Tuesday, May 21, 2019

EL MILAGRO DEL AMOR (1) Por El Barquida




Marta, a su treinta y ocho años, más o menos cumplidos, era una mujer que, con toda razón, bien podía considerarse de bandera; alta, metro setenta y casi cinco, unas formas de mujer de descarada femineidad, remarcada en sus senos, altos y firmes, antes grandes que pequeños, aunque sin pasarse, ese tamaño justo para que cada uno quepa, sin faltar ni sobrar nada, en una mano masculina; en sus caderas, femenilmente redondeadas; en su culo o, mejor dicho, culazo, con ese par de hemisferios, poderosos, redonditos…o en sus muslos, enseñados desde casi un palmo por encima de las rodillas merced a sus habituales minifaldas, prolongados en ese par de piernas largas, larguísimas, bellamente torneadas, rematando tamaña esculturalidad unos pies que, a gritos, pregonaban lo de “Comedme”, enfundados en zapatos de alto tacón…o “tacos”, como suelen decir las/os nacidas/os allende el “charco”
No era especialmente bella, pues su rostro, sin dejar de ser más que menos agradable, tampoco era para lanzar cohetes, aunque sin dejar de embellecerlo una tez más oscura que clara, recordatorio más que notorio de esa raza surgida del crisol de genes agarenos, hebreos y cristianos, entrecruzados a lo largo del Medievo del Al Ándalus hispano Y esos sus ojos, grandes, inmensos, negrísimos, en los que, al mirarse en ellos, a uno le parecía sumergirse en insondable abismo de zaína negrura… O su cabello, intensísimamente azabachado cual ala de cuervo, descendiendo en melena, fifty-fifty, lisa y ondulada, hasta pelín más allá de los hombros.
En fin, que, como no podía ser de otra forma, no había macho o machito en aquella oficina que alguna vez no hubiera intentado llegar a algo con ella, aunque con sempiterno y estrepitoso fracaso, pues ella, de natural amigable hasta ser afectuosa con todo el mundo, frenaba en seco tales intentos de íntima proximidad, pero con la sonrisa en los labios, sin ningún mal gesto, lo que tampoco mermaba en un ápice su decidida contundencia en desanimar al Don Juan de turno… O a la fémina compañera de trabajo que, sin segundas intenciones, que conste, tratara de establecer una mínimamente personal amistad con ella
Porque Marta podía ser atenta y amable con todo el mundo, sin escamotearse un pelo si algún compañero-compañera, precisara ayuda en el trabajo, pero también era distante, celosa de su intimidad, que defendía frente a todos, frente a todas, como loba a sus crías, aunque sin estridencias malsonantes. En fin, que a la hora de la verdad, Marta era una mujer solitaria, sin amistades, lo mismo masculinas como femeninas. Amén de unos visos de afectiva frialdad que podía tirar de espaldas al más animoso D. Juan que sobre el globo terráqueo pueda existir
Yo la conocí cuando, más o menos, un año antes del comienzo de esta historia entré a trabajar en esa oficina con mucho más veinticuatro que veinticinco años y ella treinta y siete/treinta y ocho Y qué queréis, sino que me fijé en ella como todo quisque, hasta “colarme” por ella cosa fina filipina, a pesar de la diferencia de edad, a pesar de todos los pesares. Pero nunca se me ocurrió lanzarme a la “piscina”, tratando de “ligármela”, como cuantos machos, cincuentones y cuarentones, con esposa e hijos, y machitos veinteañeros como yo, solteritos y más de uno, más de dos, con novia… ¿Por qué ese como acomplejarme ante ella? Sencillo, era algo así como la “decana” de la oficina, tras los veinticuatro años, si es que no veinticinco, que por entonces llevaba en la empresa, con lo que, de alguna manera, funcionaba como oficiosa jefa, con un empaque, en añadidura, de muchísimo cuidado; y yo, de natural un tanto tímido, me sentía muy por debajo de ella para intentar lo que me traía más que loco  
Pero es que, además, se daba otra circunstancia, para mí, totalmente inexplicable; como antes dijera, ella era de natural más que amigable para con todo el mundo… Menos para conmigo… Tampoco podía decirse que me tratara a cara  de perro, pues no era así, pero se mostraba hacia mí bastante más distante y fría que para con nadie; es más, podría decirse que en más de una ocasión, más de dos y hasta más de tres, su forma de dirigirse a mí era cortante, hasta francamente ominosa, despreciativa, incluso, no pocas veces
Y eso me traía frito, casi descompuesto, con lo que una mañana, cuando ella bajaba hacia el archivo del sótano, yo me levanté y salí tras ella. La atrapé más que otra cosa ya en el sótano, en el pasillo precedente al archivo en sí; la tomé por un brazo y la arrinconé contra la pared, imponiéndome a ella, a su altura y envergadura, pues yo no soy, precisamente, bajo, con mi metro y ochenta y nada de estatura, ni tampoco un alfeñique, manque diste de ser un “musculitos” prefabricado en gimnasio, espetándole
¿Puede saberse qué es lo que tienes conmigo, para que me trates como me tratas?... ¿Qué te he hecho yo, vamos a ver, para que conmigo te gastes las formas que te gastas?
No sé a qué te refieres; y déjame, insolente… ¿Qué es lo que pretendes?; ¿una excusa para violarme…“valiente”? O te crees que no sé cómo babeas por mí, como toda esa panda de cerdos que puebla la oficina, Que bien que me doy cuenta de cómo me miras; como lobo hambriento… Hambriento de sexo, ¿verdad cerdito?... ¡Venga “valiente”; déjate de subterfugios para justificarte e inténtalo…”machote”!... Inténtalo, y verás lo que te pasa, cerdito…
Me la quedé mirando con bastante más desprecio que cólera ante lo que acababa de decirme; y la solté, para decirle mientras la liberaba de mi presa
No tienes tú suficiente categoría para que yo me ensucie con semejante bajeza…
Le di la espalda, enfilando la escalera que me devolvería al piso superior, pero me detuve, girándome de nuevo hacia ella
Que conste, que lo único que buscaba era una explicación a lo que encontraba inexplicable, pero ya no la necesito. Te creía más decente de lo que veo que eres, luego no merece la pena explicación alguna viniendo de ti, ser falso por antonomasia, con tu sonrisa siempre a punto y pensando como piensas de tus compañeros…
Hice un gesto de asco hacia ella y, decidido, subí las escaleras, volviendo a mi sitio, en mi mesa. Desde entonces, ni me molestaba en mirarla y menos aún en hablarla. Así fueron pasando unos días, cuatro o cinco, hasta que un día, al salir de trabajar, sentí un coche acercándose a mí a toda velocidad, por mi espalda, y al momento un frenazo en seco que detenía un auto a no tantos metros delante de mí; de inmediato reconocí en el auto al Volkswagen “Escarabajo” de Marta… Y vi cómo la portezuela del copiloto se abría cuando llegué a su altura, en tanto su voz me decía, imperiosa, autoritaria
¡Sube!
Yo dudé un instante, pero me subí al coche, cerrando tras de mí la portezuela, mientras ella arrancaba, conduciendo de nuevo a más velocidad de lo prudencial por ciudad, preguntándole a mi vez
¿Dónde vamos?
Ella, sin mirarme, respondió
A mi casa, a follar como locos toda la tarde Porque, ¿sabes Mario?; tú también me gustas; y un “guevo”, además, pero no quería “liarme” contigo. Bueno, ni contigo, ni con ningún otro tío; sois todos unos cerdos, para quienes las tías no somos más que chochitos, coñitos, ambulante; no tenéis corazón ni moral para mirar de otra manera a una mujer. Pero ya te digo, me gustas, me “pones”, y me dije: “Si para él no soy más que un chichito andante, por qué él no puede ser, para mí, más una polla móvil”
¡Menuda boquita que te gastas, nena! No te conocía yo bajo este aspecto
Pues ya ves tío; sorpresas te da la vida, la vida te da sorpresas.
No respondí a su desgarro; para qué. ¡Menuda zorra que estaba hecha la que yo creía mujer más que digna y respetable! Sentí asco de ella, y deseé bajarme, apartarme de tal mujer
Para zorrita; prefiero bajarme…
¡ja, ja, ja! ¡No me digas que no deseas follarme, follarte mi coñito! Bueno, mi coñazo, mi chochazo Pero ¿sabes?; yo sí quiero follarme tu polla, así que ni sueñes que vaya a dejar que te bajes. Quiero que follemos y follaremos. ¿Quieres que, mientras llegamos a casa, te motive “meneándotela”? Como entenderás, conduciendo no puedo mamártela, pero meneártela sí ¿Te apetece que te lo haga, “tío macho”?
Pues, ¿sabes putita? Bueno; putita no, putón desorejao, más bien. No; no me apetece que me la “menees”, como tú dices. Yo, qué quieres que te diga, pero resulta que, en mi casa, me enseñaron que, aunque hoy día las tías tengáis un vocabulario que haría enrojecer a un carretero de los de antes, los hombres debemos ser caballeros. Y un caballero no usa semejantes “palabros” ante una dama; ni siquiera ante una puta como tú
Vaya, conque ahora me sales con ínfulas anacrónicas, decimonónicas casi Conque ahora resulta que eres un caballero a la antigua usanza. ¿No te parece un tanto trasnochado ya eso?
Pues sí; creo que un tanto a la antigua sí que soy; consecuencias de mi educación paterno-materna, qué quieres que te diga, más que yo soy así, no puedo remediarlo. Pero, de acuerdo, mi muy querido “putón verbenero”: Iremos a tu casa y te follaré hasta que la leche te salga por las narices, por las orejas. Y es que, ¿sabes?; serás más puta que las gallinas, pero estás de un “buenorro” que tira de espaldas.
¡Ja, ja, ja! Ya sabía yo que no te ibas a resistir; que lo de no follarme lo decías con la boquita chica Que estás que babeas por “tirarte” a esta puta, como tú me llamas…
Llegamos a su casa y del tirón fuimos al dormitorio, con su camita individual, más bien estrechita con sus 90 cm, pero para lo que íbamos a hacer, qué más se necesitaba. Tan pronto entramos, me desprendí de la camisa pues, aunque no era más que el 3 de Junio, la temperatura en Madrid, y desde mediados de Mayo, aconsejaba ya la manga corta como vestimenta habitual, al menos hasta la noche, las nueve o las diez
Ella, a su vez, tan pronto entramos se sacó el vestido por la cabeza, mandándolo a hacer puñetas por el suelo, y, seguidamente, el sujetador, con el mismo humilde destino, quedando ante mí en toda su espléndida desnudez, tan sólo cubierta por la mínima braguita, un tanga minúsculo, de esos que, por detrás, son sólo una cintita, comúnmente, insertada en la rajita del culete, en brillantísimo tono blanco con encajes, a juego con el sujetador recién quitado
¡Y Dios qué escultural que resultaba así! Yo siempre había sospechado que lo alto y firme de sus senos se debía, realmente, al “andamiaje” del sujetador, pero qué equivocado estaba, pues sus senos, aunque entonces algo caídos por su tamaño y la fuerza de la gravedad, eran altos, firmes, túrgidos; y qué decir de aquellos pezones, gordezuelos, de delicioso aspecto que parecían decir: “¡Comedme!”,”¡Degustadme!” ¡Qué hermosura de anatomía, Dios mío! Mucho mejor de lo que yo creía y esperaba.
Y no pude sustraerme al deseo de degustar esa maravilla, ese manjar de dioses, esa dulce ambrosía; me acerqué a ella, la tomé por la cintura pegándomela bien pegadita a mí mismo, a aquella “cosa” que, entre mis piernas, se encabritaba que era una vida mía; y de ella también, sin duda alguna, dados los “botones de muestra” que sacó a relucir. Le acaricié esos senos que más semejaban cántaras colmadas de dulcísima hidromiel, y al instante noté cómo su cuerpo empezaba a temblar, a tensarse según la acariciaba, lo que achaqué al enervamiento de su libido, activada por mis caricias
Pero seguidamente, en ella se obró una reacción enteramente inesperada, absolutamente atípica para el momento de alta, altísima, pasión que ambos vivíamos. O, eso creía yo; fue cuando mi boca buscó la suya, buscando abrirla a mi sedienta lengua, pero ella, entonces, se tensó impresionantemente mientras una serie de violentos temblores empezaron a sacudirla, e, instantáneamente, intentó cerrarme el paso al interior de su bucal oquedad, apretando, tenaz, los labios mientras enclavijaban las mandíbulas.
Pero yo me empeñé en forzar aquella especie de muralla defensiva logrando que, al fin, mi lengua se abriera paso hasta invadir esa boca que me traía loco, loco perdido; pero entonces a ella le sobrevinieron unas tremendas arcadas al tiempo que, de un soberano empellón, me repelía, huyendo de mí al instante, rompiendo más que a llorar, a sollozar, mientras me decía
¡Perdóname, mi amor, mi vida, pero no puedo! ¡No puedo hacerlo, cariño; te lo juro; te lo juro que no puedo, amor mío! Sí, amor mío, porque te quiero; te quiero, sí, te quiero con toda mi alma Y lo deseo, te deseo, cariño mío…quiero hacerlo…quiero, deseo con todas las fibras de mi ser, “hacerlo” contigo, corazón mío. Pero no puedo, amor, no puedo; es superior a mí, a mis fuerzas, a mi voluntad. No puedo evitarlo, querido mío; no puedo, te lo juro. Creía que podría, estaba segura de que contigo lograría superarlo… Mi rechazo, mi asco hacia los hombres en general. Pero me equivocaba ¡Perdóname, por Dios, cariño mío, amorcito mío
Yo alucinaba en colorines; y no porque ella me hubiera rechazado a la hora de la verdad, porque, sin paliativo que valga, me había dejado tirado. No; eso, realmente, y en ese momento, era lo de menos; lo grande, lo que me dejaba perplejo, alucinado, era lo otro, lo de “Mi amor, mi vida”, “te quiero, mi amor, te quiero” No daba crédito a lo que oía, no podía ser verdad. No; eso tan bello, tan divino, que ella, esa diosa del Olimpo de Amor,  Eros, Afrodita, Venus, Astarté correspondiera mi locura por ella, mi enamoramiento casi pernicioso, no podía ser cierto; tanta dicha no podía ser verdad, porque eso sólo pasa en los cuentos de hadas, en las historias románticas, pero no en la realidad, en la vida real. Ahí los milagros no se dan, no suceden. Y eso, que ella me quisiera era un milagro; el mayor de los milagros. Quise acercarme a ella, limpiamente, sin sexuales intenciones, pero ella, al yo acercarme, volvió a recular 
Tranquila Marta, tranquila, mi amor; sí, cariño, mi amor, pues yo también te quiero. Loquito, sí, loquito me tienes, mi amor, mi vida, mi…mi…mi… ¡TOODOOO! No temas, amor; no te voy a hacer nada, ni siquiera tocarte. No quiero hacerte nada, nada, que pueda dañarte, que tú no desees, que tú rechaces.
Seguí acercándome a ella, que ya no se retiró, ya no me rechazó. Llegué hasta ella y empecé a acariciarla en pelo y mejillas; hasta me permití besarle la frente, las mejillas, y ella aceptó, hasta complacida, esas caricias, esos besos por entero castos, absolutamente hueros de sensualidad, pero plenos de cariño, de sincero afecto, de puro amor…
Tranquila Marta; no te preocupes. Dime, ¿qué te ha pasado?, ¿qué te pasó? Te violaron, ¿verdad?
Marta ya no lloraba; ni siquiera gimoteaba. También había dejado de temblar, derrumbada ya su tremenda tensión corporal, de modo que, sencillamente, se secaba las lágrimas, muy, pero que muy tranquilizada ya; y, para colmo de mis venturas, se acurrucaba en mi pecho, como buscando protección en él
Sí… Cuando tenía once años, en el mismo año que cumplí los doce, pero antes de hacerlos Fue un… Un hijo de puta, muy, muy cercano a mí…
¿Tu padre?
No; ni mucho menos; mi padre era un buen hombre, muy cariñoso conmigo; quien únicamente me ha querido, porque mi madre… El pobre murió unos dos años antes; un accidente, le coceó una mula y le reventó… Fue…fue mi abuelo, el padre de mi padre; un animal, una bestia salvaje…
Calló ella y yo también callé, ocupado solo en seguir acariciándola, buscando afianzar más y más su confianza; en sí misma antes que nada, luego, también en mí. La verdad es que la situación era de lo más absurda que pueda darse, con la cabeza de Marta descansando en mi pecho y abrazándome cruzando mi pecho con ambos brazos hasta poner sus manos en mi espalda y yo ciñéndola por la cintura, atrayéndola hacia mí, mientras nos besábamos suave, amorosamente, en las mejillas, y yo, de vez en vez, en la frente; y, a todo eso, mi pecho desnudo y ella casi integralmente desnuda, con sólo su braguita por todo atuendo. Entonces, inopinadamente, Marta se me quedó mirando para, a continuación, decir
¿Qué me decías? ¿Qué me quieres?
Sí, Marta sí. ¡Te quiero, te quiero, te quiero! ¡Te adoro mi amor; te adoro, te idolatro! Te quiero, te quiero, te quiero. Nunca, ¿me oyes?, nunca me cansaré de decírtelo, porque nunca me cansaré de amarte, de adorarte, de idolatrarte …
¡Dios mío! ¡Me quieres! Pero… ¡Si soy una vieja! Tú tienes, ¿cuántos? Veinticinco, veintiséis años... Yo treinta y ocho ¿Cómo puedes quererme?
Y, ¿cómo puedes quererme tú? ¿Lo sabes? Pues yo tampoco sé por qué te quiero; sólo sé que te amo con toda mi alma. Y, que conste; en absoluto eres vieja, sino una mujer de bandera Y, además, adorable ¡Divina, Marta; divina es lo que eres!
¡Ay, Señor! ¡Sí; me quieres! ¡Me quieres! ¡Me quieres! No me lo puedo creer, pero sí, es cierto, mi amor, mi cielo, mi vida Mi todo, mi todo, mi todo ¡Me quieres! ¡Señor, Señor, y qué feliz que soy! Me parece increíble
Pues créetelo…
Marta estaba de alucine; con los ojos brillantes por el gozo, y una sonrisa que se le salía, se le asomaba, por esos ojos. Inenarrable, limpia, candorosa. Era la inocencia hecha sonrisa, parecía una niña. A sus, casi, cuarenta años, parecía no superar los quince, dieciséis…diecisiete como mucho. Sí; casi, casi, una niña…una niña con zapatos nuevos es lo que parecía. Y yo allí, frente a ella, con sus brazos rodeando mi cuello, abrazada a mí, y besándome Sí, en los labios, pero no eran besos pasionales, con lengua y toda la pesca; no, de ninguna manera eran de esos sus besos, pero no por ello menos embriagadores…
¿Digo no menos? Pues nada de eso, porque eran arrebatadores. ¡Dios mío, y qué carga de cariño, de amor puro, sincero, que había en sus besos. No me devoraba, no me “comía” la boca, loca de pasión sexual, pero me entregaba, me regalaba, todo su cariño, el tremendo, gran amor que, desde luego, me tenía. Y a mí me llevaba al Cielo, a la Gloria de los Bienaventurados. Por fin pude reaccionar mínimamente de aquella especie de Limbo de los Justos en que la embriagadora Marta me había recluido, y me vi con el sujetador de ella en la mano y yo allí como un pasmarote, sin hacer nada. Así que me levanté, diciéndole    
Marta, creo que lo mejor será que te acerque la ropa y te vistas…
Espera, espera cariño… Te calenté antes mucho, ¿verdad?
Sonreí casi condescendiente
Bueno… Un poco, sí
Un poco no amor…
Y me señaló…“eso”… Digamos, mis partes pudendas, dándome en tal momento cuenta de que “lo” tenía en plan “tienda de campaña”, aunque, seamos francos, más bien a medio izar 
Todavía te dura, amor; al menos algo Podemos intentarlo... Yo…yo estoy muy tranquila, y muy a gusto así, entre tus brazos. Creo, creo que ahora no te dejaré tirado.
¡Dios qué momento; qué situación! Con ella ofreciéndome lo que más podía yo ansiar, no entonces, sino de bastante atrás, y mi razón, mi conciencia, diciendo que no. ¡Dios, Dios! Las pasaba canutas, entre lo que mi instinto, mi deseo, me demandaba y lo que mi conciencia me dictaba que lo ético era no aprovecharme de sus facilidades. Finalmente se impuso lo decente respondiéndole mientras me acercaba de nuevo a ella
No mi amor. Ya te lo he dicho antes; en absoluto deseo forzarte. Ya habrá tiempo cuando, de verdad, estés preparada, superado ya, por completo, ese trauma que ser violada te causó Te ayudaré a superarlo, con mi amor, mi devoción por ti, lo lograremos, mi vida, lo lograremos. Anda; no seas tonta y ve vistiéndote
No, amor, todavía no. No quiero, ¿sabes?, no quiero; todavía no Tenemos que “hacerlo”; no quiero dejarte como estás. Y no te preocupes, ya verás como no habrá problema alguno, mi amor. Te quiero, ¿sabes?, y por eso podré superarlo todo. Sí mi amor; te quiero y deseo hacerte feliz, dichoso, toda la vida… Y desde hoy.
Mi adorada se volvió hacia la cama, gateando en ella hasta quedar tumbada, con la cabeza descansando en la almohada y vuelta de lado hacia mí, de pie ante ella
Ven Mario, mi amor… Tiéndete aquí… A mi lado…
Me quedé mirándola, embobado, con la boca abierta No es que babeara por ella, ni muchísimo menos; era, simplemente, que me tenía hechizado, embrujado, tamaña belleza que mi dulce amor era entonces, en ese momento. Mirándola, al instante me vino a la memoria el cuadro de Velázquez “La Venus del Espejo”, un tremendo desnudo de mujer, o la pintura de Dominique Ingres, “La Gran Odalisca”. Ambas obras presentan un desnudo de mujer de lo más sugerente, presentando ambas obras a la mujer de espaldas; esto, en la obra de Velázquez, es enteramente ostensible, dando integralmente la espalda al espectador, en tanto que la “Odalisca” no  es tan así, pues Ingres la pintó con la cara vuelta hacia quien mira el cuadro Pero de inmediato a mi mente vinieron, también, la pintura de Giorgione, “Venus Dormida” y la “Venus de Urbino”, de Tiziano, ambas siglo XVI, la primera de muy principios 1508/1510,la segunda de casi  mediados, 1538.
Todo esto, que narrado así parece ocupar muchos minutos, realmente transcurrió en segundos, pues las imágenes acudieron a mi mente, transmitidas por mi memoria, como flashes, que en un segundo se reponían unas a otras referenciadas en la imagen de Marta, vívida, real, ante mí… Por finales, aquél cuerpo de ensueño obró en mí como el imán sobre el hierro, atrayéndome irremisiblemente. Me fui a ella y, como la dueña de todo mi ser me reclamaba, me tumbé a su lado; quise hacerlo recostado frente a ella, dándole el frente como Marta me lo daba a mí, pero mi amada me empujó suavemente haciendo que quedara tendido boca arriba… Y mi reina y señora se refugió en mí, arrimándoseme, buscando acomodo a su cabeza, a su rostro, en mi pecho… Me besó, nos besamos de la misma manera que antes, besitos y más besitos en los labios, llenos de amor, de cariño, pero enteramente negados de sensualidad. Dejamos las caricias y mi amor se rebulló en mí. Parecerá mentira, pero en esos momentos no me motivaban deseos egoístamente sexuales.
Mario amor mío, ¿sabes? Estos momentos, desde que estoy contigo, desde que somos novios… (Se quedó parada, callada, un momento) ¡Porque, tú y yo somos novios; novios dese ya, desde esta tarde! ¿Me oyes, amor? Novios mi amor, novios. ¡Dios mío, tengo novio, tengo novio! ¡Y soy novia! ¡Novia de un hombre, un hombre al que amo, al que quiero con locura!...
Marta era así: Impredecible. Empezaba a hablarte de cualquier cosa, en tono normal, coloquial, y de repente, sin venir a cuento, cambia de tema y tono de voz. Sí; así era Marta, como una chiquilla, una cría, una niña grande, y lo más tierno y cariñoso que pueda existir Volvió a tranquilizarse, acurrucada en mi pecho, acariciándome y besándome ese pecho, pero también mis hombros, mi rostro Y, de nuevo tranquila, tras ese reciente conato de vehemencia, siguió hablándome entre caricias y expresiones cariñosas  
Perdóname, mi amor; ya sabes cómo soy a veces; me olvido de lo que hablo y “la lío” Lo siento, cariño; lo siento…
Y, colocándose como antes, pues hasta habíase erguido ante mí, para hablarme con más énfasis de nuestro noviazgo, volvió a ser la mujer más tierna, más dulce, que jamás a mi lado pudiera tener. Nos dimos nuevos “piquitos” en los labios, esos besitos tiernos, dulces, asexuados. En uno de ellos, Marta agarró mi rostro entre sus dos manos y el “piquito” se hizo largo, largo, para acabar abriéndome su boca Yo me quedé de una pieza, confundido, indeciso, ante tal reacción, en absoluto por mí esperada; quieto, sin hacer nada, como un pasmarote, sin reaccionar hasta tanto no sentí cómo su lengua acariciaba mis labios, pero sin entrar en mi boca…
Entonces, por fin, respondí a su caricia. O, cuando menos, quise hacerlo, uniendo mi lengua a la suya, pero ella me lo impidió al momento, echándose para atrás, con lo que el contacto labio a labio se rompió haciendo imposible la cariñosa unión de nuestras lenguas. La reacción que entonces en Marta se obró para mí fue alucinante por aterradora: Su cuerpo comenzó a temblar, agitándose hasta con violencia, como hoja batida por el viento; la boca, más que cerrada, enclavijada, por unas mandíbulas apretadas a cal y canto, y una mirada de todo punto patética. Parecía, ni más ni menos, como si, toda atribulada, me pidiera perdón, al tiempo que luchaba desesperadamente, a brazo partido, con las náuseas, las arcadas, que amenazaban con hacerla vomitar hasta la primera papilla que en su casi todavía lactancia tomara
Yo estaba descompuesto, presa del más atroz de los suplicios al ver sufrir así a quien para mí lo era todo en la vida, pues ésta, la vida misma, sin ella, sin mi Marta, ya no tendría sentido. Los minutos fueron pasando interminables, pues yo no sabía ni qué hacer, ya que ni a abrazarla, ni a acariciarla para consolarla, ayudarla a salir de semejante trance, me atrevía. Era horrendo. De verdad que el rato aquél fue de lo más amargo que, hasta entonces, pasara en mi vida…
Poco a poco, minuto a minuto, como quien dice, Marta se iba recomponiendo, rehaciéndose Las boqueadas fueron cediendo y el tremor de su cuerpo se fue aligerando hasta quedar su ser casi, casi, que en estado natural. Entonces, cuando empecé a tranquilizarme, estallé en poco menos que ira
Pero… Pero… ¿Puede saberse qué locura te ha entrado? ¡Dios, y el rato que me has hecho pasar! Y no digamos el que has pasado tú… ¿Y todo por qué? ¡Por una tontería; una locura! ¡Sí; una locura! ¿No habíamos quedado en que todo llegaría por sus propios pasos? Que nuestro amor lo obraría todo, suavemente, sin forzamientos inútiles y desagradables…
Corazón mío eso es lo que tú propones, pero yo no soy de esa opinión; en primer lugar, no creo que eso, superar mi rechazo al sexo, llegue así, bonitamente, y si la flauta llegara a sonar, Dios sepa cuándo sería, lo más seguro que demasiado tarde…para mí, desde luego. Mario, cariño mío; yo para joven, precisamente, ya no voy, y me queda poco tiempo para mantenerme atractiva, apetecible para ti, mi amor, y por eso tengo prisa, pues no puedo esperar, que si espero, lo más seguro es que te pierda, cansado de no tenerme. Así, que debemos forzar la máquina, provocar nosotros el milagro
Marta calló un momento, tomando aliento. Hablando se había ido alterando y para entonces estaba toda encendida, con las mejillas más grana que rojas y, a todas luces, ardiéndole; los ojos muy abiertos brillándole como ascuas encendidas al rojo. Descansó así unos momentos, recuperando resuello, y prosiguió
Mira amor; lo mío no es físico, sino psíquico. Todo está en mi mente, en mi cerebro, porque, amor mío, también sucede que mi cuerpo, en verdad, te desea. Si tocaras mi chochito lo notarías encharcado, más que lubricado, listo, preparado, para acogerte dentro. Pero el cerebro gobierna los músculos y éste les ordena cerrarse, rechazar hasta el simple contacto; es el “regalo” que me legó mi “abuelito querido” Porque no fue una sola vez, no, sino como año y medio de violarme a diario. Ah, y con el concurso de mi “queridísima” mamá; porque ella era consentidora, ayuntadora, al servicio del abuelo Me decía: “Relájate, y disfruta, Martita”; y todo por el plato de comida, tres veces al día, que el abuelo nos daba… Y, además, escaso, pues el viejo era más usurero que tacaño. Aunque, más bien, mi mami a lo que aspiraba era a los buenos cuartos, billete sobre billete de mil “pelas”, que el viejo avaro guardaba en casa, bajo un ladrillo, como suele decirse, pues no se fiaba de los bancos, y la zorra de mi madre esperaba heredar todo ello, más casa, campos y granja al “diñarla” el vejete
Nuevo descanso para volver a recuperar las gastadas energías al hablar, aunque ya tampoco estaba tan exaltada cono al comienzo; parecía como si el recuerdo de su terrible suplicio hubiera amainado la primigenia exaltación. Se me acercó, acostados como estábamos, pegándoseme más y más, estrellando sus desnudos senos contra mi pecho, también a pelo. La sensación que disfrutaba era inenarrable, con aquellos pezoncitos acariciando, suavemente, mi piel. Marta empezó a acariciarme con suma dulzura, con esos besitos de piquito que tanto me encantaban. Y volvió a hablarme
Mi amor, ¿sabes?, las fobias, los miedos de origen psicológico, no se superan por sí mismos; es preciso enfrentarles con denuedo, con decisión y férrea voluntad, asumirlos, plegarse a lo que el cerebro rechaza… Mi propósito es ese precisamente, superar mi fobia al sexo haciéndolo contigo hasta que me guste, hasta vencer la fobia mediante el placer que, antes o después, me darás “haciéndomelo”
Pero mi amor eso, eso… ¡No; no podré hacerlo! Sería forzarte, como si volvieran a violarte, y yo precisamente! ¡Qué horror, Dios mío; qué horror!...
No mi amor; no; sería muy distinto, porque es lo que quiero que hagas, que hagamos los dos
Entonces, por sorpresa, sin esperármelo, ella, en uno de esos besitos de “piquito”, volvió a abrirme sus labios, su lengua avanzó, decidida, y procedió a lamer mis labios y empujar, empujar en ellos hasta que yo accedí entreabriéndole la mía, colándose ella, cual serpiente, por tal resquicio, acariciándome, lamiéndome, mi propia lengua,  para después lamer, acariciar mi dentadura, mis encías, pegándome luego un “repaso” por todo mi interior bucal, que para  mí, y para ella, se quedó. Y yo, ante aquello, qué puñetas iba a hacer sino unirme a la “fiesta”, respondiendo debidamente a su “morreo”. La verdad, es que en principio, aquella reacción tan inesperada, hasta me asustó, incluso, en un sí es, no es, me aterrorizó, temeroso de la contra reacción que su locura llegara a obrar en ella, pero al ver que lo tan temido no se producía, pues qué “quirís”, queriditas, queriditos, que me dije eso tan aragonés, tan cesaraugustano de “¡Zaragoza es nuestro!”(Cesaraugustano=zaragozano, por “Caesar Augusta”, nombre romano de la actual ciudad de Zaragoza), y me apliqué con sumo fervora a la tarea de corresponderla en grado sumo, acariciando, lamiendo, a mi vez, su lengua, sus dientes, sus encías, su interior bucal, acariciándole, al alimón, sus senos, con sus pezoncitos de ensueño, más que con las manos, con las yemas de los dedos, rozando más que otra cosa esos senos, esos pezones que mes sacaban de quicio…
Y entones, cual bíblica maldición, los involuntarios tremores de su divino cuerpo se repitieron, así como los amagos de nauseas, arcadas, pero Marta no cejó en su empeño; no me retiró su lengua, sino que la mantuvo, recreándose en unirla a la mía, en acariciar y ser acariciada, y así, poco a poco, temblores, náuseas, arcadas, fueron bajando de intensidad; el temblequeo de su cuerpo no cedió por completo, pero las náuseas y arcadas sí que acabaron por ceder de plano, rendida su boca a las mutuas caricias…
Lo ves mi amor, tengo razón; me empeñé en vencer el rechazo a unir mi lengua a la tuya y triunfé sobre ese “yu-yu”. Lo lograremos, mi amor, haremos que el milagro se produzca, el milagro del amor, de nuestro mutuo amor
Y sin más, toda decidida, se lanzó sobre mí; me soltó la hebilla del cinturón y el botón que ceñía los pantalones a la cintura, para, seguidamente, arrear sendos tirones hacia abajo con ambas manos, llevándose por delante pantalones y calzoncillo, todo en uno, hasta que ambas prendas acabaron esparcidas por el suelo y yo, en porreta picada. Se tendió entonces boca arriba en la cama, pidiéndome
Venga amor; quítame tú la braguita
Y allá fui yo, casi como autómata, a hacer lo que mi dueña y señora me demandaba. Me coloqué frente a ella, de rodillas, y en forma que sus piernas, las dos, quedaron entre las mías. Le bajé la braguita, el tanga, hasta sacárselo por sus pequeñitos y divinos pies, yendo entonces la prenda a hacer compañía a todas las que yacían, esparcidas por aquél santo suelo. Al quedar libre del tanga, Marta me abrió sus muslos cuanto de sí podían dar, con lo que entonces fui yo quien quedó, arrodillado, en medio de aquel arco más que preñado de promesas de divinas, maravillosas, dulzuras. El pubis no lo tenía arreglado, con lo que apareció ante mí como una maraña de vello pubiano, espléndido, sedoso, de profunda negrura en intenso azabache, en total concordancia con su mata de pelo; y claro, el Sancta Sanctorum de su genuinamente femenina intimidad se adivinaba entre aquella maraña más que se divisaba. Marta, en tal momento, me miró sonriente, con esa mirada que esa tarde vi por vez primera, pero que luego tan a menudo se repetiría, esos ojos en los que bailoteaba una más que fascinante diablesa, que incluso parecía agitar al aire, alegre, su rojo tridente
 Sabes cariño. Me has visto desnuda, pero no del todo, pues el chochito todavía no me lo has visto. Ven mi amor; acércate más… Míralo.
Marta se había llevado ambas manos a su “tesorito”, abriendo los labios mayores y menores “ad líbitum”, con lo que ante mí surgió la flor de su feminidad en toda su enjundiosa magnificencia. Era una rosa, pues sonrosadita era la flor, intensamente brillante en virtud de lo mojada que estaba. En verdad que Marta no había mentido ni exagerado un pelo al decir que el “tesorito” lo tenía encharcado por sus íntimos fluidos de mujer excitada. Y en mis oídos sonó a música celestial su aterciopelada voz cuando, un tanto enronquecida, entrecortada, casi balbuciente, me dijo.
Métemela, mi amor; clávamela en mi chochito, cariño mío. Anda vidita, hazme feliz, dichosa, y disfruta tú de tu novia. Vamos, mi amor; no pierdas más tiempo, no me hagas esperar más… Hazme tuya, bien mío, hazme mujer, tu mujer 
Y yo volví a ser un autómata, haciendo lo que se me pedía, sólo que muerto de ansias por disfrutar ese tan deseado manjar de dioses, sólo digno de un Zeus-Júpiter, dueño y señor del Olimpo griego o del Panteón romano.

Continuará.


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