos trazaban estelas húmedas por su sexo hinchado. Su
clítoris asomaba entre restregones. Era del tamaño de un perdigón, de un rosa
brillante, anegado de fluidos viscosos.
Su
lengua salía de entre sus labios y rebañaba las comisuras. Sonreía encantada de
sentirse observada por mí. Se le notaba en su mirada empañada por el cristal y
el deseo. Jadeaba, respiraba furiosamente. Palmeaba su sexo, chasqueando su
carne ensalivada.
Gemí
sin poder aguantarme cuando el semen impactó sobre el cristal. Los chorretones
espesos cayeron a distintas alturas en el cristal, mezclándose con el agua
mientras el cerco iba desapareciendo y el cuerpo de mi hermana se desdibujaba.
Su
orgasmo llegó poco después. Gimió lastimosamente. Inspiró con fuerza y gimió de
nuevo, como si la faltase el aliento. Sandra jadeó y luego, al final dejó
escapar un largo suspiro. Pero su imagen, para entonces, ya había desaparecido.
El vaho cubría todo el cristal y solo pude oírla.
Mientras
luchaba por tenerme en pie, con mis piernas trémulas, el vaho me impidió ver el
milagro. Me hubiera encantado ver su cara. Apoyar mi mejilla en la suya y
sentir su boca muy cerca de mí.
Cuando
salí de la ducha poco después ya no estaba. Ya tenía mi miembro duro de nuevo,
preparado para la acometida. Estaba decidido a no dejarla escapar. No después
de descubrir que mi hermana poseía un cuerpo tan bello como pecaminoso. Unido a
un espíritu tan travieso como audaz.
Quizá
fuese mejor así. Si la hubiera tenido a mano, Dios sabe que no habría tenido
ningún remordimiento. La razón no existía en mi mente. Mi cabeza estaba repleta
de deseo. De urgencia. De pura pasión.
Si
hubiera sabido qué pasaría después, la habría buscado, desnudo y empalmado, por
la casa adelante con un solo propósito.
Pero
la calma siguió a la tormenta.
Me
afeité y luego me vestí.
—Gracias
—la dije cuando la encontré en la cocina, desayunando.
—De
nada. Habrás limpiado bien el cristal, ¿no? Porque ahora me ducho yo.
—
¿Y tú la tapa del inodoro?
Ambos
sonreímos. Ambos disfrutamos. Ambos nos excitamos. Ambos nos masturbamos. Me
pareció algo tan genial que recuerdo que pensé que ojalá viviésemos ella y yo
juntos.
Recuerdo
perfectamente que, desde aquel día, pensé que me gustaría que Sandra fuese mi
novia además de mi hermana. Ya no la veía como mi hermana. Era una guapa
muchacha por la que estaban surgiendo sentimientos muy profundos. Era como si
mi novia se hubiese mudado a mi casa pero debido a la presencia de mis padres
y, sobre todo, por los sentimientos fraternales que aún se interponían entre
nosotros, no pudiésemos expresar todo lo que sentíamos.
Era
una situación compleja. Yo la quería. Como hermana y como mujer. Uno de mis
brazos la quería estrechar. El otro la separaba de mí. Y ambos poseían fuerzas
que crecían o mermaban de forma caprichosa. Cada día era distinto. Cada vez que
la veía cuando me levantaba por las mañanas, despeinada y con su pijama
arrugado, hubiera dado una parte de mi cuerpo por haber podido dormir abrazado
a su cintura. Pero la convivencia, los pequeños detalles, todos juntos se
encargaban de recordarme que compartíamos mismo apellido, parecida cara,
similares defectos.
Y,
sin embargo, era angustioso dormir solo. Hubo muchas noches que su recuerdo no
me dejó dormir. Me revolvía en la cama pensando en ella. Aún creía oler el
aroma de su pelo, oír su risa, sentir sus manos, saborear su saliva. Me
imaginaba saliendo a hurtadillas de mi habitación y entrando en la suya.
Escabulléndome dentro de sus sábanas. Envolverme en el calor acumulado en
ellas. Deslizar una mano dentro de su pijama y palpar su suave piel. Temblar de
emoción al abrazar su cuerpo caliente. Ahuecar mis piernas entre las suyas.
Juntar mi sexo junto al suyo, aunque entre medias hubiera pijamas, bragas y
calzoncillos.
La
Sandra que ahora tenía ante mí, recogida sobre el asiento del automóvil, con
las piernas encogidas, abrazándose a sí misma, era un eco de aquellos tiempos.
Sus ojos, húmedos y brillantes, despedían fulgores provocados por las lágrimas
contenidas en sus párpados.
—
¿Y tus hijos? —murmuré.
—
¿Qué pasa con mis hijos? —contestó tras unos segundos, desviando ligeramente la
mirada hacia la luna delantera del coche, donde el tráfico de la autovía se
alejaba.
—Los
quieres.
—Más
que a nadie. Más que a ti. Más que a Mateo.
—Son
la expresión del amor por tu marido.
—Claro
que no. Pareces tonto —soltó una carcajada y buscó su bolso en el asiento
trasero. Extrajo un paquete de cigarrillos y se encendió uno. Iba a decirle que
odiaba el olor del tabaco, que jamás la habría imaginado fumando. Pero, cuando
me ofreció uno, tras descubrirme con la mirada fija en su cigarrillo encendido,
lo cogí. Había dejado de fumar hacía varios años. De vez en cuando, cuando las
situaciones me superaban, recaía. Esta parecía una de esas veces.
—He
tenido dos crisis en mi matrimonio. La primera hace siete años, cuando descubrí
que Mateo se tiraba a la vecina. Nueve meses más tarde nació José. La segunda,
hace cinco años, cuando Mateo me confesó que era gay.
Me
costó reprimir una sonrisa.
Sandra
me miró de reojo y agitó la mano en el aire en señal de consentimiento.
—Al
final resultó que era bisex. Qué sé yo el cacao mental que tendría. El caso es
que se acostó con otro hombre. No sé lo que hicieron ni si le gustó. No quiero
ni pensar que será la próxima que me suelte. A lo peor ya se está gestando. Me
da miedo preguntarle cuando llega tarde del trabajo. No lo sé ni quiero
saberlo. Solo sé que no quiero tener más hijos. Con dos ya he cumplido el cupo.
—Pero
aún le quieres.
—No.
Quiero a mis hijos. Y a él, algo le toca. De rebote. Porque es el padre. Porque
ya son muchos años. Porque me aterra quedarme sola. Son muchas cosas.
—A
veces el matrimonio se convierte en una cárcel.
—De
la que te da miedo escapar —confirmó ella, intercalando una profunda calada—.
Porque cuando te acostumbras, ya no sabes vivir fuera de ella.
—Y
yo, ¿qué soy para ti, Sandra? ¿Qué pensabas que era yo al verme hoy? ¿La excusa
para salir de ella?
—Sí
—admitió sin dejar de mirar el tráfico—. En cierto modo. Hasta hace media hora
te consideraba un asidero al que aferrarme y dejarme llevar. Adónde fuese. Cualquier
destino era bueno.
—Y
yo, de no haber estado prometido, habría mordido el anzuelo cual trucha
ignorante.
Aquello
la molestó. Apartó la vista del exterior y me miró con desprecio. Se secó las
lágrimas que aún quedaban con el dorso de la mano.
—Eres
un imbécil.
Terminamos
los cigarrillos en silencio. Sandra miró el reloj digital del salpicadero.
—Todavía
tienes tiempo de coger el avión.
Sin
esperar mi respuesta, se acomodó en su asiento, se quitó los pantis rasgados,
se abotonó hasta arriba la blusa negra y se abrochó el cinturón de seguridad.
Luego se retocó el cabello ahuecándoselo con los dedos.
Yo
la miraba con resignación.
La
resignación de tenerla tan cerca y, a la vez, tan lejos. Metí la mano en el
bolsillo del pantalón tras colocármelos y abrocharme el cinturón. Jugueteé con
la alianza entre mis dedos.
Había
quedado a cenar con Rachel en el restaurante de la esquina de la manzana donde
vivía, en Berna. Esa noche. Más de 1000 kilómetros nos separaban. Seis horas
faltaban. La quiero. La amo. Sin Rachel me siento solo. Inerte. Vagabundo.
Sin
embargo, a medio metro escaso, tengo a otra mujer de cuyo amor aún no me he
desprendido. Por fin lo comprendía. Un amor que creía haber sepultado y
olvidado y que, de una forma cruel e inesperada, surgía con toda su fuerza para
decirme que no, que no estaba muerto ni mucho menos. Un amor surgido del
tiempo. Un amor que se interponía en el camino del otro.
Pero,
lo más confuso de todo el asunto, es que ignoraba qué amor iba antes y cuál
después.
Sandra
me miró con gesto enfadado y señaló con la cabeza hacia la autovía.
—
¿A qué esperas? Arranca ya.
Cogí
mecánicamente el cinturón de seguridad, lo pasé por delante de mi pecho y lo
abroché. Giré la llave y encendí el motor. Miré a través del espejo retrovisor.
El tráfico era denso pero venía en oleadas. Podía incorporarme al final de
cualquiera de ellas. Metí primera, di el intermitente y giré el volante.
Sin
embargo, mi pie derecho se negaba a posarse sobre el pedal del acelerador. Bajé
la vista hacia mi muslo. Mi pierna derecha temblaba. El pie parecía enraizarse
más y más en la moqueta del suelo a cada segundo que pasaba.
Sandra
vio que algo raro sucedía.
—¿Te
pasa algo, Daniel? ¿Por qué no tiras? ¿Conduzco yo?
Una
de sus manos se posó sobre una de las mías en el volante.
Cerré
los ojos.
Sus
dedos transmitían calidez. Calma. Consuelo.
Su
contacto me recordó a esa tarde en la que desperté tendido en el suelo del
salón, con la cabeza a punto de estallar. Ella a mi lado, arrodillada, tomando
mi mano entre las suyas mientras lloraba preocupada por si no despertaba.
Tiene
gracia. Al final sí que iba a resultar que iba a quedar tendido ahí, en el
suelo, en coma. Para despertar diez años después y reencontrarla.
Sandra
estaba ahí. La Sandra de hacía tantos años. Estaba ahora, aquí. Conmigo. El
recuerdo de su preocupación me aturdió de lo fuerte que me golpeó.
Apagué
el motor y descansé la nuca en el asiento.
—Daniel,
¿qué coño te pasa? Me estás asustando. Dime que ocurre.
No
lo sabía. No tenía ni puñetera idea de qué me ocurría. ¿Acaso me había vuelto
loco? Mi memoria voló hasta aquella noche.
La
noche en la que nos acostamos.
Fue
algo casual.
Entré
en su habitación. Hacía muchas noches que me torturaba despierto en la cama
pensando en ella.
Estaba
a oscuras. La oía respirar débilmente.
—Sandra
—murmuré acercándome a su cama.
—Hola
—me saludó en voz baja.
Llegué
a su cama y me senté en el borde.
—¿No
duermes?
—No
tengo sueño.
—Yo
tampoco —dije—. Pensaba en ti.
Se
quedó en silencio unos segundos.
—¿Quieres
dormir conmigo?
—Sí.
Me
metí dentro de las sábanas, a su lado. En el interior, el calor de su cuerpo
había creado una ambiente enrarecido. Me coloqué a su espalda, pegado a ella,
abrazándola por la cintura. Tal y como siempre me había imaginado. Llevó su
mano sobre la mía y la calidez de sus dedos entrelazados con los míos me
produjeron una calma extraordinaria.
—No
has venido solo para dormir conmigo —afirmó más que preguntó mi hermana.
—
¿Y si así es?
—Pues
que menuda decepción.
Deslicé
la mano por debajo de su pijama hasta abrazar uno de sus pechos. Sandra
ronroneó cuando acaricié el botón. La areola se contrajo y se arrugó. El pezón
se volvió duro.
Noté
como su mano se deslizaba entre nosotros. En busca de mi sexo. Lo palpó por
encima del pijama. Notó su dureza. Sus dedos recorrieron todo el talle para
terminar empuñándolo.
—
¿Me vas a meter todo esto? ¿No es mucho?
—No.
claro que no —susurré mientras escondía mi cara en su pelo. Besé su cuello y su
oreja.
Sandra
continuó sus caricias sobre mi miembro mientras yo lo hacía sobre sus pechos.
Nuestros cuerpos se movían como culebras sinuosas. Su trasero presionaba sobre
mi vientre. Mis piernas se entrecruzaban con las suyas.
Llegó
un momento en que la excitación subió tan alto que se volvió hacia mí en la
cama. Nos besamos con pasión, conteniendo el aliento, tomando aire durante unos
pocos segundos antes de explorar nuestras bocas.
La
bajé los pantalones del pijama y las bragas. Ella hizo lo mismo con mi ropa.
Recuerdo
perfectamente esa sensación fantástica cuando nuestros sexos se juntaron. Nunca
había pensado que la vulva de mi hermana despidiese un calor tan alto. Al
acariciar su sexo con los dedos, me encontré una viscosa humedad.
No
puedo explicar qué me impulsó a hacerlo. Fue simplemente como acercar dos
imanes de polos opuestos. Mi pene entró en su vagina. NI siquiera fui
consciente en realidad de que había penetrado a mi hermana hasta que la oí
gemir. Después noté el ardor en el pene. Su interior parecía un horno. Un horno
rugoso y suave, muy suave. Húmedo. Vibrante.
Sandra
me abrazó mientras se colocaba debajo de mí. Apretó mis nalgas con las manos
para hundir la verga en su interior.
Resopló
gustosa.
Inicié
un baile suave. Intercalábamos muchos besos durante el baile. Sus manos
apretaban mi culo y llevaban la batuta. Marcaban el ritmo y la presión. Algunos
de sus besos se convirtieron en mordiscos. No sentía dolor. Antes bien, eran
como un acicate que me impulsaba a continuar.
Quizá
fuesen cinco minutos. Quizá más. No me acuerdo cuánto tiempo bailamos. Pero llegó
un momento en que sus uñas se clavaban en mi culo dirigiendo un ritmo
frenético. La sensación del orgasmo inminente surgió en mi vientre. Eran tan
imperiosa, tan jodidamente genial que no pude ni quise detenerme.
Me
vacié en su interior.
Tras
eso, quedé exhausto. Sabía que tenía que volver a mi habitación. Pero el cuello
y los hombros me dolían de los mordiscos de Sandra. Y las piernas y el culo no
me respondían. Estaba bañado en sudor. Solo quería cerrar los ojos, abrazar a
mi hermana y dormir junto a ella.
Cuando
colocó su mano bajo mi cuello y acercó mi cabeza a la suya en la almohada,
nuestro destino quedó sellado.
Me
dormí de inmediato.
A
la mañana siguiente, el grito de mi madre al descubrirnos, iniciaría el
principio del final.
Un
final que, por lo visto, no era tal.
Respiré
profundamente.
Sin
mirar, palpando con la mano, encontré el botón del elevalunas de mi puerta.
Bajé la ventanilla. Necesitaba respirar aire, aunque fuese el aire viciado del
tráfico que teníamos al lado.
Giré
la cabeza.
—Aún
no lo sé, Sandra. No sé qué me pasa. El cuerpo no me responde. Quiero poner el
coche en marcha y conducir hasta el aeropuerto. Quiero volar lejos de aquí.
Pero algo me lo impide. No sé qué es. Igual que aquella noche. Cuando me dormí
abrazado a ti.
Abrí
los ojos, giré la cabeza y la miré. Estaba cansado. Me sentía cansado. El
cuello me latía en el cerco donde la corbata casi me ahoga. Las mejillas me
ardían donde me había golpeado. La lengua me palpitaba allí donde me había
mordido.
Sandra
tenía de nuevo los ojos brillantes. Luceros fulgurantes. Una luz
endiabladamente brillante que me impedía apartar la mirada. Sus ojos me tenían
hechizado.
—Joder
—murmuré mientras tomaba una de sus mejillas entre mis manos. Varias lágrimas
humedecieron su piel. Mi pulgar acarició la comisura de sus labios—. Te voy a
hacer daño. Lo siento de veras. No es mi intención. Pero es que no puedo hacer
otra cosa.
—No
lo hagas entonces.
Desabroché
mi cinturón de seguridad. Sandra hizo lo mismo con el suyo.
—Te
crees que es tan fácil.
Me
incliné y la besé.
Mierda.
¿Por qué es tan complicado hacer caso a tu corazón?
Supongo
que porque no sabe mentir.
FIN
DEL CAPÍTULO
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